Nací en 1921, en Mar del Plata, por entonces una ciudad bastante deshabitada de la costa atlántica argentina, casi salvaje y donde, según se decía, veraneaban los burgueses con mucho dinero.
De algún modo, lo que soy se lo debo a esos primeros años en Nueva York. Aquello era el mundo que se ve en la serie Los intocables: La pobreza, la solidaridad entre paisanos, La Ley Seca, Elliot Ness, la mafia... En fin, yo era muy indisciplinado, no me gustaba mucho l escuela -me expulsaron de varias y, para mis padres, era cada vez más difícil que me aceptaran en la siguiente- y andaba mucho por las calles. Ese ambiente me hizo muy agresivo, me dio la dureza y la resistencia necesarias para enfrentarme al mundo y, sobre todo, a los escándalos que, veinticinco años después, iba a desatar mi música.
En mi mapa musical quedó fijado el jazz, naturalmente. Las orquestas de Duke Ellington y de Fletcher Henderson... Por las noches, con un compañero íbamos a Harlem, hasta la puerta del Cotton Club, a escuchar a Cab Calloway. Por supuesto, lo escuchábamos desde la calle, porque éramos dos enanos y no nos dejaban entrar. Por otro lado, recuerdo la primera vez que mi maestro de música me hizo escuchar a Bach; y desde luego, el tango, esa música triste, llena de nostalgia, que mi padre ponía en la victrola y a través de la cual conocí a Julio De Caro, a Pedro Maffia, a Carlos Gardel.
Un día, mi padre lee en el diario que llega Gardel a Nueva York para filmar una película. Mi padre, además de escuchar religiosamente los discos de Gardel, tenía el hobby de hacer tallas en madera. Se pasó dos noches sin dormir haciendo una escultura de un gaucho tocando la guitarra. Le escribió al pie: "Al gran cantante argentino Carlos Gardel. Vicente Piazzolla".
Averiguó en qué hotel se alojaba Gardel y me dijo: "Tomá, llevásela y decile que se venga a comer unos ravioles. Ah, y no te olvides de decirle que tocás el bandoneón". Hay que tener en cuenta una cosa; cuando Gardel llegó a los Estados Unidos, en Nueva York debía de haber algo así como ocho argentinos y tres uruguayos. Por supuesto, gente que se mataba trabajando: mi padre en la peluquería de Scabutiello, en cuya trastienda se levantaban apuestas clandestinas; mi madre, atendiendo un salón de belleza que la mitad de la semana trabajaba con las mujeres de los gangsters italianos y la otra mitad, con las mujeres de los gangsters judíos (si se llegaban a cruzar, se armaba un escándalo); y ambos destilando licor en la bañera para enviársela a nuestros primos de New Jersey.
En fin, llega Gardel a ese lugar y, de pronto, se encuentra con un chico como yo, que le habla en español, le ofrece el regalo de un admirador argentino y, para colmo, le dice que sabe tocar el bandoneón. Gardel casi se desmaya. Me pidió que fuera al día siguiente con el bandoneón. Yo apenas chapurreaba algunas cositas porque en ese entonces, a pesar de que mi padre me había comprado el bandoneón para que tocara como Pedro Maffia, e incluso me mandaba a estudiar música, yo prefería el jazz y soñaba con tener una armónica y hacer tip tap. De todos modos, mi escasa destreza con el instrumento le bastó a Gardel para incluirme en la película que había ido a rodar a los Estados Unidos: El día que me quieras, donde además de tocar yo hacía el papel de vendedor de diarios.
Creo que para sentir el amor por la música fue necesario el hastío: el aburrimiento de las tardes de verano en Mar del Plata, adonde habíamos regresado con mis padres en 1937. Yo ya había tenidos varios anuncios de una vocación escuchando a De Caro, a Bach, a Cab Calloway. Desde entonces, aunque de modo confuso, intuía que lo mío debía ser una combinación de todo eso. Y el aburrimiento, como dije, de las tardes marplatenses me predispuso a hacer algo. Yo sentía que mi vida no podía ser solamente eso, caminar como un sonámbulo por las calles de una ciudad semi desierta.
Y de golpe, una tarde, mientras estaba recostado en mi cama, escucho por la radio al violinista Elvino Vardaro y su sexteto. Descubrí una nueva manera de tocar el tango y sentí que era lo que quería hacer. Le envié una carta a Vardaro y él me respondió alentándome. Formé un grupo con algunos amigos; yo elegía el repertorio y hacía los arreglos. Iba a una confitería donde tocaban orquestas de tango de Buenos Aires. Allí trabé amistad con el bandoneonista Juan Sánchez Gorio, con Enrique Mario Francini, con Héctor Stamponi... Este último me convenció de irme a Buenos Aires...
(Continuará)
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