-Conocí a Alfredo gracias a
Pirulo, un atorrante de la barra, que era hincha suyo y lo trajo al barrio.
Nosotros éramos alegres dieciochoañeros, despreocupados y atentos al vaivén del
equipo del cuore, la orquesta que nos tiraba, la silueta de las pebetas que
pasaban repiqueteando su taquito en la vereda y la milonga con su rante
berretín. Los jueves armábamos un morfi bien grasón en una fonda de la calle
Los Patos entre Colonia y Luna y no sé cómo Pirulo lo arrastró a Alfredito a
una de aquellas comilonas, a las cuales el gran troesma se nos haría habitué.
Incluso trajo a uno de sus cantores, el colorado platense Héctor Coral, y luego
aterrizaría gente como Rodolfo Lesica, Julián Centeya, José Berón y algunos
futbolistas.
A veces, cuando las copas habían realizado el prefacio
situacional, el hombre se paraba sobre la silla y dirigía la orquesta virtual
que lo seguía en Amurado, al estilo Pugliese. Nosotros éramos los supuestos
músicos que pronunciábamos las notas correspondientes, vocalmente, aunque vendría la lógica
desbandada en las variaciones que había creado Maffia para tan hermosa página y
que no podíamos seguir tarareándolo en compás. Un torcan del rioba cantaba los
versos olvidados de temas como Entrada prohibida o La Payanca y siempre había
alguna otra gola generosa.
De aquellas noches
truncas pasé al trocén donde me hice habitué. Mi parada
arrancaba en el
Suárez de Esmeralda y Lavalle donde me encontraba siempre al negro Hugo Díaz
y su proverbial humor santiagueño. La seguía en la Richmond de Esmeralda
donde había actuaciones continuas. Y frente a Radio El Mundo, de la calle
Maipú se producía una gran concentración de tangueros, porque en la emisora
proliferaban las actuaciones de las orquestas típicas más destacadas. Allí
era mi tercera recalada y me hice de amistades como el poeta de Boedo Julio
Camilloni que correteaba artículos para talabartería, Oscar Fresedo, hijo de
Emilio, Manolo Sucher, Pichuco, Domingo Sciaraffia, Roberto Arrieta, Carlitos
Almada, Centeya, Ángel Cárdenas, Julio Sosa, Rivero y mi padrino en ese
ambiente era Alfredo Gobbi. |
Al socaire de la nostalgia
no puedo menos que revivir infinidad de escenas que me quedaron registradas con
muchos de aquellos personajes con los que mantuve amistad como Centeya, con
quien pasé largas noches y compartí posteriormente micrófonos. Las vigilias me
nutrieron de anécdotas imborrables y recuerdo las palabras de Alfredo
aconsejándome para no caer en vicios que a él terminarían destruyéndole. Tenía
un leve temblor en sus manos y me explicaba que era por culpa de la ginebra. Me
hablaba largamente de Orlando Goñi –para mi gusto el pianista más genial que
tuvo el tango- y de Pugliese y Troilo, con quienes alternó en varios conjuntos.
Porque el que conseguía el trabajo llamaba a los otros y el conjunto llevaba
entonces el nombre suyo. Por eso actuaron los tres bajo la denominación de
Osvaldo Pugliese y su orquesta o Troilo, o Gobbi, según el caso. Y se tenían
entre ellos una profunda estima humana y profesional. La misma que le tuvo
Astor Piazzolla que le dedicó su tango: Retrato de Alfredo Gobbi. En un
programa dominical matutino que yo conducía con Osvaldo Papaleo, Ástor me habló de su
admiración por Gobbi y de la letra de un hermoso valsecito que Alfredo compuso
en su homenaje y que le pasó por debajo de la puerta de su casa, escrito a
lápiz y que Astor lamentablemente perdió. También se lo contaría a Natalio
Gorín para ser reproducido en el interesante libro de mi buen amigo Natalio.
Quería contar una anécdota
intransferible que viví a su lado. Un amigo lo había invitado a un
asado nocturno en una casa de Puente Alsina y Alfredo me coló. Era en una de
esas casas chorizo, con parral y gallinero al fondo, guitarras, canto y el
infaltable truco del alba. Estábamos en el feca, frente a la radio, tomamos
algo y nos mandamos en un taxi que paramos en la puerta. Al llegar al Obelisco,
se agarra la cabeza y recuerda: “¡Huyyyy, me olvidé el violín en el
bar….volvamos rápido por favor!”. Yo recordé que eso le pasaba seguido al
despistado Edgardo Donato, porque ya conté que andaba a veces con el Negro
Almada que cantaba con él. El chofer pegó la vuelta y cuando Alfredo entra al
boliche, me comenta: “¡Es el maestro Gobbi! Yo soy fanático de él, qué
bárbaro!”. Y retomamos la marcha. Aproveché para contarle: “¿Sabés que el
hombre es hincha tuyo? Mirá que suerte…”. Agarramos Rivadavia, pasamos el
Congreso y Alfredo me dice. “Tenemos que tocarle algo al amigo entonces, ¿no te
parece, Josecito?”. Desenfundó el violín y el hombre, asombrado paró el coche.
Gobbi entró a tocar Ojos Negros de Greco, y de repente lo mezclaba con la
canción rusa homónima (Ochi chornye) y entramos los tres en trance con el
maestro que cerraba los ojos, arrancándole al instrumento una vibración
emocional inolvidable Era una noche de luna llena y me empezó a correr un frío
por la espalda increíble. Sin darnos cuenta el tachero y yo teníamos los ojos
llenos de lágrimas y el hombre, por supuesto compartió toda la velada con nosotros
posteriormente. Fue uno de los momentos más sublimes que he vivido con el tango
y sus grandes personajes. De aquella época irrepetible de bohemia y amistad que
ha quedado sepultada por la post modernidad.
Y recordándolo en esta mañana madrileña, entre su música, escojo este tema de Pedro Maffia, que Alfredo grabó con su orquesta el 18 de abril de 1950: Pelele