“Un día cayó en mis manos la Ilíada, de Homero; me la leí de un
tirón, como una novela de aventuras, y me gustó tanto que decidí trasladar
algunos de sus pasajes a las sextinas criollas. Cuando le puse una música de
milonga pampeana y se la canté a la barra de la esquina sentado en el cordón de
la vereda, mi Homero se parecía terriblemente a José Hernández.” Apoltronado en
un mullido “bergère” de su casa de la calle Bulnes, Edmundo Rivero rememora su
infancia en el barrio de Saavedra, mientras se repone de las efusividades
recibidas durante su recital de la semana pasada en la sala del Teatro Payró,
que convocó a multitudes fervorosas.
El 8 de junio de 1915, en Avellaneda, don Máximo Aníbal Rivero, un jefe
ferroviario, escuchó por primera vez la voz ronca de su tercer vástago, Edmundo
Leonel, pero no presintió que con el correr de los años habría de transformase
en el último gran intérprete del tango, una especie de puente entre las jóvenes
generaciones y aquellas otras que conocieron el suburbio bravo y, tal vez, el
mitológico Barrio de las Ranas.
Don Máximo y su mujer, Juana Duró, se marcharon a Moquehuá pocos meses
después del nacimiento de Edmundo y regresaron a Buenos Aires cuando éste
acababa de cumplir seis años. Por ese entonces la familia contaba con otros dos
hijos: Aníbal y Eva.
“Como Belgrano –memora Rivero-, Saavedra en ese entonces era un lugar de
veraneo.” Por allí vivía también su tío Justo Duarte, un contador general de la
Casa de Gobierno, aficionado a la música y al canto, cuyas tertulias reunían a
poetas y cantantes. Otro tío materno, Ángel Duró, en cuanto Edmundo supo leer
lo puso en contacto con la literatura: Almafuerte, Lugones, Espronceda, Núñez
de Arce y, más tarde, Edgar Allan Poe.
Mester de germanía
“Cuando alargué mis pantalones –dice el cantor, mientras se acaricia su carota
de mascarón de proa con una mano terrible-, ya era un consumado guitarrista y
comenzaba a hacer mis incursiones por las incipientes radios de entonces.” Las
radios se llamaban Buenos Aires, Cultura, Brusa y Belgrano, los espacios a
duras penas se vendían y los locutores cedían con generosidad los micrófonos a
los jóvenes aficionados diciéndoles: “Muchachos, hagan lo que quieran”. En
retribución, los adolescentes recibían paquetes de cuerdas para sus guitarras u
órdenes para retirar mercaderías en los comercios de los contados avisadores.
En los comienzos de la década del 30, Rivero había formado un dúo con su
hermana Eva y otro con su hermano Aníbal. Con la primera transmitían música
popular por los micrófonos de Radio Cultura; con el segundo, interpretaban en
guitarra música culta, “sobre todo española”, a la hora del té en el Alvear
Palace Hotel. Por la mañana, concurría al Conservatorio Nacional donde el
maestro Marcelo Urizar le revelaba los secretos de Sor Tárrega y, de paso,
tomaba lecciones de canto. Pero Rivero todavía no era un intérprete sino, bajo
su nombre de Leonel, un simple acompañante de Nelly Omar y Francisco Amor.
“La guitarra no me sirvió solamente para ganarme la vida –comenta-, sino
que también fue una llave dorada que me abrió las puertas más increíbles.” Una
de ellas daba a los bajos fondos, a los cafetines y bares dudosos, frecuentados
por gente brava, respetada y temida. Allí aprendió Rivero los secretos del
lunfardo, un idioma secreto que se sirve de palabras, gestos y ademanes. Y aclara:
no hay que confundir el “lunfardo” con el “reo”. El “reo” es el idioma del
hombre de barrio, del orillero honrado, con el que nombra las cosas de su
oficio, sus diversiones. El lunfardo es la jerga del lancero, del escruchante,
del punguista, un idioma subyacente que se construye a base de metáforas, por
traslaciones llenas de imaginación.
“Pocos saben –pontifica Edmundo, con cierto orgullo académico– que la
palabra ‘gayola’, con la que se designa la cárcel, proviene del humilde gallo,
símbolo de la policía, que todo agente lleva en su chapa.” Después, se extiende
en consideraciones sobre la morfología lunfarda, la incorporación de términos
de otras germanías extranjeras, y la dinámica de la llamada “lengua verde”.
“Los términos viajan de un país a otro porque los ‘lunfas’ viajan”, sentencia.
Y expone el caso de “rascué”, una palabra utilizada por Gardel en una de sus
milongas, que no es sino el “rastaquouere” de los franceses, el “rastacueros”
(arrastra cueros) con que el español denomina al fanfarrón venido a más. La
palabra viajó a Francia de ida y vuelta, cambió su ortografía pero no su
semántica. Y Rivero propone el estudio de otra semántica lunfarda: la de las
señas y los signos. “Hasta ahora mucho se ha hablado del sentido, y evolución
de las palabras ‘lunfas’, pero muy poco se ha dicho del lenguaje silencioso que
se habla con las manos, y los ojos”, observa, con un dejo de reproche. Y cuenta
una anécdota: un día visitaba una cárcel (“siempre voy a cantar a los
presidios”) y se entretuvo conversando con un veterano del hampa que se quejaba
del trato dado a los detenidos en las “leoneras”, las celdas colectivas donde
llegan a hacinarse hasta más de cien personas, cuando su capacidad es para
cincuenta. “En ese instante pasó otro preso –recuerda el cantor- y el viejo
‘lunfa’ farfulló: ‘Dequerusa, la prensa’. Yo me pasé el dedo índice por la
mejilla derecha y él me contestó ‘Isolina’.” Y traduce el diálogo: “Atención,
que pasa un informante, un soplón; ¿seguro? Sí, seguro”.
El lenguaje de los signos también se basa en un juego de metáforas
sobreentendidas: pasar el dorso de la mano por la mejilla es calificar a un
tercero de “cafishio”, de “cara limpia”, o “cara afeitada”, un elemento de
pulcritud y aliño que distingue a los explotadores de mujeres. “ropa tendida”,
es decir un desconocido peligroso, se expresa al recorrer lentamente la solapa
con el pulgar y el índice (un extraño se interpone entre los dos interlocutores
como la ropa tendida).
“Quizá alguna vez cuando quede vacante un sillón en la Academia del
Lunfardo, si me eligen, voy a escribir una amplia comunicación acerca del
lunfardo de los signos”, promete el cantor. Ahora en el libro que prepara sobre
la fisiología de la voz y las técnicas de su emisión aplicadas al canto, ha
agregado una tercera parte donde explica muchos de los giros y términos
lunfardos empleados en las 24 canciones que ha grabado en ese dialecto. Pero no
quiere decir mucho: “Es peligroso –aclara– porque a la gente del hampa no le
gusta que develen sus claves.” Y cuenta que varias veces recibió llamados
telefónicos advirtiéndole el peligro que significa “avivar a los giles”.
Aquí, interrumpe su disertación y prefiere volver a los recuerdos de
sus primeros tiempos. “A veces –y entrecierra los ojitos perdidos sobre la vasta
nariz- nos entreteníamos con un amigo de Belgrano, Benjamín Achával, en llamar
por teléfono, a un número al azar; y si respondía una voz de mujer le dábamos
una serenata.” Una tarde, después de la canción, una voz de hombre le propuso a
Rivero cantar con su conjunto: era Julio De Caro. “En lugar de levantar una
mina me levanté una orquesta”, se ríe el cantor, con ecos de gargarismo.
Después de narrar sus andanzas con Julio y José De Caro, explica cómo, durante
cinco años, se convirtió en un aplicado oficinista del Servicio Administrativo
del Arsenal de Guerra, hasta que la tentación de la vida bohemia comenzó de
nuevo a recordarlo: Emilio Karstulovic, ex corredor de autos y propietario de
la radio La Voz del Aire y de la revista Sintonía, le propuso un programa.
El día de su debut recibió una llamada telefónica de una admiradora que le
dejó su número: era Carmen Duval, la mujer de Horacio Salgán, y lo invitaba a
su casa porque su marido quería escucharlo. “La música de Salgán, sus
orquestaciones, en esa época eran revolucionarias –comenta Rivero– y yo tenía
una voz de bajo, cosa inaudita en un tiempo donde todos los cantores de tango
exhibían registro de tenor.” Las audacias de Salgán y la voz de su cantor
impidieron que el conjunto se afincara definitivamente en un local, y tuvieron
que ambular por confiterías y cafetines. Casi siempre el dueño del local
protestaba luego de la primera noche: “Lo que hace ese director no es tango y
para colmo tiene un cantor enfermo del pecho”. “A Salgán lo tomaban con la condición
de que yo no cantara –se pone nostálgico Rivero–, pero él me defendía.”
Por ese entonces las editoras de discos comenzaban a tener ventas masivas y
el público terminó por doblegar el empecinamiento de los empresarios: todas las
noches, cuando Edmundo cantaba en el Jardín de Flores, ya lo seguían una legión
de fieles devotos. Precisamente, una noche de 1947, Aníbal Troilo le propuso
ingresar a su orquesta. Allí permaneció hasta 1950.
1953, para Rivero, es el año de su despegue: giras por el interior,
suculentos contratos en las radios y en la televisión. En 1959, viaja a Europa
y actúa en Madrid durante siete meses. En 1965 forma parte de una embajada
artística que recorre los Estados Unidos; hace dos años, visita todas las
ciudades importantes de América latina; en enero descubre el Japón.
Cuando habla de las ciudades orientales, el entusiasmo lo multiplica en
ademanes exagerados, casi amenazadores para quienes están al alcance sus
manoplas. “En Japón –cuenta- hay una sociedad, la ‘Suivu Kai’, cuya traducción
es, aproximadamente, ‘La reunión de los miércoles’. Sus filiales reúnen a
veinte millones y se denominan ‘Los maniáticos del tango’, ‘Corrientes y
Esmeralda’, ‘Los locos del compás’, ‘Buenos Aires’. Todas las semanas sus
afiliados estudian castellano una hora, para poder comprender las letras de
nuestras canciones, discuten sobre estilos porteños de interpretación y hacen
fervorosas apologías de nuestros cantores, algo así como lo que, en escala
menor, pasa en nuestro país con los fanáticos del jazz.”
Para explicar tanto fervor por el tango, Rivero esboza una teoría: la
cultura nipona está tan cargada de símbolos, que un arte sencillo y sentimental
seduce a los japoneses. Después lanza un amargo reproche: “Si los gobiernos se
dieran cuenta de que nuestra música es uno de los medios de penetración más
fuertes en el extranjero, quizá nuestras relaciones exteriores se harían en el
compás de 2 por 4”. A fin de agradecer las abrumadoras atenciones recibidas en
el País del Sol Naciente, Rivero acaba de componer un tango titulado “Arigató,
Nipón, Arigató” (Gracias, Japón, Gracias), lleno de palabras japonesas.
Pero no sólo en el Extremo Oriente el tango provoca temblores populares; en
Bogotá; la capital de Colombia, se inaugurará en breve la plaza Carlos Gardel,
y Rivero está invitado. “No podré ir –comenta–, pero enviaré una cinta
grabada.” En cambio, aceptó la invitación del Embajador argentino en
Washington, Álvaro Alsogaray: a partir del 13 de julio, Edmundo ofrecerá allí
una serie de recitales.
Pero, a pesar de su popularidad, no cree tener una comunicación directa con
su público. “El disco, la radio, la televisión, son formas intermedias. Las
actuaciones en clubes nocturnos, en bailes, muchas veces no tienen la
continuidad necesaria.” Y predica la necesidad de que algunas salas teatrales
conviertan en hábito la sana práctica del music-hall, a la manera del Palladium
londinense.
Mientras esta práctica, iniciada por el Regina con María Elena Walsh, se
vuelva una costumbre, Rivero se propone abrir un local en San Telmo: “Será una
galería de arte, una librería y una sala pequeña para un auditorio reducido”,
anuncia. Pero se niega a servir bebidas y mucho menos comida, no por
puritanismo, sino porque “cuando la gente bebe o come no tiene el recogimiento
necesario para escuchar a los intérpretes. Es cierto, pero ¿quién se resistiría
a oír con atención al último heredero de Bettinoti, de Ezeiza, de Villoldo, al
postrer trovador de Buenos Aires?
(Ar6tículo de la Revista Primera Plana, nº 248, publicado el 4 de junio de 1968)