La luna llena del cielo se aburre colgada sobre el callejón cortón.
Y en una ofrenda al astro, Ganimedes y Zeus se reencarnan en parejas de tango aladas y despliegan su danza oscilando entre la causticidad y la ternura. Su pasión profanatoria no sabe de cronismos y se deslizan tangamente acompañados por un coro de conjuros en la calcinación mística. El mito de Ganimedes recuerda su travesía áurea: “Aquí el cazador frigio es llevado por el aire sobre alas leonadas, la cordillera de Gárgara se hunde a medida asciende, y Troya se desvanece bajo él; tristes quedan sus camaradas, en vano los perros cansan sus gargantas ladrando, persiguen su sobre o aúllan a las nubes”.
Salgamos a volar , querida mía; subite a mi ilusión supersport, y vamos a correr por las cornisas ¡con una golondrina en el motor!
La iteración está a ras de tierra, en ese enjambre de cuerpos atravesados que urden en cascadas, indescifrables figuras espejadas, como la reventación de los capullos.
Allí donde tú te encuentras, se encuentran todos los mundos, dice la cábala. Los arbitrarios movimientos reflejados por la luna sobre el agua, hablan de un diálogo infinito respondiendo a sonidos exaltados, en el rumor de las penumbras. El aire está impregnado de magia en un eterno recomenzar. La noche es una hembra en celo y en la intemperie de la vida todos nos sentimos tocados por la pasión. Leopoldo Marechal sugirió aquello de que “con el número dos nace la pena”, pero en la autosugestión colectiva los integrantes de cada dueto conservan su fe en el instante. Cuerpos desconocidos donde renovar fragores del deseo y la materia, rompiendo la insistente perpetuidad de la rutina. Buscando la sustancia en el espejo de las almas. Porque el tango es energía y convoca la viaraza de los milongueros.
Quiero emborrachar mi corazón, en ese pedacito de cielo que nos enmarca. Toda la vida es ese ayer que me detiene en el pasado. Eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado como un pájaro sin luz.
Las soledades errátiles se hamacan entre la nostalgia que el olvido conserva.
Y está girando coqueta la eterna veleta cortada en latón.
Qué bien se baila sobre la tierra firme. Viajamos con el motor de la pasión, olvidándonos del mundo tantálico que nos rodea -porca miseria-, entre los esperados baches donde resurge la unidad dual. Se equilibran los pesos, echamos el ancla a tierra y te juro que bailarte es el empleo de mi vida en la planicie de los días laborables. Me atrapa tu andar felino, tu estampa de erguido cisne, caminar la noche a tientas, abrasarnos en el fuego de la locura milonguera. Y recordar, recordar siempre a Jack Kerouac: “Los únicos para mí son los enfadados, los que están locos por vivir, locos de hablar, locos para ser salvados, deseosos de todo al mismo tiempo, ellos queman, queman, queman y queman como las fabulosas velas romanas amarillas”.
Y con borrones de bruma la luna se esfuma por el callejón.
Mientras la modernidad de una ciudad se mide por los coches que espitan en sus calles, nosotros nos refugiamos en nuestra ipseidad tangonoscible como demiurgos de la fusión, de lo real-ficticio y su magnetismo voraz. Quizás por ello seguimos buscando experiencias que estimulen nuestros sentidos con el fin de revivir aspiraciones extraviadas en la nebulosa de los tiempos.
Desplegamos las alas farfálicas que exhalan similares destellos, nuestros cuerpos se fusionan con ferocidad, se afantasman y proyectan su sombra sobre el espacio del tango.
¡Bailá! ¡Vení!¡Volá!
¡Trai-lai-la-larará!
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