"Para bailar esta milonga, / hay que tener primeramente / una buena compañera / que sienta en el alma / el ritmo de fuego así…"
La milonga es un tango medio apurado por llegar. Y si no me seguís rápido, ñatita, te voy a pisar un pie. ¿No ves como te voy llevando con el pecho, en cuarta velocidad?
No sé para que te lo quiero explicar con palabras cuando vos entendés perfectamente los mensajes que te envío con el cuerpo. Disculpame, pero es que cuando suena una milonga los tamangos se me van disparados y hasta a mis piernas le cuestan seguirlos.
Cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria. Mis veinte abriles me llevaron lejos. Y al escuchar una milonga me vienen a la mente unas imágenes borrosas de la primera vez que en un bailetín bonaerense de Valentín Alsina, donde se mezclaban la pampa y el adoquín, vi a muchachones de traje negro a rayas, pelo engominado, jopo y peinados “a la cachetada”, caminando rítmicamente hacia atrás con pasos cruzados y llevando enancadas a las compañeras en su desplazamiento. Esa era para mí, entonces, la milonga inventada en la Babilonia del Sur.
Distinta a la que bailamos ahora con vos, nena, con traspié y todo.
Nada de espamento, agachadas, sentadas, movimientos con los brazos acompañando el compás y hasta la patadita guaranga en el trasero que le da ése a su compañera.
Vos y yo parece que somos un solo cuerpo, ¿viste? Y no importa si el ritmo es más rápido o más lento. Nos da lo mismo D’Arienzo que Canaro. Como bailamos a compás y sin desarmarnos, disfrutamos de las olas que va armando el movimiento sincopado de las parejas y hasta podemos darnos algunos lujos demorando los tiempos para reengancharnos súbitamente, poniendo en primer plano el alma.
Desde el pescante de su piano creador, Sebastián Piana, que inventó este tipo de milonga, nos va señalando el camino a los músicos y a nosotros. Ya no es aquella música monotemática y reiterativa de la milonga pampera, sino que le dio ese sesgo canyengue y orillero que nos empuja como locos en la pista.
Mi vida es una milonga y sé que bailando me moriré.
Esta música crea una atmósfera muy particular. Un aura, no sé cómo explicarlo. Es como el misterio dramático del bandoneón o tus medias negras caladas que sabés que me ponen loco. Yo diría que es como el alma porteña. O como los bochinches que armaban esos compadritos exhibicionistas en los bailongos de antaño. Bueno, en realidad todos somos un poco exhibicionistas. Bailamos para nosotros, para la pareja y para los que nos miran. Y giramos en ignición permanente.
Dejalo que la disfrute el hombre con su lengue gayeta y su gacho gris arrabalero. Al fin de cuentas ellos fueron los pioneros que la inventaron y la introdujeron en la pista. Hoy, con la edad de los descubrimientos ya prescripta y sin hueco ni ánimo para propuestas nuevas, repiten la topografía conocida.
Nosotros también vamos rastreando el barro original. Nos mandamos una corridita de costalete, imantados al piso, el giro completo que nos sale redondo como una pizza, los pasitos simétricos, el traspié canchero y la caminata con explosión.
Miralos. Se refugian en la milonga de los desaires de la vida, los contratiempos y las furias de la economía. Tienen la memoria engrasada por tantas milongas bailadas y andá a chamuyarles de las cisuras del Alzeihmer y otras bagatelas. Él guarda aquel cliché almidonado en su alma, con la fe de bautismo de esta música negrera y carga en sus bolsillos el peine, el paquete de tabaco rubio, el mechero, un cortaplumas, la libreta de enrolamiento y alguna ajada foto familiar en la cartera.
Ella con su cabellera desdibujada por la tintura, conserva los arrestos de su época dorada, cuando concitaba las miradas masculinas y la envidia de sus congéneres. El vestido de percal es el sello de su prosapia milonguera y los sonidos familiares le refrescan las neuronas, devolviéndola por un par de horas al reino claustral de sus éxitos, cuando era partera de la historia que ahora resucita.
Vos me dirás que no tiene nada que ver una cosa con la otra, pero cuando me ataca el hambre, el pensamiento se me instala en un par de orondos huevos fritos que bailan en el plato y parecen a punto de estallar. Y si me acosa la fiebre del baile, no se me ocurre nada mejor que una milonga de meta y ponga con su atavismo.
De todos modos no me quiero agrandar demasiado porque esta pareja de al lado, de alguna maneras nos trasmitió su legado, y como dijo el sabio poeta, no olvidemos que lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado.
Chupate esa mandarina…
(De mi libro ArTango.) -Con pinturas de Isabel Carafi-
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