El tango nació de manera inevitable y constituye una fatalidad genética.
La bohemia e introspección del tango, aunque haya surgido del arrabal, no está reñido con la elegancia y el buen gusto. Esta música resistente al naufragio arrastra un abanico de complicidades y sobreentendidos al bailarla.
Los cuerpos se buscan, plasmándose en otra soledad, la imaginación construye una gloria presentida, los tercos movimientos conjuran las pisadas de sus almas en celo.
Un viaje musical de ida, sin retorno, pudiéndose adivinar en la mirada de la pareja los caballos impúdicos de su interior que han logrado domar para llegar a esta perfección de sutilezas y serenidad.
El cuadro enseña unos rostros de mujer y hombre dibujados de nostalgia, melancolía o simple tristeza. Al decodificar esta suerte de eternidad visionaria, esos pasos anónimos sobre el entarimado, le permiten al voyeur seguirlos en su periplo dancístico y escuchar extasiado los destellos filarmónicos de Osvaldo Pugliese, o la orgía bandoneonística en staccato eléctrico de Juan D’Arienzo, resistentes a todo tipo de botox interpretativos y a fugaces modas.
Una tonalidad elegíaca. Un cuadro dentro de otro cuadro. La simbología del arte. La exploración de un universo sonoro de enorme densidad instrumental y el fragor torrencial, de profundis, en la adustión de las endorfinas liberadas por la pareja en la danza que los totaliza.
El mapa sentimental deja la metafísica en su punto y penetra en las venas de los protagonistas: la pareja y el mirón del cuadro. En la escena grabada los bailarines saben transmitir la intensidad de su quintaesenciada interpretación dialogística. En su ensimismamiento, el voyeur deja que el virus del tango infecte mansamente su espíritu para siempre, como si viviera en una prisión del tiempo.
Unos y otros se mueven en un mismo universo ritual que se ha hecho atmósfera.
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