La vida te había arrinconado
tempranmente,
ya cuando en tu aquietado Barrio Once,
en la penosa geografía del potrero,
tan sólo eras el huérfano.
Eras el más flaquito, el ocurrente, el débil,
que aferraba la mano insegura
de su hermano Armando
cuando el frío y el miedo
congeniaban.
De esas duras angustias de los desamparados
la vida a veces dilucida,
con misteriosas fuerzas,
una inefable claridad,
un puente amable y claro
para que un elegido transite sin pesares
sus corajes o sus desvaríos.
Fue tu camino, por lo visto.
Aún no te nimbaban los halagos,
las coloridas melodías
con que años después
avanzarías sobre Corrientes
como con un yelmo de poesía.
Aún no te alcanzaban los amigos,
ese calor de la amistad y las sonrisas,
que abrazaría tu frío, años después,
y ya te atenaceaban tus preguntas
como estrujando desde adentro,
tus huesos flacos,
buscándote un dolor histriónico
para molienda de tus sainetes populares...
Cuando la Nochebuena del cincuenta,
tu débil cuerpo se cerró a las palabras,
estabas concluyendo sin saberlo,
en tu casa de Callao,
un viejo grito
cuyo inicio casi habías olvidado.
Muchos devaluadores de adjetivos
lo decían seriamente: Es un filósofo...
Vos -de vuelta de todas las milongas-
sonreías descreído, como siempre,
y a la ciudad ostentosa
y a su ignorancia crónica
le ofrecías tu descarnado apóstrofe:
Cambalache. Tu descarnada profecía.
Al bajarse los postigos de Callao y Viamonte,
el clown vacío y magro
cerraba el telón, precisamente,
en una escena navideña.
Volaba ya -Discépolo-
tu nombre solitario
como una paloma azul por las cornisas
con tu pequeño secreto
de santo de arrabal,
la agonía extática de "Yira Yira"
y el dolor de "Mateo", el marginado.
Contrapinta de tus tangueros bravos,
tu pequeña espalda devastada
soportaba el peso de tu nombre
que se abría paso, ya,
desde los socavones de la noche.
Héctor Chaponick
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