Impongo en mi recuerdo un trazo de distancia:
Pompeya era una inmensa latitud de baldío.
Aroma la evocada palabra: una fragancia
de cedrón, yerba buena, de malvón y miomío.
Carlos María Ramírez era calle de barro
enraizada en confines de trébol y cardales.
Era de media changa y compadre aquel carro,
referencia, sin duda, de una voz de arrabales.
Por el camino real, más allá del Riachuelo
venían de La Tablada arriando las haciendas
paisanos de chambergo, de golilla y pañuelo.
¡Evocar estas cosas, claro que da tristeza!
En la esquina de Roca estaba La Blanqueada
con demorados pingos sujetos al palenque.
Chairaban intenciones agudas las payadas:
chiquilín asombrado, yo escuchaba de enfrente.
No sé de donde vino ese aire de tango
con una arquitectura fundamental y triste,
barajando cuestiones de percal y de fango,
estableciendo toda la raíz que aún le asiste.
Y culebreó el rezongo. ¡Tarde de formativo!
(El patio era rojizo, recubierto de parra).
Se incorporó a su queja, doliente, que aún percibo,
mansa, como entregada, la voz de la guitarra.
Puedo decir que el barrio asomó su expectante
curiosidad de asombro. Era una cosa nueva.
Sin dudas fue que el tango lo aportó aquel compadre
que entendió que debía ampararse en Pompeya.
En la escenografía que alumbró de faroles,
junto a un rumor de zanja en vecindad de grillo,
en un reducto arisco trabajado a varones
que vivieron la ley de coraje y cuchillo.
Fue en mi barrio y es cierta esta historia que narro,
puede la historia un día anotarlo en su cuenta.
No sé de donde vino, pero afirmo que el tango
fue más tango que nunca cuando gimió en Pompeya.
Porque halló la ternura, el perdón, y el encono,
la amistad y el olvido, el percal, la tristeza...
Y esa incuestionable sensación del asombro:
el corazón le puso su alarde y su entereza.
Es mentira otra cosa. El hecho fue en Pompeya,
al sur de toda luna y en las horas de un tiempo
de arrabal, de faroles, de zaguán y trastienda:
tres razones que nombro para hablar de un recuerdo.
Julián Centeya
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