nidos descolgados y amarrados al suelo
que un día fue retazo de un potrero sentenciado.
Bajo sus techos sobrevuelan flotando,
espectros animados con vapores de lentas ginebras
que se deslizan en humos celestes y grises
que fumaron generaciones de angustiados.
Giran y retornan memorias desvanecidas y clavadas
como cicatrices que fatigan la piel.
Van durando mesas, sillas, irreductibles ceniceros que se vaciaron
en miles de madrugadas sin destino.
Se descuelgan de la pared fotos amarillentas
de olvidados cracks que se hundieron en el túnel
de las contiendas que los sucedieron,
banderines de una pasión que congregó a muchos que son olvido
y a otros que resisten rearmando hazañas que descuartizó el tiempo.
Sólo queda vivo, templado, consecuente, en cada uno de ellos;
recorriendo los diminutos fantasmas que reptan por las estanterías,
vibrando en las telarañas de los rincones inverosímiles,
el canto que un viejo guitarrero alza desde algún rincón,
una plegaria que derrotó al olvido.
Unos versos cabalgando una melodía,
que iluminan juntos la memoria que regresa con cada trago.
Un tango que nunca morirá.
Héctor Negro
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