La voz diferente
La década del cuarenta llegó postulando valores que prometían una fuerza vital. No sólo en el aspecto instrumental de las orquestas típicas, sino también en el hallazgo del aporte vocal, acaso diferente y personal, frente a la avasallante dimensión de Carlos Gardel, ya adentrado en la senda de la mitología de América.
De todas esas cuerdas diferentes, ninguna acusó la personalidad absoluta y original de Edmundo Rivero, con su gallardía distinta -a su modo- en contrapartida masculina y reciamente varonil, al galán romancesco y afeminado.
Es como es: con una cuadratura de caballero hispano, donde corre una veta sanguínea de nativos indígenas con la que se enorgullece.
Guitarrista de medios convincentes, une a su registro baritonal, de timbre grave, una emoción que controla inteligentemente, en la exacta dimensión con que "mastica" el contenido literario de aquello que interpreta.
Su gran promoción al estrellato, junto a Pichuco, lo reveló en la exacta medida de sus posibilidades, hasta entonces difusas. Después se hizo independiente y singular portador de una manera sin antecedentes.
En Rivero, secundado por las orquestas de Mario Demarco, la de Héctor Stamponi u Horacio Salgán, siempre hemos de hallar su factura creacional, ya sea dentro de la misma cuerda popularesca pero intelectual de Jacinto Chiclana , en la airada y también filosófica reprimenda de Infamia o en la contextura compadre, vigorosa, de Malevaje.
O como en la íntima y dolorosa fábula de Confesión, para establecer cuatro cardinales -acaso disímiles- en la orientación estética de este gran romero de las canciones ciudadanas.
Cátulo Castillo
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