Los valsecitos porteños tienen ese no se qué, ¿viste?, que me impulsan a juguetear en la pista y bailarlos de forma distinta a los tangos, que son más reconcentrados y requieren otro tipo de cauce emocional.
En los momentos que necesito escuchar algo que me levante el ánimo, recurro con bastante frecuencia a esas viejas composiciones que sembraron una especie de jardín florido en el catastro tanguero. Y hay valsecitos que tienen un gran poder balsámico para iluminar los cielos encapotados, las lluvias interminables que veo descerrajar agua desde mi ventana. O para llenar esos tiempos en blanco que se presentan a diario en la vida.
Además me traen infinidad de recuerdos felices. Un temblor interno que me devuelve a aquellos temas obstinados que revivían los innumerables guitarreros que poblaban la Buenos Aires de mi infancia. Los cafés de barrio era permanentemente visitados en las noches, por dos o tres violeros que tocaban un puñado de temas, atendían algunos pedidos, luego pasaban el platito, recogían unas monedas, saludaban respetuosamente y se iban hacia otro café, dejando en mi psique adolescente una intensa certeza de felicidad volátil.
Yo entraba al bar gracias a mi hermano, y por supuesto, aquellas conductas de los mayores me parecían dignas de imitación. A veces me animaba tímidamente a pedirles un tema a aquellos guitarreros anónimos, y si me complacían, algo bullía en mi interior, especialmente en el culmen, cuando todos aplaudían el final de la interpretación, interrumpiendo las partidas de cartas y discusiones fútiles.
Para mí era como una iniciación a aquella fecunda bohemia de la ciudad que te vacunaba contra los actuales odios de la política. Esa pandemia de los infectados por la zarabanda mediática, a través de los altavoces que tenemos instalados en casa: la prensa escrita, el aparato de radio y el televisor. Acá, allá y acullá.
El gran músico húngaro Franz Liszt decía que "La música es el corazón de la vida. Por ella habla el amor, sin ella no hay bien posible y con ella todo es hermoso".
No llegaba entonces a las profundidades y certezas románticas de ese gran músico, pero intuitivamente sabía que esa noche me iba a acostar emocionado.
Antes que traveseara por las pistas y cruzara aduanas de medio mundo, esos valsecitos estaban latiendo en mi alma y no se han despintado; por el contrario se han instalado en mi cuore para quedarse. Como los que tocaban en los casamientos, a los que iba con mis padres, al grito de: ¡Que bailen los novios!! Y ponían un disco de Firpo o Canaro: La loca de amor, Olga, Francia, Orillas del Plata... Veía dar vueltas a los novios al ritmo del vals de turno y me parecía sencillamente genial.
Fueron aquellos guitarreros empíricos los que instalaron el valsecito en el sentimiento popular, después que Roberto Firpo los codificara definitivamente, desechando los valses vieneses o Boston que figuraban en los atriles de las orquestas de antaño.
Por eso, hoy que estoy romanticón, vuelvo a las fuentes, a aquellas noches de sueños juveniles y traigo un par de valsecitos porteños guitarreados, para alegrar este fin de semana pascual.
Me sirvo mi güiscacho, unas almendritas y juná como se enviola tangamente esta yunta, valseando a cuore abierto esas dos joyitas del alhajero rioplatense. Son Los Indios Tacunau con el temazo de Sanders y Cadícamo: Luna de arrabal y la hermosura de Troilo y Manzi: Romance de barrio. ¡Salute frates!
Luna de arrabal
Los indios Tacunau - Romance de barrio
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