Siempre había algún cantor, un guitarrero, el fueye de algún vecino.
Y cierto sábado a la noche, los vecinos dejaban de lado sus rencillas y la casa se vestía de fiesta.
Corrían las macetas, agrandaban el espacio bailable del patio con sus baldosas baldeadas y secadas. Se colocaban guirnaldas, lamparillas del colores y esa noche había baile y se invitaba a algún muchacho o chica del barrio para que pudieran trenzarse en el baile familiar.
Se juntaban los músicos amigos y en la velada enlunada y calurosa, se enjuagaban las gargantas con clericó bien frío. El cantor desgranaba su repertorio tanguero y los valsecitos y milongas eran los reyes de la trasnoche. Las dueñas de casa también aportaban empanadas caseras para reponer fuerzas.
El aroma de jazmines y glicinas contribuía a la ensoñación del baile y la música.
Siempre había un amague de noviazgo y el cierre dejaba el recuerdo de aquel tango bailado con toda el alma, los giros de los valsecitos, y esas milongas cruzadas en las que se prendían incluso los mayores con sus parejas.
Rodolfo Mederos nos retrotrae en el tiempo, acompañado de guitarra y contrabajo con la milonga de Pedro Laurenz, Milonga de mis amores, ideal para repiquetear la suela y los tacos en el embaldosado.
El bandoneón tiene esa magia única, sin igual que nos enfervoriza y nos arrastra a la pista.
¡Vamos muchachos!
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