El día que Cátulo Castillo le presenta a Sebastián Piana "un muchacho que escribe lindos versos", no sólo sirvió para que entre ambos le pusieran música a un tema del vecino de Cátulo, titulado "El ciego del violín", sino que finalmente se llamaría Viejo ciego y le abriría las puertas del tango al santiagueño Homero Manzi, que en ese año 1926, tenía apenas 19 años. Lo estrenó Roberto Fugazot en el Teatro Nuevo.
Cuatro amigos. Cuatro grosos del tango. Cátulo, Manzi, Piana y Maffia |
Entre Piana y Manzi desarrollarían a partir de entonces una obra clásica, que entraría en el corazón de los porteños y en las partituras de orquestas y cantantes. Renovaron la milonga con temas como Milonga sentimental, Milonga del novecientos, Milonga triste, Juan Manuel, Milonga de los fortines, Pena mulata, Milonga de Puente Alsina, Carnavalera, Papá Baltasar, Betinotti, Y también obras de fuste: El pescante, De barro, Su carta no llegó, Voz de tango, ¡Dale...dale!, los valsecitos, Paisaje, Serenata gaucha, Lluvia y éste que traigo hoy a la página, entre muchos otros temas.
Manzi tenía esa paleta sentimental y lúcida para pintar aquellos paisajes adolescentes que se le quedaron impregnados para siempre en sus retinas. El nombre del valsecito de marras nos ubica en esa parte del corazón de los porteños, en aquellos barrios humildes del sur, donde se reunía la muchachada para comentar el partido del domingo, las últimas noticias, las peleas en la zona, los nuevos vecinos, la piba que los iluminaba... La esquina del barrio.
También esos romances de barrio que era seguidos con ojo y oído atento y se colaban entre los chimentos del día. Las mudanzas que dejaban una estela de vacío. Los recuerdos del veterano que seguían con admiración. La esquina tenía también el aliciente de aquella cita amorosa que se perdería en el tiempo. El noviazgo que envidiaban, un atisbo de cielo en una pompa de jabón. Las costumbres y hábitos en esa zona llena de baches, humilde, de paredes descascaradas donde se mezclaban el azar diario de tantas vidas.
Manzi recorre mentalmente aquellas calles, aquella esquina donde tuvo una novia pasajera que le dejó tanto recuerdo, y la evoca con la fragancia de esos días, dentro de aquel paisaje material de la memoria. Como una alegoría de ese halo nostálgico y crepuscular. Porque en la encrucijada de su remembranza, reviven las lluvias de invierno, los muros pintados, las sombras y sobre todo las inolvidables esquinas porteñas que nunca pudimos olvidar.
te pintan los muros, la luna y el sol,
te lloran las lluvias de invierno
en las acuarelas de mi evocación.
Treinta lunas conocen mi herida
y cien callecitas nos vieron pasar,
se cruzaron tu vida y mi vida
tomaste la senda que no vuelve más.
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