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martes, 24 de junio de 2014

Cadícamo y Cobián

Fueron dos Grandes del tango, con Mayúscula. El poeta y el músico quedaron hermanados a través de aventuras, de noches lungas, copas, damiselas y sobre todo, de páginas que nunca terminan de gotear su carga clásica sobre bailarines y tangueros de la vieja y nuevas guardias. Nostalgias, Los mareados, Carnavales de mi vida, Almita herida, El cantor de Buenos Aires, La casita de mis viejos, Niebla del Riachuelo, Mujer, Piropos, Pico de oro, Shusheta, Rubí, A par y agua, Snobismo, Salomé, son algunas de sus obras en común, que iluminan el vademécum del género.

Cadícamo, que lo sobrevivió largamente, escribió un libro llamado: "El desconocido Juan Carlos Cobián" del que hoy extraigo un fragmento que fue publicado en Página 12. Ilustra muy bien la personalidad de su compinche, ese gran pianista y compositor, amante de la buena vida. Vale la pena.

El desconocido Juan Carlos Cobián 

Por Enrique Cadícamo

 Muy poco tiempo después de su licenciamiento conocí personalmente a Juan Carlos Cobián.
Fue en la suntuosa mansión de antiguos gobelinos, lunas venecianas y valiosos Muranos propiedad de un gentil caballero de cincuenta años, de rostro noble, pálido y liso, como esculpido en el silicato de magnesio con que se hacen las pipas de espuma de mar.
Poseedor de una vasta cultura, cursada en su juventud en el Magdalen College de Oxford, se desempeñaba, en la época que nos ocupa, como Juez de Instrucción en nuestro foro. Por su prudencia al utilizar el Código y la circunspección al interrogar la balanza, se había creado un sólido prestigio de funcionario insobornable y probo.

Nacido bajo techos artesonados y cuna de oro, este aristócrata de rancio abolengo, con muy ponderables dotes de músico talentoso, acostumbraba a reunir, por las noches, en su versallesca mansión, a íntimos amigos del Círculo de Armas –del cual era también socio–; temible jugador de bridge y por el sortilegio de su palabra, un fino causeur.
Tocaba admirablemente el violín, y su cultura musical nutrida de clasicismo lo había facultado con un impecable dominio de técnica que lo ubicaba por su elevada ortodoxia muy por encima de muchos profesionales del arco a quienes invitaba de tanto en tanto a su residencia, dando lugar esto a encantadoras veladas enaltecidas por las voces nobles de su instrumento, uno de los auténticos y escasos Stradivarius existentes en el mundo.

 Este aristócrata, crítico de arte y políglota, que hablaba a la perfección inglés, francés e italiano con la misma facilidad que el castellano, era un infatigable lector de escritores europeos clásicos y contemporáneos, a quienes leía en el idioma original y a algunos de los cuales conocía personalmente.
En su juventud, durante su larga permanencia en París, durante la Belle Epoque fueron sus amigos dilectos el actor Sacha Guitry y los escritores Jean Cocteau, Jacinto Benavente, Eça de Queiroz y Anatole France –este último su huésped, en la corta visita que hizo a Buenos Aires–.
También era amigo del violinista Fritz Kreisler, del Príncipe de Gales y de otras eminencias mundiales, cuyas fotografías autografiadas conservaba en lugares visibles de su valiosa y nutrida biblioteca. Allí también se exhibía, en dorada vitrina, como una reliquia, un estandarte de seda bordado con el escudo de armas, emblema familiar de su noble abolengo.

Este caballero, cuya hermosa sencillez le hacía dispensar a sus mucamos el mismo tono cordial que a encumbradas amistades de su rango, era el doctor Jaime Ll.
A su residencia –Ombú 1222, hoy José Evaristo Uriburu– fui invitado aquella noche por mi ya mencionado amigo y pianista dilettante Julio Rossi, muy allegado al dueño de casa. El conocía a la mayoría de las personas reunidas aquella noche, y me fue presentando en diferentes momentos a jóvenes que con el correr de los años se fueron convirtiendo en mis amigos y cuyos nombres recuerdo hoy con afecto: San Román, Vivot, Repeti, Rocha, Bulterini, Ulibarren; algunos de ellos ya desaparecidos.
Pero mi más agradable sorpresa la experimenté cuando vi aparecer a Juan Carlos Cobian, amigo del juez por afinidad artística, como la mayoría de nosotros. Rossi, sabiéndome admirador del pianista, nos presentó. Yo permanecí observándolo con simpatía, sin quitarle los ojos de encima.
Ahora podía verlo de cerca, sin perder detalles personales, ya que siempre lo había visto a distancia cuando íbamos a escucharlo al L’Abbeyé.

Cobian, de veintiséis años, más que el aspecto de un virtuoso del piano tenía el físico y la apariencia de un apuesto deportista. Su atlética complexión, alta estatura, amplios hombros y espaldas, cuello vigoroso, mandíbula fuerte y dominante, nariz mediana y casi recta con un leve vestigio de púgil, le imprimían recio perfil y atrayente personalidad.
Sus orejas, normales, hechas para el diapasón, de pabellones ligeramente aplanados hasta las cuencas, por efecto de la violenta práctica del boxeo, bien arrimadas a la redondez perfecta de su cráneo poblado de abundante cabello castaño oscuro, peinado pulcramente a la gomina con una impecable raya al costado que parecía trazada con un tiralíneas, su espaciosa frente, su rostro surcado por borradas huellas de una viruela en su infancia, ojos chicos, casi negros y animados siempre por una punzante luz interior, risa fácil, espontánea y ruidosa, hacían de este varonil personaje lo que los yanquis suelen llamar un galán rough (recio).

Juan Carlos Cobián en 1943
 Vestía con elegancia y acostumbraba a usar cuellos de plancha muy altos y almidonados. Era un caballero de la noche muy agradable. A poco de estar conversando con él nos hicimos amigos.
Eran pasadas las dos de la madrugada cuando alguien le recordó que ya era hora de que se sentara al piano. Cobian aceptó gustoso y luego de beber un largo trago de whisky se dirigió a un magnífico piano de cola Götrian Steinway y todos le pedimos que nos hiciera escuchar su último tango, “Shusheta”, editado recientemente por Breyer.
Improvisó unos instantes una imprecisa melodía hasta encontrar la nota azul. Aquello no procedía de las tonalidades chopinianas; era el canto natural de su piano pulsado por el timbre de su mano. Se diría que tenía en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia.
Luego de aquellas fugaces creaciones hizo correr rápidamente el dedo de un extremo a otro del teclado como para ahuyentar esos fragmentos de melodía que había improvisado.
Inmediatamente nos hizo escuchar “Shusheta”, “Almita herida”, su insólito tango “El gaucho”, “A pan y agua”, “La silueta” y por último “Pico de Oro” editado poco después por Breyer, y dedicado a nuestro anfitrión, el doctor Ll. en homenaje a las sutiles distinciones jurídicas, nudos de su lógica y alta elocuencia.
En tales circunstancias conocí personalmente a Juan Carlos Cobián.

Enrique Delfino se desvincula del Cuarteto de Maestros, integrado por Fresedo, Tito Roccatagliata y Agesilao Ferrazzano, que por espacio de varios meses estuvieron unidos con permanente éxito.
Cobian, recién licenciado de la conscripción, es invitado por Fresedo para reemplazar a Delfino, y valido de sus vinculaciones con gente de la élite comienza a actuar en embajadas y residencias del Barrio Norte.
Nuestro pianista, después de su larga relache en el cuartel, volvía ahora a su elemento comenzando a ganar dinero y relaciones.
Aquella tarde de verano de 1922 Osvaldo Fresedo con su sexteto, integrado ahora por Cobian, Alberto Rodríguez (bandoneón), Tito Roccatagliata, Roberto Zerrillo (violines) y Enrique Thompson (contrabajo), sale en tren para Mar del Plata, a inaugurar la temporada del Ocean Club y del Club Mar del Plata; el primero de ellos ubicado sobre la antigua rambla de madera en el ángulo donde actualmente se halla la Confitería París, y el segundo a pocos pasos del Hotel Bristol, en las calles Buenos Aires y Luro.
A pesar de que se trataba de un “tren rápido” y de que nuestros jóvenes se lo pasaron entretenidos en el coche restaurante, aquellas ocho horas de viaje se les hacían interminables, pareciéndoles que aquel convoy se arrastraba con lentitud de oruga sobre aquellos 400 kilómetros tendidos en la vía férrea. Los ventiladores, las ventanillas abiertas y bebidas heladas, no eran suficientes para combatir el sofocante calor que abatía a los pocos turistas que viajaban. El largo flanco de los vagones se veía implacablemente castigado por aquella verdadera borrasca de sol que le daba de plano.
Cuando el tren arribó a la estación de Mar del Plata, en aquel entonces en pleno centro y en la calle San Martín, todavía el sol postmeridiano enviaba sus últimos reflejos.

                                                                                     
La tarde que debutaron en el Ocean Club resultó una encantadora reunión social concurrida por familias y jóvenes que habían interrumpido, podríamos decir, sus conversaciones y flirts en BuenosAires para reanudarlas ahora en Mar del Plata. En una de aquellas magníficas veladas Osvaldo Fresedo estrenó su tango “Sollozos” y Cobián “Mi refugio”, ambos recientemente compuestos y que luego de estrenarlos se convirtieron en el hit de aquella lejana temporada.Cobián, hombre de la noche, jamás gustó de la vida de playa. Se regulaba por ciertos reflejos astronómicos que lo hacían acostar con el sol y levantarse con las estrellas.Antes de iniciar sus tareas en el Club Mar del Plata, que iban de 10 de la noche a 3 de la madrugada, desde el escabel del grill trataba de procurarse alguna aventura con las tantas mujeres bonitas y a la moda que concurrían al elegante local.

Las admiradoras de su piano terminaban siéndolo también de su simpatía personal.
El joven pianista, ataviado de elegante smoking, con su abundante pelo negro y lacio, peinado siempre pulcramente a la gomina y esa pose sin estudio con el vaso de whisky en una mano y su eterno cigarrillo en la otra, tenía el aire de los jóvenes artistas perdidos en mala compañía y eso era justamente el detalle sugestivo que agradaba de entrada a las mujeres, las que no cesaban de pedirle que ejecutara sus tangos y con ellos demostrarle la admiración por su arte.
Finalizada aquella brillante temporada marplatense, regresan a Buenos Aires, donde Osvaldo Fresedo lo lleva a grabar con él al sello Victor, una serie de tangos, entre los que subyugó por su alta inspiración el titulado “Snobismo”.
Volvía a entrarle dinero en sus bolsillos, que se le disipaba en sus manos apenas lo recibía.

Fresedo, admirador de Cobian, conociendo su capacidad artística, lo lleva a inaugurar un local lujoso que se hallaba en los subsuelos de la Galería Güemes: el Abdulla Club. El sexteto estaba integrado por los mismos músicos con los que había actuado en Mar del Plata, con excepción de Zerrillo, suplantado eficazmente por Manlio Francia. Aquella noche del debut fue casi una privé, magnífica fiesta social a la que concurrió un nutrido grupo representativo del gran mundo porteño compuesto por damas y caballeros de la élite.
Ahí se estrenan sus tangos titulados “Mujer”, “La silueta” y “Biscuit”. El primero de ellos dedicado a Dorita A., distinguida dama de rango social con la que mantenía un impetuoso romance. Su predilección por estas amistades de abolengo le había hecho pensar muchas veces “si no habría también algún aristócrata en su familia”.
Ahora arrendaba un departamento en la calle Lavalle, junto al cine Paramount, en el que no faltaba su piano de cola. Julio De Caro era uno de sus más asiduos visitantes.
Aparte de los verdaderos claros que iba abriendo en el ambiente en encumbradas damas ligeramente otoñales, que se sentían atraídas por el pianista de moda, bajando algunos peldaños en la escala social, mantenía relaciones con Concepción A., una cupletista española quince años mayor que él, que actuaba en salas de “varieté” y cuya fama era un débil resplandor artístico que no llegaba a la gloria.

  A pesar de esto, su holgada situación económica le permitía vivir una vida de artista digna y decorosa, en compañía de sus dos jóvenes hijas, una de las cuales, Conchita V., que había heredado las dotes artísticas de la madre, era una discreta bailarina y cantante internacional. Su otra hija, la mayor, Pepita, era también bailarina, casada con un joven de nuestro ambiente artístico, Roberto R., con el que al correr de los años y de sus múltiples tareas de actor, músico, periodista y cineasta, nos fue uniendo hasta la fecha una fraternal amistad.
Estas cuatro personas unidas por afectuosos lazos familiares vivían en un confortable departamento en Lavalle al 1100, que Cobian frecuentaba, recibido con manifiesto cariño.
Aunque la cupletista era mayor que él y carecía, a pesar de su gran simpatía, de esa belleza que siempre buscó como adorno el hedonismo del pianista, éste, declarado admirador del arte y el encanto otoñal de ella, retribuía a su manera, sin extremarlas, aquellas demostraciones de afecto. Durante siglos, desde Platón a Kant los hombres se han preguntado qué es lo bello.
Concepción A., enamorada pero también algo desilusionada de la conducta irregular de aquél, un día resolvió firmemente, por amor propio, poner término a aquellos amores que tan sólo le proporcionaban desavenencias, celos y muy contadas veces alegría. Entonces, para poner distancia entre ambos, proyectó un imprevisto viaje a los Estados Unidos a fin de serenar su corazón y tentar suerte con su arte y con el de su hija, en los teatros de habla hispana de New York; era la fórmula dolorosa pero segura para romper los crueles lazos sentimentales que la amarraban al mundano pianista.

A fines de noviembre de aquel año, Fresedo finalizaba su actuación en el Abdulla, marchándose a Mar del Plata para inaugurar una temporada veraniega.
Cobian, que había comenzado a sentir su importancia profesional y barajaba el deseo de ser también director de orquesta, permaneció en Buenos Aires, y con su inseparable Tito Roccatagliata y Luis Petrucelli formó un brillante trío, con el que pudo fácilmente debutar en pleno verano en la sala del Casino Pigall.
Al poco tiempo, cuando se aproximaron los bailes de Carnaval abandonó aquellas tareas para amenizar con sus dos músicos las selectas veladas del Club Atlético San Isidro.
La cupletista se hallaba en vísperas de partir a Nueva York. Sentía un doloroso desmembramiento al separarse de su amante, y el día de su partida, con lágrimas de arrepentimiento y a punto de renunciar al viaje que iba a emprender, le rogó al músico que tan pronto como pudiera se embarcara para Nueva York, donde ella lo esperaría, segura de que en aquel país, con su habilidad de maestro, no le iban a faltar oportunidades de trabajo.
Casi cuando se iba a levantar la planchada del lujoso trasatlántico americano Western World en el que se embarcaron, llegó el pianista a despedirlas, prometiéndoles, con los abrazos finales, que en un futuro cercano les llevaría la sorpresa de su llegada.
Mario Borgioni, gerente del Abdulla Club y admirador de Cobian, quiso darle una chance a su amigo el pianista, sabiendo que podía ser el candidato artístico más indicado para hacer digno pendant con aquel ostentoso night club.
Lo mandó a llamar a su escritorio, que funcionaba en la trastienda del Abdulla, proponiéndole formar un conjunto para debutar en la temporada que ya se venía encima (1923).
Ese mismo día el compromiso quedó establecido sin necesidad de papeles firmados. En aquel tiempo los compromisos verbales entre artistas y empresarios eran respetados documentos.

De inmediato Cobián forma su propia orquesta, integrada por músicos de jerarquía como lo eran Julio De Caro, Agesilao Ferrazzano, Pedro Maffia, Luis Petrucelli y Humberto Constanzo.
Francisco De Caro, joven y ya excelente pianista en aquel entonces, me contaba hace muy poco tiempo, sonriendo desde su lejano recuerdo, que solía ir a visitarlos al Abdulla y que su amigo Cobián casi siempre lo invitaba cariñosamente a tocar una vuelta, mientras bajaba a saludar en las mesas a su gente amiga, haciendo con este protocolo un poco de relaciones públicas.
En uno de los intervalos, uno de los copropietarios del local que se hallaba rodeado de distinguidas damas y caballeros en la mesa de su palco, don Carlos Alfredo T., lo invitó para brindar con una copa de champán por su espléndido debut y por sus inspirados tangos.
Con aquel exitoso debut, al que había asistido lo más selecto del Buenos Aires nocturno y elegante, Cobián había ascendido verticalmente a la popularidad como pianista, director y compositor genial.
En aquella sala estrenó “Almita herida”, quizá la muestra más pura de su genio.
Ha transcurrido casi medio siglo desde entonces y su melodía permanece inalterable, actualizada, viva, recién hecha, como si su autor la hubiera concebido para futuras generaciones.
Otra pequeña joya, como la mayoría de sus tangos, de una originalidad y una poesía que eran como el sello de su propia alma, es el que tituló “Mario”.
Este tango, dedicado a su amigo Mario Borgioni, tiene una significativa anécdota que me fue referida muchos años después por mi excelente amigo Pancho Lomuto y que es como sigue:
En oportunidad de hallarse en el Abdulla Club mi mencionado amigo y Francisco Canaro, escuchando a Cobián ejecutarlo ante su sexteto de maestros, mientras dejaba caer de tanto en tanto desde su piano algunas hermosas piedras de colores, Canaro, pretendiendo encontrar faltas en la tercera parte del mismo, que es justamente en la que se encuentra un inspirado pasaje resuelto con una lírica lluvia de modulaciones, le dijo a su inseparable amigo Lomuto: “No sé por qué este Cobian escribe estos tangos...”. Lomuto, que era ferviente admirador del pianista, le respondió: “Porque no hay ninguno que los escriba...”.
Esta incomprensión de Canaro en materia de tangos, por todo lo que fuera de buen gusto, demostraba con claridad meridiana la causa por la cual jamás tomó en cuenta la obra de Cobian.
Aquellas brillantes actuaciones en el Abdulla Club fueron el trampolín que lo impulsó justicieramente a dar el gran salto con esa misma orquesta para efectuar una serie de grabaciones del sello Victor, entre las que figuraban “Mala racha”, de su amigo Remo Bolognini, “Mujer”, “Piropos”, “Una droga” y otros inspirados números.
Para darle mayor calidad reforzó la cuerda de su conjunto con violinistas de alta relevancia como lo eran Lorenzo Olivari, Eduardo Armani y los hermanos Bolognini, años después uno de ellos, Remo, primer violín de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Aquellos discos tan pronto salían a la venta eran agotados por el público.
En aquellos años Cobián era el intérprete de oro del tango.


Las sagradas vacas gordas habían llegado felizmente para él. Le entraban grandes sumas de dinero que empleaba para arreglar con muebles y objetos de arte el confort de su departamento, hacerse cortar sus trajes y smoking con los mejores sastres de Buenos Aires, mandarse a confeccionar camisas de seda, comprar en Brighton corbatas importadas, guantes, galeras, bastón y todo aquello que ahora le exigía su vida mundana. Su frivolidad no le hacía escatimar gastos. Invitaba a lujosas amigas a comer en el restaurante Odeón y se codeaba con aristócratas, ya que su fama de artista del tango le abría sin retaceos las puertas residenciales de sus encumbrados admiradores. El tango era ya en la sociedad porteña un personaje bien mirado y recibido con mucha simpatía.

Continuaban llegándole cartas de Nueva York de su amante, por la que continuaba experimentando un grato recuerdo. En ninguna de esas cartas dejó de pedirle la cupletista que se reuniera con ellas en Nueva York. La distancia había hecho más fuerte su cariño y siempre terminaban las cartas rogándole que fuera.
Cobián contestaba, sin abundar en frases cariñosas, pero prometiéndole que algún día no muy lejano embarcaría para aquel país.
Mientras tanto, diversas aventuras galantes giraban en torno del Chopin del tango.
Siempre desplazándose dentro de una nueva tentativa de amor con alguna vedette, o el capricho fugaz con alguna de esas jovencitas de reciente entrega, arrojada a la galantería de la noche, o a la afortunada conquista de una high class, que desde un palco del Abdulla le hacía llegar su tarjeta con dos líneas: “Venga a verme una tarde. Casi siempre estoy sola y adoro sus tangos”.
Las mujeres se prendían en su corazón como los carteles pegados a los muros, pero él era una sombra que pasaba sobre el amor.

En aquel mundo elegante, frívolo y rico, a veces se escapaba a una cervecería o alguna cantina de Carabelas para sentirse rodeado de la cálida atmósfera bohemia que lo había sostenido hasta entonces.
Eran dichosos años de trabajo y prosperidad. Períodos de comodidad material, aunque su imprevisión le hacía imposible conservar la menor suma de reserva.
Como no era un principiante en la bebida, le gustaba beber sin que jamás el alcohol le hiciera perder su compostura de caballero.
No admiraba a Cartago, que prohibía el vino a los dignatarios durante el año que ejercían sus cargos, pero por haber leído que Sócrates se ganó la palma entre los bebedores, simpatizaba con el filósofo ateniense.
Con unas copas y con la música, el pianista recomponía la unidad de su vida ideal.
Vinum et musicam laeficant cor
Por aquello de que la distancia es como el viento que apaga una vela pero agiganta un incendio, el amor de Cobian y el de la cupletista se convirtió en hoguera.
Las cartas que ella enviaba desde el Norte y que él contestaba desde el Sud, dieron como resultado el viaje del pianista a Nueva York.   
                                                                     
Cobián, que era el hombre menos informado del mundo, se enteró con desilusión de que en aquel país lo esperaba un fuerte inconveniente: la resistida Ley Seca, implantada en aquel tiempo en los Estados Unidos. Esto era sin duda para su deseado viaje el golpe de gracia.
Sin embargo, pensándolo mucho, llegó a la conclusión de que en aquel país de millones de almas y dólares no podía estar todo a favor de la implacable ley.
Se decidió al fin. Por primera vez en su vida consiguió reunir una estimable suma de dinero, producto de una nutrida serie de grabaciones extras y de sueldo como director del sexteto del Abdulla.
Vendió piano y muebles de su departamento de la calle Lavalle, lo sumó todo al otro dinero y comenzó a preparar maletas, en las que metía su smoking, verdadera arma de trabajo, trajes, corbatas, zapatos y los manuscritos de varios tangos suyos.
Unos cuantos días antes de ausentarse, desintegró su conjunto y dejó en manos de su amigo Julio De Caro el souvenir aún manuscrito en lápiz de su último tango, titulado “Viaje al Norte”, que ya había grabado con su orquesta.
En ese tiempo el Abdulla cambió de nombre y comenzó a llamarse Florida Dancing, lo mismo que el Royal Pigall, al que ya se había denominado Tabaris.
Cobián ya tenía en sus bolsillos un pasaje en el lujoso transatlántico norteamericano Southern Cross en first class y cuarenta mil pesos argentinos convertidos en dólares. Una pequeña fortuna para un bohemio.

En aquel entonces los barcos zarpaban muy temprano. A las 8 de la mañana –-hora intempestiva para la mayoría de los músicos, enemigos de los madrugones– muy pocos eran los que habían concurrido a la dársena para despedirlo. Tan sólo fueron tres de sus tantos amigos, los que habían preferido no acostarse esa noche para acompañarlo hasta las 8 horas que salía el barco. Estos eran Julio De Caro, Luis Petrucelli y Pedro Maffia, quienes luego de fraternales abrazos lo vieron subir a la planchada.
Confundidos en la dársena, entre la gente que despedía a los otros viajeros, los tres amigos luego de enviarle los últimos saludos agitando sus sombreros se marcharon sin esperar la lenta salida del transatlántico.
Media hora después, cuando el navío con fuertes pitadas ordenaba a los remolcadores que lo fueran sacando del muelle, Cobian permanecía algo sentimental, fumando apoyado en la baranda del deck.
Contemplaba aquel Buenos Aires que pronto quedaría atrás, en la línea indecisa del horizonte pero escarbando siempre en su corazón.
Un sol de invierno que lo envolvía todo con su torbellino de luz antemeridiana, filtrándose entre la fulígene de las chimeneas humeantes de los barcos, lo despedía aquella mañana de julio de 1923.

-Y para iluminar este fragmento del libro, otro bahiense y amigo, Carlos Di Sarli, nos deja Mi refugio, el tango de Cobián , que grabara con su orquesta el 18 de abril de 1941. Exquisitez.

Mi refugio - Carlos Di Sarli

lunes, 23 de junio de 2014

Troilo y Gobbi

Fueron amigos en la bohemia inicial y lo siguieron siendo hasta el final de Alfredo. Su triste final. También los unió la ternura de ambos y el coloquio perpetuo con la luna en aquellas madrugadas interminables. El primer y magistral pianista de la orquesta de Pichuco fue Orlando Goñi, compañero de aventuras de Alfredito Gobbi, en su corta vida.

Alfredo fue el músico con quien tuve más conexión y con quien más intimé pese a mi corta edad, en la etapa del aprendizaje, de los primeros pasos noctámbulos. Gobbi me hablaba de Pichuco con ese cariño que sentía íntimamente por sus amigos. Estuvieron juntos en el recortado Sexteto Vardaro-Pugliese. Éste último, incluso, mantuvo tanto con Troilo como con Gobbi un cariño sentido y devuelto por aquellos.

                                     

Es una de las facetas que más valoro en el tango. Pese a la necesaria y fundamental actitud de rivalidad entre las orquestas, la mayoría de los directores fueron amigos entre sí, y hay muchos ejemplos en el sentido de los consejos o ayudas que se prestaron entre todos ellos. Incluso llegaron a fundar el Sindicato de autores y compositores y el de Directores de orquestas, gracias a esa solidaridad que redundó en beneficio general.

Troilo y Gobbi amasaron sus ganas a la par, aunque Alfredo fue el último en tener orquesta propia después de pasar por varias formaciones, incluso la brillante de Pedro Laurenz. Con la melancolía por todo aquello que se lleva el paso del tiempo, los escucho a ambos en el disco, que me devuelve la imagen de uno y otro.

Y esta foto ilumina el blog. Están Alfredito Gobbi y Enrique Mario Francini, tocando en un evento con la orquesta de Pichuco. Y Héctor Varela baja los escalones para incorporarse el conjunto donde están los músicos habituales de Troilo como Domingo Mattio o Hugo Baralis, que se marchó de la orquesta junto con Goñi, cuando Pichuco se cansó de la indisciplina del pianista.

                                        
El violín de Gobbi con su dramatismo melódico era el complemento ideal para ese estilo troileano que el Gordo manejó con brillo y convicción. La amistad y admiración entre ellos, también entronca por el deslumbramiento que sintieron ambos y Pugliese por el revolucionario Sexteto de Julio De Caro. Incluso el Gordo tocó en una gran orquesta que formó De Caro para tocar en el Luna Park en 1932, como se ve en la imagen de abajo.


 Arriba de izq. a der. VicenteTagliacozzo, José Sciarreta, Sammy Friedentahl, José María Rizzutti, Calixto Sallago, Aníbal Troilo , Alejandro Toto Blasco y Antonio Rodríguez Lesende. Abajo: Vicente Sciarreta, Francisco De Caro, Julio De Caro, Pedro Laurenz, Armando Blasco y José Nieso.

Alfredo Gobbi murió con 53 años apenas, hundido física y moralmente por la bohemia incurable que lo fue matando. Troilo le dedicó su tango Milonguero triste grabado con su orquesta el 19 de enero de 1965, cuatro meses antes del triste final de aquel. El lirismo que siempre manifestó Gobbi con su música, la traslada Pichuco a su composición- homenaje que vuelve a grabar, esta vez con su cuarteto, el 30 de julio de 1969.

Es esta última la versión que podemos escuchar a continuación. El cuore de Pichuco se expresa con el fueye, llorando por la partida de su amigo.

02- Milonguero triste - Aníbal Troilo y su cuarteto

sábado, 21 de junio de 2014

Quimera

Este bello tango, de autores uruguayos, ha tenido pocos intérpretes, aunque la grabación que del mismo realizara Carlos Gardel en 1933, le asegurara su lugar en la historia. El autor de la letra fue Roberto Aubriot Barboza, periodista, poeta,  y alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay.

Se convirtió en  amigo de Gardel y lo recibió varias veces en su piso de la calle montevideana Soriano número 936. El Morocho, que lo llamaba "El Gordo Aubriot", le grabó seis temas suyos: Incurable, Como la mosca, El quinielero, Juventud, As de cartón y el que da título a esta página. Los dos últimos fueron musicalizados por el cantor y guitarrero Luis Viappiana conjuntamente con el violinista y cantor de Paysandú, Juan Manuel González Prado.

                             
Aubriot, arriba izq. Abajo Gardel y Leguisamo.

Este último supo actuar con Eduardo Arolas en Montevideo, formó también un dúo criollo con Viappiana, cantó incluso y le pasó estos temas suyos a Gardel para que pudiera cantarlos y grabarlos. Viappiana por su parte fue cantor, también fue locutor de radio, además de componer.

                                           
Arriba Vivas, Gardel, Barbieri. Abajo: Riverol y Pettorossi. 1933

Gardel grabó Quimera el 2 de noviembre de 1933, acompañado por sus guitarristas Barbieri, Pettorossi, Riverol y Vivas. Una versión realmente hermosa y el historiador uruguayo Horacio Loriente, refiere al respecto una sabrosa anécdota que lo pinta de cuerpo entero al gran cantor. Al respecto, con mucha gracia, Luis Viappiana revelaba esa pequeña anécdota que, palabras más o menos se concentra así:

-Una mañana de noviembre de 1933, un puñado de amigos uruguayos esperábamos en el puerto el arribo del vapor Conte Biancamano, que conducía a Gardel a Europa. Al aproximarse la nave al muro, desde la baranda, Carlitos, haciendo exagerados gestos como retorciéndose un imaginario bigote, en medio de una amplia sonrisa, me decía: "¡Quimera quedó así!".

El Paya Díaz cantando en la orquesta de Horacio Salgán
Quince años más tarde, la Orquesta de Florindo Sassone, revive el tema y lo graba el 11 de mayo de 1948, con la impagable voz de Ángel Díaz, el "Paya", que acababa de cumplir los veinte años,  y realiza una hermosa versión de este tema.

Es la única grabación que hizo con Sassone, en la que militaba desde sus 19 juveniles años, junto a un Jorge Casal que estaba asaltando la fama. Ángel Díaz tuvo que abandonar momentáneamente la orquesta y el canto, porque le tocó el servicio militar.

                       
                                 
Volvería en 1950, el crédito de Nueva Pompeya, enrolado en la orquesta de Alfredo Gobbi y compartiendo rubro con Jorge Maciel.Y de allí pasaría a la de Horacio Salgán en la que debutaba Roberto Goyeneche, que siempre agradeció los consejos del Paya y lo consideró como un maestro suyo, aunque la categoría que ya mostraba de arranque permitían vislumbrarle un futuro luminoso.

Vamos a arrancar el fin de semana escuchando estas dos luminosas versiones. La del fundador de la saga cantora del tango, Carlos Gardel con sus guitarras y la de Ángel Díaz con Sassone. Muy groso...

 01- Quimera - Carlos Gardel

Quimera- Ángel Díaz-Florindo Sassone


uel Montevide

jueves, 19 de junio de 2014

Corazoncito

Este hermoso tango que consagró Carlos Gardel en 1928, lo ideó Rafael Rossi en su bandoneón para complacer el pedido de un amigo, en Mar del Plata, mientras actuaba allí con su conjunto. Y sucedió que lo estrenó la orquesta de Serapio Urquía en la bella ciudad atlántica aquel verano, en forma instrumental, y fue tan bien recibido que debieron bisarlo varias veces a pedido del entusiasta público y bailarines.


 Serapio Urquía era un vasco que llegó empujado por la casualidad a Mar del Plata dirigiendo la Orquesta de una Compañía de Ópera, por la inauguración del Teatro Odeón. Está considerado como el precursor de la cultura musical en Mar del Plata, y así reza en su tumba. Nació en el municipio vizcaíno de Mallabia, enclavado en las faldas del Monte Oiz, de marcado carácter rural. Siendo un jovencito ya era integrante de la Orquesta del Teatro Colón como violinista e incluso actuó en la misma dirigido por Arturo Toscanini, nada menos.

Serapio Urquía
                                               

Como concertista y primer violín inauguró Radio El Mundo bajo la dirección del maestro Juan José Castro y posteriormente, actuaría en la emisora. Pero su paso por Mar del Plata lo marcaría para siempre, ya que allí había encontrado al amor de su vida, con quien se casaría y por ello se radicaría en la ciudad balnearia.  Dirigió la Orquesta Municipal de Mar del Plata desde 1937 a 1944. En 1943 compuso la Canción de Mar del Plata que sigue vigente para los oriundos de la ciudad.

                        


El amigo de Rafael Rossi se llamaba Remo Sanchioni y agradecido  le regaló al bandoneonista de Mercedes un alfiler de corbata de oro y cien pesos de aquella época, un dinero importante. Todo esto nos lo recordaba el buenazo de Rafael en Radio del Pueblo, muchos años más tarde cuando fuimos a verlo con un amigo de la misma ciudad que estaba radicado en Buenos Aires y cuyo padre había sido compañero de aventuras juveniles en la ciudad del oeste bonaerense. El padre de mi amigo era guitarrero y cantor y compartió algunas actuaciones con Rossi por aquella zona.

José Rial que era de mi barrio de Parque Patricios, y a quien Gardel le grabó nueve obras, solía caer los sábados al boliche montado en su sulky, para tomar el vermouth con sus amigos. Allí paraba también mi hermano y yo lo seguía, ansioso por hacerme mayor. Rial contaba que le puso luego letra a dicho tango, al acercárselo Rafael, y que Gardel se entusiasmó cuando lo escuchó entero.

                                           
Gardel con José Ricardo (izq) y Guillermo Barbieri
Rossi le "pasaba" algunos temas al gran cantor y tenía una gran amistad con Gardel que le grabó nada menos que 17 obras suyas. Y registró de inmediato este hermoso tango, acompañado por las guitarras de los negros José Ricardo y Guillermo Barbieri.  Roberto Firpo lo pasaría al disco el mismo año, cantando Teófilo Ibáñez el estribillo.También lo haría en ese 1928 Osvaldo Fresedo pero en forma instrumental. Y el 5 de diciembre de 1945, lo grabó Ricardo Tanturi con la voz de otro cantor de Parque Patricios, Roberto Videla (Antonio Genaro De Tomaso), cuyo padre había alternado con José Rial en algunas fiestas del barrio.

Los invito a escuchar las versiones de Roberto Firpo-Teófilo Ibáñez y la de Tanturi-Videla.

Corazoncito- Teófilo Ibáñez / Roberto Firpo

 19- Corazoncito - Tanturi-Videla






martes, 17 de junio de 2014

Homenaje a Pichuco

Como les adelanté en el Blog, este miércoles 11 de junio pasado, le rendimos un homenaje al Centenario del nacimiento de Aníbal Troilo, en el Teatro de la hermosa Casa de Vacas, en el Parque madrileño del Retiro. El mismo estuvo organizado por la Embajada Argentina en Madrid, en colaboración con Casa Argentina, el Colegio Mayor Argentino y el apoyo de tres Bodegas.

                                 


Fue una cálida tarde-noche de reencuentro con el mítico autor de Sur o Responso y símbolo de la porteñidad por todo lo que nos hizo vivir., por su sentido de la amistad, por su querencia noctámbula, rodeado por tanta gente que él quería. Tuve la suerte de poder conducir el espectáculo y por la fortuna de conocerlo y chamuyar varias veces con él, la invitación me produjo esa satisfacción interna de volver a revivirlo una vez más.

Pero fueron los músicos quienes los trajeron con sus composiciones para deleitar al público que colmó las instalaciones -quedó gente sin poder entrar-, quienes lo devolvieron con la magia de esos compases tangueros escritos por Pichuco. Responso, por ejemplo,  fue  espléndidamente ejecutado por Marcelo Raigal en el piano, la dirección y los arreglos;  Fernando Fiszbein en bandoneón, Nicolás Quintela en contrabajo y Viginia González en el violín. Realmente muy buenos músicos, que merecieron de largo el reconocimiento espontáneo de los espectadores y de todos nosotros.


Bailaron dos parejas que fueron muy aplaudidas por sus interpretaciones. Juanma y Natalia, en la imagen de arriba y Jorge y Andrea que están en la de abajo.


En un homenaje a Troilo, no podía faltar la guitarra. Pichuco siempre la consideró como una parte importante del Tango, ya que en los tríos primitivos fundadores del género, siempre había una guitarra junto al violín y a la flauta, antes que llegasen el piano y más tarde el bandoneón. Y acompañaron a los grandes cantores de la historia. Pichuco tocó en dúos, tríos o cuartetos con Roberto Grela, Edmundo Zaldívar (h), Ubaldo De Lío y al final con Aníbal Arias. Y acá estuvo Il faut Tango dúo, recién llegados de Argentina, integrado por Marcos Martignano y Flavio Romanelli que interpretaron dos temas de Pichuco. El valsecito Romance de barrio y el tango A la Guardia nueva.


 Las voces fueron, en primer término las del cantor rosarino Juan Delgado, que interpretó Lo que vos te merecés, La última y la milonga El conventillo

Aparte de presentar a los diversos artistas que actuaron en la fiesta-homenaje, pude rendir mi tributo a Pichuco, recitando el poema que le dediqué en su día: Dogor (Una semblanza de Pichuco), que está compuesto en lunfardo, que era la sublengua que usaba Troilo en la parla diaria. Incluso le gustaba mucho hablar al revés, sellar apodos o acortar las palabras. 


Graciela Giordano le puso su contrastada voz de cantante a los temas Toda mi vida, Sur y La última curda. Incluso al final fue un placer escucharla en el bello poema de Humberto Constantini: Pichuco, al que Marcelo Raigal le adaptó música de tango. Resultó todo un golazo. Además Graciela fue la autora del guión y de la organización general.


Se pasó un video-reportaje de Antonio Carrizo a  Aníbal Troilo y se cerró la función con la ejecución por parte de la orquesta, del tango de Mariano Mores y José María Contursi: La calesita, que cantaron a dúo Graciela y Juan, yo recité los versitos, el inicial y el final (hechos por Ángel Cárdenas) y bailaron las dos parejas. Muy bueno.




Y finalmente fui presentando uno por uno a todos los participantes en el Homenaje, que fueron muy aplaudidos, incluso Nestor Cprinter, autor del audiovisual que le dio realce a la fiesta y Mariano Natucci que manejó las luces y el sonido

Acá están los artistas saludando al público en la despedida.


De izq. Juan, Marcelo, Juanma, Virginia, Graciela, Fernando, Andrea, Jorge, Jose Ma., Flavio, Nicolás, Natalia y Marcos.





viernes, 13 de junio de 2014

Troilo y Di Sarli

Se admiraban mutuamente y Pichuco no dudó en decirlo públicamente en cada oportunidad que le preguntaron sobre la mejor orquesta: "Ponga Di Sarli y se acabó. Es la más grande, la mejor, la más maravillosa para bailar y para escuchar".

Troilo era amigo de Pugliese, de Gobbi, a los cuales quería mucho, habían sido compañeros y pensaba de ellos algo parecido, que eran directores de grandes orquestas. Pero Di Sarli le llegaba muy adentro e iba con Zita al Marabú para bailar, cuando el maestro de Bahía Blanca tenía su reducto en esta sala de la calle Maipú, donde Pichuco había debutado con su orquesta, en 1937.

                                      
Biagi, Calabrese, Jose M. Contursi, Vitale, Troilo, Bucino, Leguisamo, Zita y Adolfo Carabelli

Por su parte Di Sarli, que era muy reservado y no frecuentaba los círculos noctámbulos por los que desfilaba la bohemia de los años dorados del tango, tenía un gran cariño por Troilo y se iba a sentar a su mesa en los descansos de la orquesta. En cambio con D'Arienzo mantenían una antipatía mutua, aunque no lo hicieran público, para el comentario de la gente y la prensa.

Julio Jorge Nelson presenta a Rivero, Troilo, Di Sarli y Pepe Corriale, gran baterista.

Ángel Vázquez había sido el representante y hombre de confianza de Di Sarli y con el tiempo se convirtió en gerente de publicidad del Diario la Razón, en el que yo trabajé durante 12 años. Y mantenía una muy buena relación con él, incluso a veces íbamos a tomar un café en el boliche que estaba junto al periódico, o al Tortoni que quedaba a unos 60 metros.

También compartimos buenos momentos con su familia y sus hijos en un Balneario de Punta Mogotes, en Mar del Plata, adonde concurrían muchos futbolistas, periodistas y entrenadores, y al cual yo había ayudado mucho a crecer porque mandaba notas desde allí mismo mencionando a ese hermoso lugar. Precisamente allí inventaría un espacio que haría suceso en el Diario: Lo bauticé: "Dialoguitos en la arena" y ya en Buenos Aires lo retitulé: "Dialoguitos en el asfalto". La familia de Vázquez y él mismo, eran todos hinchas de River y les gustaba que les explicase cosas vinculadas al club de Núñez y a sus futbolistas.

                                           


Y Vázquez me contó que esa manifiesta antipatía de Di Sarli  con "El Rey del compás", nació en Radio El Mundo donde ambas orquestas eran gran atractivo de la emisora. Resultó que una mañana Di Sarli estaba ensayando con su conjunto en una sala de la misma y D'Arienzo al pasar comentó con unos músicos suyos que "Esa orquesta, con esta clase de sonido no va a llegar nunca a nada". Se lo contaron al aludido y jamás le perdonó tales palabras.

En cambio, "con Pichuco era algo fraterno, mutuo. Se admiraban y se tenían un gran cariño y respeto profesional" me explicaba. Además Troilo manifestó públicamente su adoración por el sonido de la orquesta de Di Sarli y esas cosas distintas que hacía con sus manos en el piano. "Una especie de campanitas melodiosas que te iluminan. Te dan ganas de bailar", decía el Gordo.

Pichuco bailando con Zita

En realidad, Pichuco fue amigo de todo el mundo. No tenía celos ni envidias. Incluso con D'Arienzo mantuvieron una estrecha amistad, y reconocía que había sido la orquesta que con su empuje levantó el tango en momentos en que  el género estaba alejado del gusto del público. Y no vaciló en ir a reforzar su línea de bandoneones cuando éste lo llamó para unas grabaciones.

D'Arienzo, Troilo y Razzano en un festejo en la Radio

Antonio Carrizo, con quien trabajé en Radio El Mundo,  me contó que intentó con mucha diplomacia mediar entre D'Arienzo y Di Sarli, pero fue el mismo Troilo quien le dijo. "Dejalo así", para evitarle problemas.  Y con esas dos palabras, el "Lunguito", como le llamaba Pichuco al gran locutor, prefirió quedarse quieto.

Troilo se había quedado prendado de la versión que había conseguido Di Sarli con el maravilloso tango de Eduardo Arolas: La trilla. Durante años tuvo la tentación de incorporarlo a su repertorio, pero lo frenaba aquella intepretación milonguera del hombre de Bahía Blanca en el cuarenta. Finalmente, le pidió a Raúl Garello en 1969 que le hiciera un arreglo y así lo grabó el 12 de agosto de 1969.

Dos versiones distintas, pero geniales ambas. Di Sarli lo grabó el 15 de febrero de 1940.

Atenti:

La trilla - Carlos Di Sarli

187- La trilla- Aníbal Troilo

martes, 10 de junio de 2014

Homenaje a Pichuco

Con motivo del Centenario del nacimiento de  Pichuco, que se cumplirá el próximo 11 de julio, por iniciativa de la Embajada Argentina en Madrid y Casa Argentina, le haremos un homenaje mañana, 11 de junio, en la hermosa Casa de Vacas del Parque del Retiro, en Madrid. El aforo está completo desde hace varios días, por lo cual no es aconsejable intentar conseguir una entrada. Eso sí, podrán ingresar al final del espectáculo aquellos que quieran disfrutar de la milonga posterior en la terraza.

                                                

Actuarán cantantes, orquesta, parejas de bailarines, dúo de guitarristas,  y a mí me tocará el papel de conductor del acto. Además recitaré un poema que le dediqué a Pichuco. Graciela Giordano por su parte, además de cantar, es la directora del espectáculo.

A los tangueros nos place muchísimo comprobar este reconocimiento mundial a los valores de Aníbal Troilo y la sucesión de homenajes que se le están brindando en diferentes ciudades y sitios de tango. Todo lo que fue sembrando lo está recogiendo 39 años después de su alejamiento definitivo de este mundo.


Pichuco a los 10 años, de centrehalf en la línea media de Defensores de Palermo, junto a Tito y Yacumín, ése que cita en su recordado poema, Nocturno a mi barrio:

Pero yo me lo acuerdo así:
con Yacumín, el carbuña de la esquina,
que tenía las hornallas llenas de hollín
y que jugó siempre de jás izquierdo
al lado mío, siempre, siempre...
tal vez pa'estar más cerca de mi corazón....

Y así establecía el paralelo entre el tango y el fútbol: "El fuelle me atraía tanto como una pelota de fútbol. La vieja se hizo rogar un poco, pero al final me dio el gusto y tuve mi primer bandoneón: diez pesos por mes en catorce cuotas. Y desde entonces nunca me separé de él".

De entre la parva de recuerdos que me trae Pichuco, me centro en aquel momento que decide buscar un cantor para acompañar a su único vocalista que era Fiorentino. Era el año 1942, cuando varios amigos le insistieron con la posibilidad de incluir a Roberto Rufino, que había marcado unos momentos fabulosos con Carlos Di Sarli y de cuya orquesta se había separado momentáneamente.

Abíbal Troilo y Alberto Marino

Estaba entonces cantando con la orquesta típica de Emilio Orlando y allí fue con su representante, Elvio Vitale, a escucharlo y hablar con él. Y justo cantaba esa noche otro cantor de 22 años, sin pedigrí que a Troilo le llamó mucho la atención, era el tanito Alberto Marino (Vicente Alberto Marinaro). Luego de escuchar atentamente a ambos con su oreja infalible, le dijo a su acompañante.

-Vitale, arregle con el morochito (que era Marino)

Fue un cantor que marcó toda una época de Pichuco y al que Alfredo Gobbi apodaría: La voz de oro del tango. El 5 de abril de 1942, debutaría con Aníbal Troilo en el Tibidabo en medio de una gran expectativa y lograría éxitos en fila con los temas que iría estrenando. Luego de cuatro años de estar con Pichuco decidiría independizarse, lanzado a toda carrera hasta el estrellato.

                  


Lo recuerdo con la orquesta de Pichuco en este entrañable tema del propio Troilo y José María Contursi grabado del 28 de noviembre de 1946: Mi tango triste.

07- Mi tango triste- Troilo-Marino