Iba a ser en España donde, precisamente, habría de unirme con otra de mis guitarras predilectas, la que perteneciera hasta entonces al maestro Andrés Segovia.
Había ido a la famosa Casa Ramírez a ver instrumentos, con la idea de comprar uno. Sin embargo, ninguno de los muy buenos que veía terminaba de satisfacerme porque, desde siempre, en la Argentina hemos sabido de guitarras y hemos tenidos muchas espléndidas, inclusive de la propia casa Ramírez. Localicé por fin una, fuera del sector donde se agrupaban, bien ordenaditas, la mayoría de las exhibidas.. Me llamó la atención su lujo, su acabado perfecto y el detalle de que tuviese agudos Hauser y graves "de la casa". Me explicaron que esa guitarra no estaba en venta, que era nada menos que del maestro Segovia.
No me resigné. Supe también que hacía ya tiempo que el maestro tenía allí su guitarra y que no mostraba urgencia por ella. Insinué la posibilidad de que quisiese venderla y, sobre todo, declaré con verdad ser admirador y hasta conocido del gran concertista.
Lo primero era indemostrable, pero yo no mentía al afirmar mi condición de admirador porque, a cada venida a Buenos Aires del gran guitarrista, había respondido yo con mi concurrencia a sus conciertos. Amaba tanto a mi oficio, del cual era el número uno, que nunca hubiese dejado de ir a oírlo. Lo hice desde platea y desde gallinero, y una vez que no me quedó otro remedio, desde un pasillo de cazuela, desde atrás de una cortina y por gracia de un acomodador gauchazo.
Además, con Segovia nos había envuelto una vez un equívoco de equipajes. En el vapor de la carrera a Montevideo habían puesto la guitarra de Segovia, en su estuche, junto con las de mi conjunto y la mía, pensando que eran todas del mismo grupo. Al llegar a puerto se aclaró el error y tuve el gusto, por primera vez, de estrechar la mano de Don Andrés. Pero estaba escrito que alguna vez quedaría conmigo alguna de sus guitarras.
Segovia debe haberse asombrado, al principio, por tanta insistencia mía pero, sea porque me recordaba, porque me conocía o, simplemente porque dio valor a mi entusiasmo por esa guitarra, que me la concedió. Supe que había sido el propio gran maestro quien había diseñado y dibujado los planos del instrumento.
Todavía hoy, la buena gente de la Casa Ramírez no debe comprender como pudo haber tenido ese desenlace mi empecinamiento. Lo cierto es que, gracias a él, se integró el par de mis guitarras más queridas: una la del maestro español que considero el mayor guitarrista que haya oído jamás; la otra, esa bellísima guitarra de Francisco Canaro, que fue capaz de revolucionar el tango, pero que nunca había podido rasguear siquiera unos acordes en esa viola que era sólo "para las fotos".
(De su libro "Una luz de almacén")
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