José “Pepe”
Colángelo pasa revista a su vida con el tango
“Tocar con
Troilo era como tocar con Dios”
El último
sobreviviente de la orquesta de Pichuco abre el arcón de sus recuerdos para
revivir los episodios más relevantes de su compromiso con la música porteña.
Por Gabriel Cócaro
Colángelo
continúa interactuando con las nuevas generaciones.
José Leonardo Colángelo es un emblema del 2x4. El pianista brilló en las
agrupaciones de Leopoldo Federico y Aníbal Troilo. Descolló al frente del
cuarteto que llevó su nombre. Acompañó a figuras como Julio Sosa, Roberto
Goyeneche y Susana Rinaldi. Sus manos mágicas subyugaron a las audiencias de
Latinoamérica, Europa y Asia. A lo largo de más de seis décadas de carrera, le
aportó al género una combinación de swing y refinamiento. A pedido de
PáginaI12, el último sobreviviente de la orquesta de “Pichuco”, abrió el arcón
de sus recuerdos para revivir los episodios más relevantes de una vida
atravesada por el tango.
Nació en la Ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Floresta, el 22 de
octubre de 1940. Para Pepe, tal su apodo de siempre, el tango era parte del
acervo familiar. Su tío abuelo, Salvador Colángelo, había tocado junto a los
bandoneonistas Salvador Grupillo y Julián Divasto. Su padre, Leonardo, hacía
sonar el “fueye” en comparsas como Los Marinos Unidos del Plata. A los siete
años comenzó a tomar lecciones de piano. “El garrón”, “Desde el alma” y la
ranchera “Cadenita de amor” formaban parte del ecléctico repertorio aprendido
con entusiasmo. Tiempo después en la familia le compraron un piano y empezó a
impregnar de música las paredes de la casa de la calle Donizetti 559. Padre e
hijo solían interpretar melodías que eran recibidas con algarabía por parte de
sus vecinos. “El viejo me incentivó para que siguiera mi vocación. Fue un gran
compañero y muy importante en mi vida”, afirma con emoción.
Las primeras actuaciones en público fueron en un contexto festivo.
Colángelo, junto a dos amigos que tocaban el acordeón, era parte de los números
que animaban los desfiles de carnaval de su barrio. El trío, haciendo
equilibrio sobre la caja abierta de una camioneta, se paseaba por la Avenida
Juan Bautista Alberdi ofreciendo valses y pasodobles. Al no contar con un
piano, por lo dificultoso de su traslado, el Pepe asumía el rol de acordeonista
o bandoneonista. Con apenas quince años, fue reclutado por la orquesta de
Alberto Dávila. Una agrupación amateur cuya actividad principal era relevar a
conjuntos de mayor renombre cuando éstos no podían cumplir sus compromisos.
También se sumó a Las Nuevas Estrellas del Tango, efímero proyecto cuyo estilo
musical emulaba al de Juan D’Arienzo.
A mediados de 1957, se incorporó a la orquesta de Angel Genta. Con dicho
combo, del que formaban parte el contrabajista Alcides Rossi y el cantor
Roberto Chalean, firmó por primera vez un contrato y cobró un sueldo. Esa etapa
de progreso, sin embargo, no estuvo exenta de penurias. “Cuando Genta metía mal
una nota con el fueye, me dirigía una mirada fulminante. Así –explica– trataba
de responsabilizarme por sus propios errores. Yo, por entonces un principiante,
sentía su cólera y temblaba”, asegura. Fue Rossi quien rescató al pianista de
los ataques del director. “Alcides, con palabras afectuosas, me dio la
confianza necesaria para ignorar las diatribas y seguir adelante”, sostiene.
Dos años después, ingresó a la agrupación de Angel Domínguez. El bandoneonista,
que trató al recién llegado con respeto y cariño, le transmitió muchos de sus
conocimientos. El fructífero ciclo con el apodado Gallego quedó ensombrecido
por la muerte de su padre, quien apenas tenía cincuenta años. “Sentí mucho su
partida, a punto tal de pensar en dejar la profesión”, revela.
Durante aquellos años formativos, Colángelo robusteció su presencia
escénica gracias a numerosas actuaciones en milongas y cabarets de dudosa
reputación. Sitios como el Dragón Rojo, del barrio porteño de Congreso, el Palacio
Güemes, de Palermo, o El avión, de La Boca, representaban todo un desafío hasta
para los músicos más experimentados. Cualquier desavenencia entre los habitués
de esos antros terminaba en una gresca descomunal. “Apenas empezaban a volar
las sillas -grafica el pianista- el director del conjunto nos decía: ‘¡toquen
Don Juan bien fuerte!’”. “La idea era que el tango sonara más alto que el ruido
producido por la batalla campal de turno”, aclara con una carcajada. Ese
público amaba el 2x4 y ejercía, con métodos poco diplomáticos, su poder de
convencimiento para extender la duración de la velada. “Una noche, al terminar
un concierto junto al cantor Eduardo Solano, se me acercó un hombre, sacó un
facón enorme y, mientras se limpiaba las uñas con él, preguntó en tono
amenazante: ‘¿van a tocar un rato más?’”, rememora Pepe. “Entonces, volvimos al
escenario y seguimos. Con esa gente –asegura– no se podía
discutir”.
A mediados de 1959, fue convocado para realizar una serie de grabaciones
bajo las órdenes de Juan de Dios Filiberto. El compositor, autor de himnos como
“Caminito” y “Quejas de bandoneón”, había vuelto a poner en marcha su Orquesta
Porteña. Fue para el sello RCA Víctor que plasmó, junto a las voces de
Patrocinio Díaz y Jorge Alonso, los últimos dieciséis temas de su carrera.
“Varias de las piezas –rememora Colángelo– tenían un interludio donde se
escuchaba solo el piano. Cuando tocaba esos fragmentos -sigue- el Maestro me
decía: ‘hágalo otra vez’. Repetía la ejecución y quedaba satisfecho, pero lo curioso
es que la toma aprobada era exactamente igual a la desechada minutos antes”,
certifica. En dichas sesiones, el Pepe debutó como cantor. Su voz, junto a la
del resto del conjunto, quedó inmortalizada en la versión de “El Pañuelito”.
Entre los años 1960 y 1961 formó parte de las agrupaciones de Lorenzo
Barbero, Emiliano Orlando y Enrique Alessio. Junto a esta última solía
presentarse, con notable repercusión, en Radio El Mundo junto al vocalista José
Berón. Siendo apenas un veinteañero, el Pepe ostentaba una gran solidez técnica
e interpretativa que empezó a llamar la atención de sus colegas. A principios
de 1962, Leopoldo Federico se encontraba en plena búsqueda de un nuevo pianista
para su orquesta. Manuel Flores, quien ocupaba ese puesto, carecía del ímpetu
necesario para afrontar la apretada agenda de compromisos del conjunto. Fue
Antonio Roscini, bandoneonista del grupo de Armando Pontier, quien le sugirió
al director el nombre del joven oriundo de Floresta. El combo de Federico, una
ajustada máquina tanguera, acompañaba al cantor más afamado del momento: Julio
Sosa. Luego de una breve audición, realizada con un piano vertical en el hogar
de Roscini, fue contratado.
El cantor uruguayo, que ya había hecho registros junto a las agrupaciones
de Enrique Francini - Armando Pontier, Francisco Rotundo y con Pontier en
solitario, llegó al pináculo de su carrera con la orquesta de Leopoldo
Federico. Las razones de su éxito, en plena decadencia del tango por el auge
del folklore y el rock, fueron varias. En cada interpretación, además de una
voz potente y una dicción perfecta, desplegaba ciertos dotes actorales a través
de gestos ampulosos, miradas, y sonrisas cómplices que reforzaban el mensaje
transmitido. “Sabía cuando hacer un guiño o levantar una ceja”, sostiene
Colángelo. Carismático y seductor, mantenía a las multitudes en vilo durante
los recitales. “Sobre las tablas su figuraba se agigantaba y el público quedaba
como hipnotizado. Especialmente, claro, las mujeres”, agrega. El sonido
demoledor de sus discos también se escuchaba en las actuaciones. “A cada
concierto asistía la orquesta completa y se usaba el mismo equipo de
amplificación hasta en el club más humilde”, cuenta el pianista. “El Varón del
Tango” descollaba en radio, televisión y hasta llegó a la pantalla grande en el
film Buenos noches, Buenos Aires.
El ritmo laboral de Colángelo se aceleró al sumarse al conjunto del binomio
Sosa - Federico. Las presentaciones, con una duración promedio de treinta
minutos, comenzaban los jueves y terminaban los domingos. El circuito abarcaba:
Capital Federal, Gran Buenos Aires y varias provincias. “Salía de casa un
miércoles y volvía recién al lunes siguiente. Los sábados hacíamos cinco
shows”, detalla. “En esa época vivía más con la orquesta que con mi familia”.
Los largos viajes en micro a las ciudades del interior del país servían para
seleccionar el repertorio que era perfeccionado en vivo antes de ser plasmado
en discos. El charrúa inmortalizó versiones insuperables de “Tarde”, “María”,
“Nada”, “Cambalache” y “El último café”. El piano del Pepe estuvo presente en
todas ellas. “Julio, al contrario de otros cantores, grababa su voz mientras la
agrupación tocaba”, revela. “Lo necesitaba, según decía, para sentir las
vibraciones de la música y así compenetrarse con cada pieza”, comenta. “Cuando
registró ‘En esta tarde gris’ -ejemplifica- se emocionó hasta las lágrimas”.
Sosa tenía a todo un país a sus pies. El siguiente desafío era llevar su
música al exterior. España se revelaba como el primer objetivo de un proyecto
sin límites. Sin embargo, el sueño se frustró en la madrugada del 25 de
noviembre de 1964. El cantor manejaba a gran velocidad por la Avenida Figueroa
Alcorta su Unión DKW Fissore de color rojo cuando, al llegar a la intersección
con la calle Mariscal Ramón Castilla, se topó con un camión. Al esquivarlo,
chocó contra una baliza de cemento y un semáforo. Falleció al día siguiente,
tras unas horas de agonía, en el Sanatorio Anchorena. Su cuerpo comenzó a ser
velado en el Salón “La Argentina”, pero la gran afluencia de admiradores obligó
a trasladar el féretro al Estadio Luna Park. “El cortejo fúnebre hasta el
cementerio lo hicimos a píe a lo largo de toda la Avenida Corrientes”, relata
Colángelo. “El recorrido nos llevó más de siete horas debido a la cantidad de
gente que nos acompañaba. A nuestro paso, desde las ventanas y balcones de los
edificios, la gente arrojaba flores”, narra. “A excepción del de Eva Perón,
nunca vi un velorio con tanta participación popular”.
La muerte de Sosa fue un duro golpe para la orquesta de Federico. Tras un
receso, en el que se incorporaron los vocalistas Carlos Gari y Roberto Ayala,
el combo volvió al ruedo y hasta lanzó dos álbumes pero la repercusión no fue
la esperada. Sin el charrúa, el número de actuaciones disminuyó drásticamente.
Con el objetivo de mantener a su familia, pues se había casado y era padre de
un niño, el Pepe comenzó a participar en otros proyectos. Se sumó al conjunto
de Ricardo Malerba y armó el cuarteto Cuatro Amigos para el Tango. A mediados
de 1966, reemplazó unos días a Osvaldo Berlingieri en la agrupación de Aníbal
Troilo. Su gran desempeño no pasaría inadvertido para el bandoneonista. Dos
años después, cuando El Tano dejó en forma definitiva a Pichuco, el hombre
elegido para sustituirlo fue Colángelo. El pianista se encontraba tocando en un
cabaret del barrio de Palermo cuando un hombre del entorno troileano le hizo el
ofrecimiento formal. “Ciriaco Ortiz, por entonces compañero de trabajo, escuchó
la propuesta y me dijo: ‘avisale a tu señora que compre una olla más grande
porque ahora vas a comer todos los días’...”, recuerda. El veterano del fueye
tenía razón.
El 8 de noviembre de 1968, en el club nocturno “Relieve”, Colángelo debutó
como miembro estable de la orquesta de Troilo. Cuando llegó al local, “con los
bolsillos llenos de miedo” evoca en tono poético, el mago del fueye estaba
esperándolo en la puerta. Una vez en camarines, se enteró que no contaría con
partituras pues Berlingieri se las había llevado. La ayuda del contrabajista
Rafael Del Bagno, quien le prestó un cuaderno donde tenía las tablaturas de las
piezas pero para su instrumento, no pudo salvar al recién llegado de la
debacle. “Esa noche -se sincera- toqué como pude”. Una vez finalizado el
concierto, una pareja se acercó al pianista para decirle que prefería a su
antecesor. Entonces el Pepe, con lágrimas en los ojos, se presentó ante Pichuco
y le ofreció su renuncia. El Maestro no la aceptó. “Me invitó a tomar un whisky
y, tras un rato largo de charla, logró convencerme de continuar”, dice. La
revancha llegó apenas tres días después con un recital en el Teatro San Martín,
donde el novel integrante del conjunto tuvo una actuación descollante.
Los primeros registros de Colángelo junto a la agrupación aparecieron en Nuestro
Buenos Aires, un elepé en homenaje a la “Reina del Plata”. El disco, con temas
escritos especialmente por Armando Pontier y Federico Silva, selló el
reencuentro entre Roberto Goyeneche y “Pichuco” tras un lustro sin grabar
juntos. A mediados de 1970, con Tito Reyes como vocalista, se lanzó Che Buenos
Aires y a principios del año siguiente fue el turno de Troilo for Export Vol.
3, un compendio de tangos clásicos en brillantes versiones instrumentales. La
mayoría de las piezas de esas dos últimas producciones estaban arregladas por
el bandoneonista Raúl Garello. “En los ensayos, ‘El Gordo’ modificaba los
arreglos. Garello se desesperaba, pero cuando escuchaba la obra terminada
admitía que los cambios eran apropiados”, asegura el pianista. A mediados de
1971 vio la luz ¿Te acordás…Polaco? donde la dupla Troilo - Goyeneche entregó
antológicas relecturas de himnos como “Sur” y “Tinta roja”. “El Maestro nos
decía: ‘la orquesta siempre al frente pero cuando aparece el cantor, ¡cuerpo a
tierra!’”, recuerda. En definitiva, el conjunto al servicio del intérprete.
El conjunto actuó en el Teatro Dante, en El Viejo Almacén, en Caño 14, en
programas televisivos y realizó exitosas temporadas veraniegas en la ciudad de
Mar del Plata. El desempeño de Colángelo era cada vez mejor y el bandoneonista
se lo hacía notar: “Me decía que era la nueva versión de Orlando Goñi, el
primer pianista de la orquesta, lo cual significaba todo un honor”. El halago
iba acompañado de una recomendación: “‘¡Toque con alegría!. ¡No permita que se
la roben!’, solía aconsejarme”. El 17 de agosto de 1972, “Pichuco” pisó las
tablas del Teatro Colón. Esa noche, donde también intervinieron los conjuntos
de Florindo Sassone, Horacio Salgán y Astor Piazzolla, la agrupación deslumbró
a la audiencia con arrasadoras versiones de “Danzarín” y “La Cumparsita”. Tras
aquella jornada histórica, y jaqueado por diversos malestares, la salud de
Troilo empezó a declinar. Murió el 18 de mayo de 1975, debido a un aneurisma
cerebral causado por hipertensión arterial. “Tocar con Troilo tal vez sea lo
más parecido a tocar con Dios”, define Colángelo.
En la segunda mitad de la década del ‘70, participó en discos de Hugo Díaz,
Rubén Juárez y Floreal Ruiz. Entre 1980 y 1982 fue el director musical de la
orquesta que acompañó a la cantante Susana Rinaldi en conciertos celebrados en
Francia, Alemania e Israel. En octubre de 1985, dirigiendo una agrupación
local, actuó en diversas ciudades de Japón. El éxito obtenido posibilitó nuevas
visitas al país y la edición de siete álbumes para el mercado nipón.
Paralelamente a sus giras mundiales, continuó grabando junto a figuras como
Jorge Falcón, Libertad Lamarque y Plácido Domingo. En octubre de 2009 se
incorporó a la troupe de “Café de los Maestros” con la que se presentó en Hong
Kong, Seúl, Singapur y Bruselas. En julio de 2015 lanzó “Su piano y sus
tangos”, CD donde revisitó composiciones propias en compañía de leyendas de la
talla de Leopoldo Federico y Horacio Malvicino. Al año siguiente, un cáncer de
pulmón lo alejó de los escenarios pero tras una exitosa operación volvió al
ruedo con renovada energía. A los 78 años, Colángelo ostenta una vitalidad
juvenil. Continúa presentándose en vivo e interactúa con las nuevas
generaciones de colegas a través de talleres. “Amo al tango profundamente”,
enfatiza. “Soy un agradecido a la vida por habérmelo cruzado”.
(Publicado en el periódico "Página 12)
No hay comentarios:
Publicar un comentario