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miércoles, 28 de abril de 2021

No me extraña

    Tango que Pedro Laurenz supo recomponer y darle una segunda oportunidad. Porque en 1926, Julio De Caro lo llevó al disco en forma instrumental con su Sexteto y el título original: Populacha. Sus autores fueron el bandoneonista Alfonso Antonio Romano y el violinista-bandoneonista-contrabajista Alberto Celenza. Dos años más tarde Alejo Ferradás le adosó unos versos simplones, basados en la típica muchacha que da el fatal salto al cabaret. Lo grabaría la orquesta Mordrez-Brodman, con un dúo de cantores en París, en el sello Pathé. Y rápidamente se marchitó y quedó en el olvido.

                               


    Pedro Laurenz había pasado a ser el primer bandoneón de la orquesta de Julio De Caro en ese año de 1926, a raíz del alejamiento de Pedro Maffia para formar su propia orquesta. Y tuvo especial lucimiento en la interpretación de Populacha que fue de los primeros temas en grabar con De Caro. Por ello, le quedó en el recuerdo y por la felicitación que le hizo llegar su colega Romano, uno de los autores del mismo.

   Con el paso del tiempo, un Laurenz consagrado como bandoneonista de lujo, también pegó el salto como director y armaría su orquesta en 1937. En uno de los varios cambios de integrantes de la misma, ingresa Alberto Celenza como bandoneonista. El mismo que fuera contrabajista de Lomuto y años más tarde, de Fulvio Salamanca. 

                                       


    En una charla que sostienen Laurenz y Celenza, después de un ensayo, el director le recuerda a  su compañero, aquel tango que había grabado con De Caro. Conversan sobre el tema, Laurenz le pregunta por la letra, que en 1928 le había agregado Alejo Ferradas. y grabada por la orquesta Mordrez-Brodmann en Francia. Celenza le responde que no tuvo éxito, que no fue cantada prácticamente, sólo en París.. En la conversación sale la posibilidad de ponerle nuevos versos a lo que el autor asiente rápidamente.

   A los pocos días, se encuentra Laurenz con Carlos Bahr, en el Café El Águila, que está junto a SADAIC. Ya le había grabado con su orquesta su Milonga compadre, que, con música de José Mastropiero,  ganó el primer premio de milongas en un concurso de SADAIC. Y en la charla surge la posibilidad de de que Bahr le ponga versos a Populacha. Laurenz llevó al disco en total ocho temas que llevan letra de Bahr. Y éste asiente, a la espera de escuchar el tema y que el estro aparezca en forma de poema.

                           

Alberto Celenza en la orquesta de Laurenz es el primero por derecha

    Una vez con el disco de De Caro en su mano, bien repasado una y otra vez y obtenida la métrica correcta, Bahr utilizaría uno de sus recursos: Contar historias propias o ajenas. Y recordó una frase de un conocido: No me extraña. En la misma hurgó y fue diseñando su tango y acoplándolo a la música, tarea nada fácil, pero que con esfuerzo la fue alcanzando.

Es inútil que me expliques
lo que yo ya he comprendido 
sobran todas las palabras
cuando hiere el desamor.
No me extraña tu inconsciencia
ni me extraña tu desvío,
yo sé bien que no se puede
gobernar al corazón.
Si mi orgullo te condena
te perdona mi conciencia,
es muy justo que te alejes
si no sientes más amor. 

No me extraña tu abandono
pero extraño tu presencia,
porque cuesta acostumbrarse
a la ausencia y al dolor.
Me quisiste, me dejaste,
qué te puedo reprochar,
hoy estamos como antes
volveremos a empezar.

   Lo estrena Laurenz con su orquesta y el cantor Juan Carlos Casas en radio y gustó mucho. Lo graba el 25 de enero de 1940 y lo seguimos bailando, porque está muy bien logrado. Juan D'Arienzo con la voz de Jorge Valdez le da nueva proyección al llevarlo al disco el 11 de septiembre de 1958.
 
   Podemos escuchar la versión instrumental de Populacha por De Caro registrada el 20 de mayo de 1926.
                    
                        

   Y también la de Laurenz-Casas, convertido en No me extraña, registrada el 25 de enero de 1940.
 
                                     




domingo, 25 de abril de 2021

Héctor Stamponi

Lanzamiento de "Impresiones", un long play cuadrafónico con temas de tango

Un novedoso lujo auditivo hace resaltar instrumentos nada tradicionales en la música ciudadana, en una codiciada grabación del celebrado compositor argentino. El suceso sirvió de pretexto para que el autor hablara del pasado y presente de su música predilecta.

Desde hace unos días las disquerías porteñas albergan una curiosa novedad: una placa de larga duración —Impresiones, es su nombre de tapa— donde se alojan doce composiciones instrumentales de Héctor Stamponi, uno de los más prolíficos y memorables integrantes de la generación tanguera del'40

Esto en sí, no sería demasiado novedoso. Pero a poco de echar a rodar ese mundillo sonoro, el oyente advierte algunas rarezas auditivas. Por de pronto, aún los oídos poco entrenados detectan la presencia de instrumentos que no suelen habitar las clásicas partituras del tango: bajo eléctrico, batería, trompeta, oboe, órgano, corno, timbal, vibrafón, clarinete. Semejante masa sonora, puesta al servicio de creaciones célebres como Qué me van a hablar de amor, Quedémonos aquí, El último café, Azabache, Junto a tu corazón, Pedacito de cielo, entre otras, reserva una novedad adicional: la cuadrafonía, una destreza técnica que enriquece —exactamente duplica— la clásica bifurcación sonora del estéreo y coloca al oyente, por así decirlo, en el centro de la masa orquestal. Un lujo auditivo que no permite la estereofonía, donde los planos sonoros se ubican sólo frente al escucha.

                                  


Claro que esta curiosidad técnica fue la mera excusa que permitió a Siete Días hurgar en la biografía de Héctor Stamponi, un maestro normal en el que la vocación sarmientina perdió la batalla frente a la musa canyengue. "Como buena familia de italianos —bromeó la semana pasada en su despacho de SADAIC, la Sociedad de Autores y Compositores donde HS ejerce la vicepresidencia— siempre tenía a mano un tío que tocaba algún instrumento". Esos escarceos familiares lo llevaron a iniciar, en 1923, a la edad de 7 años, sus estudios formales de piano. A los 18, casi simultáneamente con el magisterio, HS obtiene su profesorado musical y emigra de Campana —ciudad donde nació en la Nochebuena de 1916— junto con otros jóvenes de la zona que el tiempo haría famosos: Enrique Mario Franciní y Armando Pontier. La meta, es, desde luego, Buenos Aires, donde realiza su debut profesional como pianista de la orquesta de Juan Elhert en un ciclo que tuvo su fama: "Las matinées de Juan Manuel".

Ya entonces el joven Stamponi tenía avidez por perfeccionar sus conocimientos musicales: una vocación que lo convertiría en inspirado orquestador y arreglador y que lo haría integrar, junto a Horacio Salgán y Lucio Demare, una célebre trilogía de pianistas de tango. Tales conocimientos se forjaron con arduos estudios de composición y armonía vigilados por Alberto Ginastera y Julián Bautista, un músico español discípulo de Manuel de Falla. Paralelamente a su actuación como integrante de afamadas orquestas típicas (Miguel Caló, Francisco Scorticati, Antonio Rodio) Stamponi se desempeña como arreglador musical de Les Editions, de Francia. En los años de la Segunda Guerra secunda el boom cinematográfico mexicano: radicado en ese país acompañando a la actriz y cancionista Amanda Ledesma, compone la banda musical de numerosas películas. De retorno a Buenos Aires, vigente aún el tanguero esplendor de la década del 40, forma su propia orquesta que, hacia el año 1959, acompañaba a Edmundo Rivero. Fue también arreglador de los acompañamientos de los cantores Hugo del Carril, Alberto Marino, Roberto Rufino y Charlo, musicalizador de comedias (Cielo de barrilete, de Cátulo Castillo) y por sobre todas las cosas, inspirado compositor. Muchas de esas creaciones integran el novedoso long play cuadrafónico de reciente aparición y son también desgranadas, noche a noche, en Caño 14, un porteño reducto de la calle Uruguay —en pleno Barrio Norte— donde el maestro Stamponi lidera una pequeña agrupación orquestal.

El tango fue, desde luego, el principal invitado en la charla que Siete Días mantuvo con el compositor, cuyos tramos principales, con quebradas y cortes (de la cinta magnetofónica), se vuelcan a continuación.

—¿Esa orquesta tan poco convencional en materia tanguera no implica una cierta audacia?

—No; es una forma de ejecutar el tango como lo tocamos siempre aunque con otros timbres, otros colores, otra sonoridad, en fin. Yo pienso que debemos evolucionar en cuanto a formación orquestal. Crear algo más que las cuerdas y los bandoneones: eso puede resultar ya monótono al oído por cuanto la gente está habituada a otro tipo de orquesta, con otros instrumentos. No hay ninguna razón para que el tango no se enriquezca absorbiendo esos aportes. Esta orquestación supone también facilitar la difusión del tango en el extranjero, donde el bandoneón es prácticamente desconocido, hecho que entorpece su ejecución.

                                 



—Actualmente parece predominar en los arreglos vanguardistas no ya el estilo Piazzolla, sino una suerte de barroquismo tanguero, con reminiscencias vivaldianas. Como lo hace, por citar un nombre, Atilio Stampone. . .

—Sí. Y no sólo hay influencias de Vivaldi. A veces es Chopin. O Bela Bartok. Lo que hace Atilio es tomar formas de músicos cultos injertándoles tango. Yo creo que eso es bueno: la música culta debe estar al servicio de la popular y no al revés. Si usted toma, pongamos por caso, Los ejes de mi carreta y la instrumenta a la manera de Ravel entonces perdería todo sabor.

—¿Eso no sería lo que hace Piazzolla?

—No, eso es distinto.

—¿Piazzolla está más alejado del tango?

—No crea. El en sus arreglos y composiciones usa elementos tanguísticos pero sumamente elaborados. Aunque si se analiza su obra se ven muchos elementos melódicos. Adiós Nonino es un buen ejemplo. Pero una cosa es Piazzolla compositor y otra Piazzolla intérprete. Como compositor, a veces le sale un tano canzonetista tremendo, como Chiquilín de Bachín.

—¿Usted actúa ahora con un pequeño conjunto, no es verdad?

—Sí. La gran orquesta como la que se escucha en el cuadrafónico resultaría antieconómica para presentaciones diarias. Y como hay que vivir, actuamos con ese cuarteto.

—Justamente escuché una grabación con ese conjunto de un tango de novedosa letra: Para dormir a un porteño, de Dolina.

—Así es. Es un nuevo tipo de tango. Yo creo que hay que crear para las nuevas generaciones, aunque las buenas obras perduren siempre. No hay música antigua ni moderna: hay buena y mala música. Si desecháramos todo lo antiguo no se tocaría La traviata ni se representaría el Hamlet, ni se leería La divina comedia ni El Quijote.

                                

Stamponi en sus comienzos cuando tocaba en la orquesta de Juan Ehlert

—Pero en general, en materia de letras, el tango dejó de ser testimonio de su tiempo: es decir, se insiste en el percal y la tuberculosis en la época del wash and wear y las vacunas. . . Probablemente haya falta de poetas al estilo de Manzi y Discépolo. . .

—Yo no creo que falten poetas. Tal vez no han encontrado el camino. Falta el clima, la unión de autor, músico y público. En la década del 40, los tangos fueron escritos por verdaderos cronistas de su tiempo. Manzi, Castillo, Discépolo, Homero Expósito reflejaron el momento. En la actualidad, hay poetas, pero no es fácil que expresen esta realidad contemporánea, porque siempre se está atado a la cosa tradicional. Pero hoy hay gente como Horacio Ferrer, Héctor Negro o Eladia Blázquez que son buenos letristas. También falta el apoyo de los intérpretes, algo reacios a novedades que no saben si contarán con el apoyo popular.

—Claro. En ese aspecto recuerdo que una vez me dijo Troilo que las orquestas de tango no contribuían a esta difusión de nuevos valores ya que los estrenos eran del director del conjunto o de sus amigos...

—Sí. Pero a todo eso se une la desaparición de orquestas tradicionales. Y predominan los cantores solistas, quienes son los que en definitiva eligen el repertorio.

—¿Las razones de esas desapariciones son de tipo económico?

—Sí, predominantemente. Y la difusión que se dio a otro tipo de música. Aunque también son razones comerciales. Pero el tango está arraigado. Cada argentino lleva el tango adentro.

—¿El tango estaría en decadencia?—No. Al contrario. Hay una juventud —en especial la que concluyó el secundario— que manifiesta un enorme interés por el tango, que recién lo está descubriendo. Yo lo he palpado en algunos recitales que he hecho en ambientes universitarios. Hace poco hicimos uno en Córdoba, con Francini —de piano y violín— en el que nos acompañó Cátulo Castillo y los jóvenes nos acosaron a preguntas, en especial a Cátulo, sobre Discépolo, Manzi.. .

—Sí. Pero parece sólo una curiosidad de tipo histórico. . .

—Puede ser. Pero lo cierto es que hay una juventud, la que creció entre los años 50 y 60, que no conoció el tango, barrido por una invasión de música extranjera.

—¿Qué aceptación cree que se le dispensará a su novedad cuadrafónica?

—Espero que buena. Por lo menos internacionalmente se va a reproducir en Japón, Colombia, México, Uruguay y España.

—Por último: ¿por qué tituló a este LP Impresiones? ¿Se hizo usted impresionista?

—No... (se ríe). Justamente lo explico en la contratapa: en ese álbum está parte de mi obra que es parte de mi vida. La mayoría de los temas han sido motivados por impresiones fugaces y perecederas, pero hay otros de los cuales no podría justificar mi paternidad absoluta: fueron gotas químicamente mías pero gestadas por esa gran renovación tanguera que se llamó Generación del 40.

José María Jaunarena

(revista Siete Días Ilustrados)

18/11/1974

martes, 20 de abril de 2021

Concurso de Tango- Año 1929


 Podemos escuchar la grabación de este tango que ganó el Concurso del Pabellón: Cuando llora el corazón. Lo grabó la orquesta de Juan Maglio, cantando Carlos Viván, el 9 de marzo de 1929. Los versos son de José Fernández y la música de Juan Maglio Pacho.

                                    


     

lunes, 19 de abril de 2021

Ya nadie le va a quitar lo bailado

Murió Juan Carlos Copes. Era conmovedor verlo avanzar entre las sombras de un salón cualquiera. Los milongueros dejaban de bailar para aplaudirlo.

por Mariano del Mazo 

   “El tango es una hermosa angustia”, me dijo en el bar Caracol hace unos 25 años. Nos juntamos cada jueves durante diez meses en esa esquina de Bolívar y Humberto I, en el centro de San Telmo, para charlar y ver juntos fotos y apuntes de una libreta que había sacado de un baúl, a ver si en una de esas daba para un libro. Y dio. Se tituló Quién me quita lo bailado. Su memoria era prodigiosa. A veces daba rodeos, como un águila que gira en torno de su presa. Pero siempre caía justo en el lugar y la escena que quería recuperar. Juan Carlos Copes fue un aleph del tango. Todo lo atravesaba: desde la milonga más profunda y genuina del Club Atlanta hasta las coreografías espejadas en los musicales de Hollywood buscando ser el Gene Kelly criollo, desde su volcánica relación con María Nieves –como si recortada de un verso del mejor o del peor tango- hasta los romances furtivos de macho prototípico del siglo XX.

   Alguna vez lo nombraron, con pompa y circunstancia, El bailarín del siglo. Tuvo otro tipo de reconocimiento, más modesto y esencial, cada vez que entraba a una milonga. Un premio intangible de un valor simbólico definitivo. Resultaba conmovedor verlo avanzar entre las sombras de un salón cualquiera –el Club Almagro, La Viruta, Cánning- y comprobar cómo los milongueros veteranos mezclados con chicas y muchachos dejaban de bailar para aplaudir su ingreso. La ovación se integraba a la música de Pugliese o de Di Sarli que disparaba el DJ. Entraba: menudo, elegante, ya grande, la peinada con gomina. Copes entonces invitaba a una mujer al azar a bailar un tango lento, arrastrado, al piso, como corresponde a una pista porteña, y los planetas se alineaban y el mundo parecía un lugar feliz.

   Surgió en los suburbios empobrecidos por la crisis del 30 y murió el sábado pasado por corona virus en una clínica de Florida, a los 89. Le quedaron varios asuntos pendientes: vivir en la playa, en Costa del Este –donde se radicó su hija Johana-, festejar a lo grande los 90 años, hacer un documental sobre su vida. Nació el 31 de mayo de 1931 y los primeros años los pasó entre Villa Pueyrredón y Mataderos, con olor a bosta de caballo y chirridos de tranvías. Eran barrios obreros donde aparecía difuso el límite entre campo y ciudad. Los reseros se mezclaban con los matarifes, los punteros políticos con los trabajadores de la fábrica Grafa, y todos hablaban del coraje en el ring de Justo Suarez, el “Torito” de Mataderos.  

   Se formó a los tumbos en un ambiente hostil. Esas evocaciones de la desdicha eran transformadas por la nostalgia. Vivía entre mudanzas y tíos y las peleas de sus padres, que discutían a los gritos noche a noche. Su padre era un colectivero radical que se jactaba de haber sido asador oficial de Hipólito Yrigoyen. A partir de 1945 se volvió peronista rabioso. “Su carácter cambió, dejó de ver a viejos amigos, empezó a tener conductas extrañas. Ciertas noches salía por el barrio con un matagatos escondido en el gabán y volvía a cualquier hora”, contaba en Caracol.

                             


    Ya con Perón en el poder la Argentina entró en otra etapa, de crecimiento. La industria nacional se fortaleció, la desocupación bajó y Buenos Aires vio cómo las olas de provincianos que venían a trabajar cambiaban el paisaje. La cultura popular estallaba en múltiples direcciones, vectores conectados entre sí: la radio, el futbol, el cine, los libros de ediciones económicas, la historieta, el folletín y el tango. “Empecé a ir al Centro, con amigos. Eran viajes largos, deslumbrantes. No era facil conocer una chica en ese tiempo. El baile era una forma. Un día nos metimos en un lugar cerca de Plaza Italia, que se llamaba Parque Norte. Era otra galaxia. Había como un círculo enorme, la pista en el centro, alrededor mesas con botellas y gente, mucha gente, la mayoría de clase media baja. No había agresividad, pero sí una violencia latente. Los tipos caminaban por pasillos repletos, bichando a las chicas. Arriba, en una especie de palco, estaban las orquestas: la Típica y la Jazz. Yo no sabía qué hacer. No sabía bailar, nada. La barra andaba por ahí, desperdigada. Me apoyé sobre una columna, prendí un cigarrillo y me puse a mirar”.

   Esa mirada fue el punto de partida. Se propuso aprender a bailar y aprendió; se propuso armar cuadros coreográficos y los armó. Y se propuso básicamente realizar un deslizamiento espacial: lo que veía y hacía cada noche en las milongas, al ras del suelo, lo ubicó sobre un escenario. Esa fue su revolución: Juan Carlos Copes le dio criterio artístico al baile del pueblo. Jamás perdió la esencia, la filosofía que supone el baile de tango (el abrazo, la entrega, el caminar con los ojos cerrados). Recorrió decenas de barrios escudriñando formas: el estilo orillero, el de salón, el picado a lo Cachafaz. 

   Copes se construyó a sí mismo en el momento en el que el tango era un fervor que se atomizaba en orquestas bailables y en estilos diferenciados. Se podía optar entre el ritmo anfetamínico de Juan D’Arienzo, el candor de Alfredo De Angelis, el yumbá de Osvaldo Pugliese, la sobriedad de Carlos Di Sarli, el vuelo de Aníbal Troilo, la elegancia de Osvaldo Fresedo. Los cantores se liberaban del embrujo de Carlos Gardel y delineaban fraseos que no serían igualados: Charlo, Ángel Vargas, Floreal Ruiz, Alberto Castillo, Fiorentino, Raúl Berón. Los poetas y compositores terminaban de definir la década de oro del tango, de Homero Manzi, Enrique Cadícamo, Cátulo Castillo, José María Contursi y Discepolín a Troilo, Mariano Mores, Juan Carlos Cobián, Héctor Stamponi, Lucio Demare. En el centro, cafés como El Nacional, el Ruca, el Marzotto, el Germinal recibían a las orquestas y sus hinchadas. Los más adinerados podían escuchar tango en cabarets: el Chantecler, Tibidabo, Picadilly, Marabú. En los clubes de fútbol los carnavales eran acontecimientos extraordinarios.

Ese clima de época formateó a Copes.

   Pero la epifanía tuvo que ver con una mujer: María Nieves Rego. En ella, en su naturaleza y en su sensibilidad, Copes encontró el complemento de su revolución. Fue una relación tremenda, de amor y odio. Pero la milonga no se manchaba: cuando había que bailar, se bailaba. “¿Sabés lo que es detestarse y tratar que no se note?”. Primero conoció a la hermana mayor de Nieves, una chica de carácter a la que llamaban La Ñata y que, como se estilaba, funcionaba como cancerbera de la conducta y la “moral” de la menor. Como milonguero, Copes se había hecho fuerte en los bailes del Club Atlanta. Cuando vio a la hermana de la Ñata quedó rendido ante su belleza y ante sus dotes dancísticas. María Nieves era barrio, sofisticación, sensualidad, todo condensado en una chica de principios nobles, templados en un casa pobre de Saavedra. Se enamoraron como en una película. “Me fui acercando de a poco. Empezamos a bailar juntos. Yo le explicaba, la frenaba, le contaba la razón de mis pasos largos y fraseados. Hablábamos el mismo idioma, pero con tiempos distintos: ella era más D’Arienzo; yo más Pugliese. Sentí que había encontrado a mi pareja. Mi Stradivarius”.

   Lo que siguió fue vértigo: concursos ganados, los primeros dineros, el estudio de danza contemporánea y una obsesión, la de ir ganando territorios. “Iba a cada estreno de las películas de Gene Kelly y Fred Astaire: Cantando bajo la lluvia, Let’s Dance, Melodías de Broadway. Yo soñaba con eso, inventaba pasos, coreografías. Además, empecé a conocer al ambiente: a Pichuco, al Polaco Goyeneche, al empresario Carlos A. Petit. Cuando formé mi ballet, Petit craneó un espectáculo que habla de la época. Le puso Tango versus Rock. La vio Petit, vio la punta. Y ahí fuimos, cada grupo hacía su baile, su coreo… Los que bailaban rock and roll tendrían prácticamente nuestra edad, pero parecían más pibes”.

    Juan Carlos Copes ya era uno de los profesionales más reconocidos del género, y los músicos lo querían a su lado. Era más que un adorno: era verdad, era pasión. Trabajó con casi todos, rescató al ascendente Astor Piazzolla de una mala racha e hizo migas con Santiago Ayala. A partir de 1958 empezó a girar por todo el mundo. Estuvo en La Habana en el medio de la escalada de “los barbudos” que acechaban desde la selva, anduvo por Nueva York, Puerto Rico. “Ahí trabajamos con Astor, en el Flamboyán. Estaba muy cerca  de él cuando recibió el telegrama de la muerte de Vicente Piazzolla, ‘Nonino’. Me abrazó, se tomó un avión a Nueva York, se encerró en una pieza de la calle 92 y en menos de una hora, llorando, escribió Adiós Nonino”.

   Le fue bien en los Estados Unidos, incluso fue invitado pocos meses antes que Los Beatles al más popular programa de TV, The Ed Sullivan Show, un paso imprescindible para la conquista de América. La espectacularidad de ciertos cuadros coreográficos –como el baile de la mesa- sumado a la traza de “latin lover” colaboraba para que fuera furor entre hombres y mujeres del ambiente de Broadway. Las críticas acompañaban, pero la relación afectiva con María Nievas naufragaba y complicaba lo laboral. Tenían diferentes planes, Nieves estaba harta de andar dando vueltas por el mundo, extrañaba a su madre, a Saavedra, no era ambiciosa, quería formar una familia.

                                
   Con giras, Copes logró gambetear una depresión que lo ahogó en alcohol un lapso no muy largo y también la decadencia del tango en la década del 60. Acumuló prestigio y buscó reinventarse, permanentemente. Donde había trabajo, lo convocaban: podía ser ese templo de la resistencia que fue Caño 14 o la compañía Tango argentino de Héctor Orezolli y Claudio Segovia, donde compartió  cartel con Virulazo, Roberto Goyeneche, Raúl Lavié y María Graña. Fue la consolidación de un tango genuino, en las antípodas del for export. El público lo quería ver con Nieves, así que ambos hacían de tripas corazón y trataban de representar esa gran situación pasional y amorosa que es el baile de tango sin que se notara la tensión que se generaba entre ellos, una electricidad que en un momento se les volvió inmanejable.

    En los ’80 hubo un resurgir del género, con las esquirlas que llegaban del suceso internacional de Tango argentino, más el inesperado glamour ya en demoracia de las películas tangueras de Pino Solanas (El exilio de Gardel y Sur). Copes se fue acomodando, tal vez a su pesar, en la posición de clásico. Inventó algunas movidas, como La Pesada del Tango, terminó como pudo la relación con Nieves y empezó a bailar con su hija Johana. No fue lo mismo.

                                    


    Se refugió en un chalet de Ramos Mejía, con su mujer Miriam, y trabajaba donde lo llamaran. Al final ya estaba cansado. Conversar con él era recuperar una porteñidad perdida, una ternura camuflada entre enojos, inseguridades. “El tango es un corcho. Lo quieren hundir, pero no pueden”, me decía. “Hay unos pibes que bailan bárbaro. Esto sigue. Yo estoy viejo, a lo sumo quiero enseñar. Hay que darle bola a la música argentina”.

   Los miles de cigarrillos que fumó los pagó fuerte. Le costaba respirar. El covid hizo el resto. Todo fue muy rápido, muy triste. ¿Cuál es el recuerdo que dejan los bailarines? No hay discos. Son añoranzas, anécdotas de sobremesa, imágenes, alguna película, testimonios. Como el de María Nieves, su enemiga íntima, que dijo con la mirada brillosa: “Si algo tengo que decir de Juan es que conmigo fue un hijo de puta. Pero no habrá bailarín como él”.

   Alguna vez estos tiempos van a ser recordados como los “años de la peste”. Mientras el siglo XX  apaga sus últimas luces, algunos tangos seguirán sonando como ecos de lo perdido. Me resulta grato pensar que cuando se restituya eso que llaman “normalidad” y vuelvan las milongas habrá un minuto de silencio en honor a Juan Carlos Copes. Y que después de ese silencio se escuchará Danzarín, de Julián Plaza, por la orquesta de Aníbal Troilo, y que todas las parejas se largarán a bailar pensando un instante en él, como un conjuro de lo irrecuperable.

LA AGENDA    

 


sábado, 17 de abril de 2021

Soledad, la de Barracas

    No será un tango genial pero nos suena como una cosa familiar, lejana en el tiempo, que nos lleva a aquellos años de Barracas, Parque Patricios, Boedo, Pompeya, Paternal, Balvanera... Recuerdo que un  compañero mío de la revista El Gráfico,  me aseguraba que su padre -que había regentado un local de tango en la Boca en los años cuarenta y cincuenta-, había conocido a la Soledad del tango. Porque ellos eran de Barracas también.

    Lo cierto es que Carlos Bahr, hijo de alemán y francesa, criado en en el barrio de la Boca, supo brillar con luz propia entre los grosos poetas que tuvo el tango en la década del cuarenta. La cantidad de temas  que compuso con distintos músicos, el acierto que tuvo con el enfoque de los mismos, el léxico,  la inspiración, el desarrollo de los mismos, lo muestran con una paleta de muy buen nivel y por eso estuvieron en los pentagramas de tantas orquestas y cantores. Porque eran éxito seguro. Y él aseguraba que sus tangos reflejaban historias reales, propias o de otras personas.

                                   

Carlos Bahr


   En Soledad la de Barracas despliega un texto sencillo, una entrada sin demasiada retórica ni expectativa. Pero empinados esos versos por la música del bandoneonista Roberto Garza, van tomando color, se acrisolan  y las distintas interpretaciones terminan por convertirlo en un tema que perdura en el tiempo. Y Soledad, la de Barracas, se hace leyenda como Malena, Gricel, Milonguita, La morocha, Margot, Madame Ivonne, La  Rubia Mireya, Margarita Gauthier, La pulpera de Santa Lucía, Griseta y tantas otras  que hicieron historia en el tango...

   Soledad es una especie de anécdota, una imagen, una persona que surge en la neblina del recuerdo. La memoria es una forma barroca del olvido. Y en esas tramas que son atmósfera, el poeta recrea estratos temporales que anclan en su presente.  Espigando en ellas va pespunteando su propia esencia, la costra de la realidad en una diluvial simbología, con expresiva concisión. La bebida le da el impulso debido.

Aunque no tuve colegio
a nadie supe faltar.
Hoy ando animado
con unos tragos de más.
Es que evocando el pasado
se me dio por festejar.
Como no tengo costumbre
media copa me hace mal.
 
                                          


 
   El introito pretende justificar el pequeño arroyo de palabras que evocan a esa misteriosa muchacha. Como tantas pebetas de barrio que iluminaron nuestras adolescencias y se fueron perdiendo en el tiempo. Aquellos paisajes de la juventud perdida, reviven  en la evocación de la imagen fantasma. Reverberaciones melancólicas con misteriosa fragilidad y evanescencia. La bebida juega su papel en el recuerdo y el deschave final.

Disculpen si me he pasado
no me gusta importunar,
pero charlo demasiado
cuando tomo un par de tragos
se me da por recordar.
La cosa fue por Barracas,
la llamaban Soledad.
No hubo muchacha más guapa....
Soledad la de Barracas,
que me trajo soledad. 

Para servirlos, Vallejo,
bastante mayor de edad.
Conozco mejores días
y supe andar en señor.
Uno está abajo o arriba
sengún mande el corazón,
todo ha cambiado en mi vida
por una historia de amor.

   La versión de Aníbal Troilo con la voz de Alberto Marino, grabada el 28 de junio de 1945, fue todo un impacto. Pero hay muchos otros registros de este tango, que también tuvieron éxito. Miguel Caló con Raúl Iriarte, Rodolfo Biagi-Jorge Ortiz, Armando Pontier-Julio Sosa, Enrique Rodríguez-Armando Moreno, Edmundo Rivero, José Basso-Luis Correa, incluso Tita Merello acompañada por la orquesta de Carlos Figari. 

Acá traigo el registro discográfico de Aníbal Troilo, cantando Alberto Marino.

                                       



   

jueves, 15 de abril de 2021