El tango alcanzó su destino el día que el bandoneón le dio su sello definitivo a la gran creación.
¿Qué misterioso llamado a distancia hizo venir a un popular instrumento germánico a cantar las desdichas del hombre de Buenos Aires?
Hacia fines del siglo, Buenos Aires era una gigantesca multitud de hombres solos, un campamento de talleres improvisados y conventillos.
En los boliches y prostíbulos hace vida social es masacote de estibadores y canfinfleros, de albañiles y matones de comité, de musicantes criollos y extranjeros, de cuarteadores y proxenetas; se toma vino y caña, se canta y se baila; salen a relucir epigramas sobre agravios recíprocos.
El compadre es el rey de ese submundo, mezcla de gaucho y malo y de delincuente siciliano, viene a ser el arquetipo envidiable de la nueva sociedad: es rencoroso y corajudo, jactancioso y macho. La pupila es su pareja en este ballet malevo; juntos bailan una especie de pas de deux sobrador, provocativo y espectacular.
Es el baile híbrido de gente híbrida: tiene algo de habanera traída por los marineros, restos de milonga y luego, mucho de música italiana. Todo entreverado, como los músicos que lo inventan: criollos como Ponzio y gringos como Zambonini.
Artistas sin pretensiones que no estaban haciendo historia. Orquestitas humildes y rejuntadas que sabían tener guitarra, violín y flauta, pero que también se las arreglaban con mandolín, con arpa y hasta con armónica.
Hasta que aparece el bandoneón, el que le dio sello definitivo a la gran creación. El tango iba a alcanzar ahora aquello a que estaba destinado, lo que Santo Tomás de Aquino llamaría "lo que era antes de ser", la quidditas del tango.
Encarnaba los rasgos esenciales del país que empezábamos a tener: el desajuste, la nostalgia, la tristeza, la frustración, la dramaticidad, el descontento, el rencor y los problemas. Negar la argentinidad del tango es un acto tan patéticamente suicida como negar la existencia de Buenos Aires.
Y con la invencible energía que tienen las expresiones genuinas conquistó el mundo. Nos plazca o no (generalmente, no), por él nos conocieron en Europa, y el tango era la Argentina por antonomasia, como España eran los toros.
Y, nos plazca o no, también es cierto que esa esquematización encierra algo profundamente verdadero, pues el tango encarnaba los rasgos esenciales del país que empezábamos a tener: el desajuste, la nostalgia, la tristeza, la frustración, la dramaticidad, el descontento, el rencor y la problematicidad.
En sus formas más delicadas iba a dar canciones como Caminito; en sus expresiones más grotescas, letras como Noche de Reyes; y en sus modos más ásperos y dramáticos, la tanguística de Enrique Santos Discépolo.
Ernesto Sábato
No hay comentarios:
Publicar un comentario