Discépolo escribió en su tango Cafetín de Buenos Aires esos certeros versos:
"Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho me diste entre asombros,
el cigarrillo,
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor..."
Para los chicos de entonces, entrar al Café y foguearse junto a los veteranos que hablaban de fútbol, de tango y discutían sobre todas esas cosas vividas, incluida la política, era como un despertar a la asignatura que nos esperaba en la juventud, con la cual soñábamos. Además, ahí estaría la futura barra con la cual aprendería a bailar el tango, a jugar partidos de rompe y raja en los potreros de Soldati, el Bajo Flores o Sarandí, y los calenturientos comentarios posteriores sobre lo sucedido.
Todo eso era el Café por entonces. Un segundo hogar que nos despuntaba además la pasión por el tango. Porque tres o cuatro noches por semana, después del estudio y los deberes, iba a nuestro café donde solían caer cantores, guitarreros y fueyes. Incluso en el barrio teníamos a Paquito, que tocaba el fueye de oreja pero se las sabía todas, y lo acompañé junto con alguno más de la barra, a dar serenatas, otra cosa que me encantaba. Y a Carlón, un ciego cafiolo que tocaba el acordeón y andaba siempre con pulseras y collares de oro, que le trajinaban sus pupilas.
Como mi hermano escuchaba muchos programas tangueros de radio, y además compraba discos, yo tenía la oreja engrasada y cuando llegaban los violeros o algún fueye, les pedía temas que ellos tocaban con ganas y me apuntaba un tanto ante la barra de los mayores. Los valsecitos me los conocía todos, y ellos los sacaban al toque, de memoria. Igual que Paquito sabía todo lo que yo le pedía. Y si no se acordaba bien de alguno, yo se lo tarareaba. Y todo eso me daba chapa en el barrio.
En aquella época los valsecitos se tocaban más lentos pero tenían un sabor añejo maravilloso. Engalaban las fiestas de casamiento, los bailes barriales en en alguna casa del entorno y se les dedicaban también a las novias que lo disfrutaban al pie de su reja -como reza el valsecito-, en la ventana o detrás de la puerta de su casa, anes de dar paso a la comitiva para lo cual tenía que disponer de unas bebidas con las que los visitantes retomaban fuerzas...
Uno de aquellos inolvidables temas, era Una lágrima, que se lo escuché por primera vez a un trío de guitarras, cuando yo tenía pantalones cortos, y después en la calesita del barrio. Mi hermano lo tenía en el disco que grabó D'Arienzo con su orquesta el 27 de octubre de 1936. Y que sigue adornando las milongas por la fuerza rítmica y evocativa que logra en esa grabación. Me encanta.
El susodicho valsecito le pertenece al bandoneonista de la guardia vieja José Rebolini, un hombre de Boedo que compaginó su actividad musical con el oficio de herrero, de los tantos que había en aquella Buenos Aires, mezcla de ciudad y campo. Por eso lo llamaban también Pepe El herrero, y dirigió sus propios conjuntos, a la vez que alternó en otros como el del violinista Eugenio Nóbile. Pero siempre estuvo muy aferrado a su barrio y le compuso un tango a su equipo de siempre: San Lorenzo, dedicado al campeón de 1927, con letra de Carlos Pesce, que se anotaba en todas...
Bailando valsecitos en los patios, como lo pinta Roberto Gatti |
Las orquestas de Firpo, Canaro, Fresedo o Pacho, al igual que Corsini en los temas con letra, le grabaron algunos de sus temas. Una lágrima fue llevado al disco por Fresedo, Ciriaco Ortiz con su trío, o Juan Cambareri. Libertad Lamarque lo grabó, con la letra que le pertenece a Juan Durante.
El bandoneonista Luciano Leocata nos deja esta huella de cómo se tocaba antiguamente el bandoneón, y por ende, los valsecitos, más pausados, devolviéndome a aquella época de sueños y emociones adolescentes. Y D'Arienzo le mete la quinta velocidad para extasiarnos y hacernos volar en la pista con la página de Rebolini.
Atenti!!...
08- Luciano Leocata- Una lágrima - El bandoneón como se tocaba antes.
08- Una lágrima - Juan D'Arienzo
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