El contrato con Aníbal Troilo duró tres años, el mismo plazo que fijara mi compromiso con Horacio Salgán. Pero con ninguno de ellos hubiese hecho falta un papel firmado. De Salgán ya he escrito por qué, y en cuanto a Pichuco, ya lo dijeron muchos otros, todos quienes lo conocieron. El mejor resumen, el único que yo podría hacer, es que Troilo era un ser superior. Así lo vi comportarse conmigo y con todos, cada minuto, como si estuviese más allá de cualquier mezquindad y cualquier tontería humana. Así se mostró también cuando me llegó el momento de dejar su orquesta.
Ya mucho tiempo atrás había yo empezado a recibir ofertas tentadoras pero jamás lo consideré y, menos todavía, se las comenté al Gordo. Al vencer el plazo de nuestra compromiso tenía en mis manos tres grandes posibilidades para pasar a actuar como solista: una era de Federal, el máximo anunciante de la radio, otra de la grabadora RCA y, la tercera, del Marabú que había pasado a ser el cabaret de moda. La suma de las tres era una oportunidad muy difícil de repetir, por lejos superior a cualquier cifra fija que pudiese garantizarme cualquier conjunto.
Troilo y yo lo sabíamos, pero igual jugamos a cartas vista. No hubiese querido abandonar su orquesta y, en cuanto a él, hasta me hizo el homenaje de mostrarme su pesar con alguna lágrima de hombre. Sin embargo, fue quien me alentó a no dejar pasar la ocasión, como un padre que, aunque dolorido, aconseja a su hijo echar a volar.
Fue bastante más que una cuestión de dinero. Pichuco no medía nada en esos términos. Era un tipo que nunca supo lo que ganaba ni lo que gastaba, un ser diferente también en ese terreno. Yo, por mi parte, no sólo veía en el cambio una simple ventaja económica. Al fin y al cabo, nunca había alcanzado mayor éxito popular, ni más alta consideración profesional que durante ese período con él. Pero había otras cosas...
La ciudad era cada vez más esquiva a los cantores acompañados por guitarras, por buenos que ellos fuesen. Yo no iba a despreciar nunca el acompañamiento de orquestas y, menos todavía, el de un conjunto y un bandoneón casi incomparables, pero el violero no se quería entregar. El purrete con herencia de guitarreros, el jovencito que no sabía si abrir más los ojos o las orejas para asombrarse con los payadores, el Rivero que rebotaba con guitarra y todo contra radios, grabadoras y directores artísticos, quería seguir en la suya.
Rivero con el Rey Juan Carlos |
Antonio Carrizo dijo hace poco que, antes del pase de Maradona, nunca otro había sido más comentado que el mío aquella vez. Hay bastante de afectuosa exageración, pero de veras se habló mucho y se entendió poco, quedaron fuera del asunto cosas que Pichuco y yo no tuvimos necesidad de explicarnos.
A partir de allí, mi amistad con el inolvidable Gordo fue cada vez más íntima. No sólo quedaron en mis oídos las palabras de su despedida sino muchas otras posteriores, toda vez que el trabajo o el afecto nos volvió a reunir. Íbamos por muy distintos rumbos cada noche, y ni siquiera eso nos separó. Cada vez que el Gordo cayó enfermo estuve cerca de él y me alegré con cada una de sus recuperaciones. Pero nunca traté de ser su compinche, porque nos habíamos elegido para ser algo más que eso: amigos de verdad.
Edmundo Rivero
Y de aquellos años maravillosos extraigo una interpretación genial de orquesta y cantor, en el tango de Enrique Maciel y Héctor Pedro Blomberg: La viajera perdida, grabado el 20 de octubre de 1949.
089- La viajera perdida - Troilo-Rivero
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