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martes, 20 de agosto de 2019

Los maravillosos carnavales

Para aquellos que no vivieron lo que fueron estas fiestas en los años cuarenta y cincuenta,  vale la pena echar la vista atrás y recordarlo con los fulgores, colorido y músicas de aquellas rumorosas y dilatadas noches estivales inolvidables que reinaban en el almanaque. El tango mandaba, con sus grandes orquestas típicas en los escenarios, y alternando con los conjuntos de jazz y música movida, empujaban al baile a verdaderas multitudes de muchachos y muchachas que vivían la fiesta a pleno.


El Carnaval tuvo siempre magia. Desde niños, con los disfraces, aquellas batallas de agua, con globos rellenos de líquido, los baldazos inesperados y las carcajadas en todo el barrio. Las comparsas, el corso del centro y el vecinal, con guirnaldas, luces de colores, desfiles de carrozas, las rumbosas Reinas del carnaval en los clubes, en los festejos, y todo lo que aportaba a la vida familiar, rutinaria de los barrios más desfavorecidos, para las familias de los humildes trabajadores y sus hijos.

Nosotros ya habíamos entrado en otra etapa. El tango, el fútbol, los romances iniciales, ocupaban nuestras preferencias y sabíamos que las maravillosas 7 grandes noches7, del Carnaval nos encontraría con la barra milongueando a tope hasta la madrugada en la sede social del Club atlético Huracán, en la avenida Caseros frente al Parque Patricios.


Cada barrio tenía su Club social -esa gran conquista para los mayores, los jóvenes y los niños- donde pasábamos buena parte de nuestra niñez y adolescencia compartiendo juegos (billar, ping pong, teatro aficionado) y donde aprendimos a bailar el tango con los muchachos mayores. Huracán era el lugar ideal para milonguear por sus modernas instalaciones y los espaciosos y bien pertrechados salones, que atraían a bailarines de ambos sexos de numerosos barrios y del Gran Buenos Aires incluso. Recorrí muchas milongas porteñas y confiterías, y para mí Huracán estaba en el top de estas congregaciones.

Muy temprano aporté iniciativas que fueron siempre muy bien recibidas en la barra. Como inscribir a nuestro equipo de torneos veraniegos de fútbol, armar equipos, buscar rivales para el fin de semana, alquilar campos de juego en Villa Soldati, el bajo Flores, Sarandí y demás. Además organizaba alguna Fiesta especial con artistas que aportaba nuestro amigo y vecino, el locutor Roberto Pozzi, donde yo fungía de maestro de ceremonias, discjockey en la milonga posterior y demás. (a mis 17 años).Y para unos carnavales decidí comprar una tela en la tienda del barrio y a una señora camisera le encargué me hiciera una de colores, cosa de la cual convencí a otros de la barras y así nos pertrechamos e identificamos en aquellas fiestas carnestolendas en las instalaciones de Huracán.

La foto carnavalesca de la barra antes de salir hacia la milonga de Huracán

Recuerdo especialmente  las siete grandes noches con las orquestas de Osvaldo Pugliese, Carlos Di Sarli y Alfredo Gobbi, respectivamente. Junto con ellas, estaban las de jazz: Oscar Alemán, la Casino y la San Francisco. Eran muy ilusionantes aquellas jornadas y nuestra barra estaba integrada por unos veinte muchachos, todos milongueros, y la mayoría hinchas de Pugliese. Por la tarde, antes de acudir a Huracán, nos juntàbamos unos cuantos en la casa de uno de los nuestros, y escuchábamos discos, los temas que luego bailaríamos. Aquella etapa impresionante del flaco Morán, que les llegaba al cuore a los varones y estremecía a las milongueras....

La noche era esperada como un oasis en medio del desierto. Nos juntábamos en el café de la esquina, salíamos en grupos, hacíamos una parada en la Pizzería "El Globito", de Caseros y Rioja, nos embutíamos un par de porciones, uno o dos vasos de moscato frío y ya estábamos listos para la fiesta. Los alrededores del club adelantaban lo que sería la noche, por el bullicio, vestimental y vocinglería de la masa que estaba llegando...

                           

Con Pugliese todas las noches eran especiales porque sus seguidores iban adonde actuara y lo hacían acompañándose con cantos y aquel "Ese.... ese.... ese..../ la barra de Pugliese". Nunca tuve idea de cuanto se recaudaba en cada noche de estas pero se habilitaban unas 4/5 pistas y calculo que fácilmente estarían mil personas en una velada de aquellas, bailando y divirtiéndose de lo lindo en  Huracán, como sucedía en tantos otros locales de la ciudad y la Provincia.

Muchas chicas  calzaban vestimentas especiales que las hacían más coquetas y seductoras. Todo se prestaba para crear ese clima mágico. La alegría era la reina de la noche, sobre todo al bailar con la jazz y los ritmos contagiantes. Con la típica era otra cosa. Bailábamos como si no fuese carnaval y había una competencia tremenda. Si lográbamos bailar casi toda la noche, la felicidad nos invadía y volvíamos a casa a las cuatro de la mañana, y junto a un par de amigos, disfrutábamos la cena que nos dejaba nuestra madre, al otro día cambiábamos a otra casa y así alternábamos...

                           
No podía salir de Huracán. Era un ambiente amravilloso. Una noche, con tres amigos, nos escapamos a San Lorenzo, donde estaba D'Arienzo las siete noches, pero el ambiente y el nivel de baile era otra cosa. Huracán fue un templo milonguero y por allí pasaron Copes-María Nieves, el Flaco Tim, Teté, Gloria y Eduardo y muchos que luego serían famosos. Pasado el aldabonazo del carnaval, los domingos a la noche volvíamos con las grabaciones, los salones llenos, la pinta al mango, los códigos, las chicas de un lado, nosostros enfrente; la pista grande para los buenos, la más chica para los menos preparados...

Nos quedaba aquella sensación de bullanga, diversión y noches inolvidables que seguían latiendo en nuestros cuores.... Pero volvíamos ser los milongas bien empilchados, perfumados, con pastillas de menta para el posible mal aliento y los pasos aprendidos en aquellas prácticas que tanto nos dejaron. Eso sí, la elegancia predominaba sobre las figuras y teníamos en la barra algunos ejemplos que procurábamos imitar: El Gordo agapito, el Petiso Amador o el loco Cantinflas.


Cuando el tango entró en una etapa de apagón, con las orquestas achicándose y primando en radio y espectáculos el rock y otros ritmos foráneos, aquellos carnavales impresionantes también pasaron a mejor vida. Pero nos dejaron un poso, un recuerdo gozoso, muy grato, de una sociedad que sabía divertirse y olvidar las penurias diarias en estas fiestas que congregaban multitudes, sin distinción.                                     


                                   
                             

sábado, 17 de agosto de 2019

Sobre Carlos Gardel

Llorar a un cantor es una manera de romanticismo popular.Y esto no lo podemos desviar con preconceptos. que en el fondo son el producto de una civilización literaturizada alejada del calor y de la vitalidad popular.
                                                                          Homero Manzi


   Entre un montón de escombros, en Medellín, una lejana ciudad de Colombia, se quemó para siempre el terciopelo con que Carlos Gardel envainaba el metal limpio de su voz. Y ésa, la muerte de su voz querida, fue su verdadera muerte. Así, trágicamente, desapareció el cantor, no de Buenos Aires, sino de la República del Tango. De esa república dibujada sobre el mapa de la emoción, con el carbón de los puchos apagados que cuelgan en la oreja de todos los compadritos muertos, y pintado de rojo en el carmín de las muchachas tristes que dieron el mal paso.

   Esa República del Tango cuyas montañas son las barrancas que se derrumban en las esquinas; y cuyos ríos, las aguas sucias que circulan al margen de sus calles; y cuyos paisajes turbios, como si se vieran a través del alcohol, son las callecitas empolvadas de estrellas y adornadas por los faroles legendarios y las higueras que se asoman como sombras por encima de las tapias despintadas. Es que Carlos Gardel era un hijo de los arrabales. De todos los arrabales. De cualquier arrabal. Y si en su risa llevaba el sello de la picardía limpia que brilla en el rostro de los purretes de la calle, en el fondo amargo de su canto encerraba toda la angustia del arrabal que sufre, que lucha y que canta.

                           
  Por eso el arrabal lo tenía de símbolo y de venganza. Era el símbolo, porque en su canto suave se amontonaba la compleja sentimentalidad suburbana, y era una venganza, porque con su risa derecha, con su andar hamacado, con ese dejo compadre y dulce de su voz, y con el brillo de su melena negra, se había impuesto a la soberbia de todos los públicos y había hecho entrar en todos los oídos, con la ganzúa de su arte, el canto de las barriadas: EL TANGO.

   Por eso, a Carlos Gardel, en esta Patria que tiene un pueblo sentimental como una novia, derecho como una daga y amigo como un poncho, a Gardel se le consideraba un compañero más. Un apretón de su mano valía para sellar una amistad eterna. Una sonrisa de su cara franca era una luz de inevitable simpatía. Un chiste de su labio confianzudo acortaba la distancia más larga. Y un simple eco de su voz confidencial y tierna levantaba la polvareda franca de los aplausos.

   Por eso su muerte repercutió en los hombres y en las cosas. Por eso, cuando se fue, estuvieron más silenciosos los patios colorados de los conventillos. Por eso, los bandoneones gimieron como nunca en los borboones sentidos de los bajos. Por eso los naipes se fueron a baraja más misteriosamente; y por eso, en el contraluz de los atardeceres de las barriadas, ese día desfilaron las sombras de todos los machos desaparecidos en la ley del  cuchillo, de todas las muchachas que gastaron su pulmón en la tragedia de la Singer, y de todas las milonguitas que cayeron por la pendiente de la fatalidad al empujón de la miseria.

                               


   En una de las últimas películas que filmó Carlitos Gardel, en Tango Bar, aparece en un determinado momento vestido con el traje característico de los muchachos porteños de hace muchos años: pantalón a cuadritos y en bombilla, saquito con trencilla, el botín enterizo con un taquito en punta, lengue al pescuezo y funyi a lo Massera. Y allí, muchacho lindo, nos hizo el regalo de un tango canyengue bailado por él. Y Gardel era un gran bailarín de tango. En ese aspecto no lo conocía el público, pero en el ambiente de sus colegas y amigos se lo sabía capaz de traducir al tango, también, el enredo de los pasos y la elegancia de los movimientos.

                                                                                              Homero Manzi.

lunes, 12 de agosto de 2019

Todo enredado en el tango

Los enredos son difíciles de explicar. Mi vida probablemente comenzó con un tango, sonando en la radio cerca de mi madre y mis primeros gritos para respirar.

La radio era muy importante en la vida de las personas, y el tango significaba mucho para mi padre. Lo cantó en la ducha, lo silbó camino al trabajo e hizo que la casa se detuviera en la noche cuando se sentaba al piano y presentaba una actuación digna de un lugar en el escenario del Teatro Colón. Las notas minimizarían nuestras bromas infantiles y traviesas porque era casi imposible concentrarse en otra cosa; la música era tan poderosa, tan emotiva, tan llena de significado que quizás éramos demasiado pequeños para comprender.

Mi mamá tarareaba las palabras suavemente para mis hermanos y para mí. Más tarde, cuando le preguntamos acerca de ellos, ella recitaba las letras de las canciones de memoria, realzando las imágenes poéticas ocultas que nunca las cantaba.


Cuando nos quejamos de que no entendíamos esta música, papá nos tocó "La Calesita", una canción que llevó a nuestra imaginación a deambular por los tiovivos giratorios de Buenos Aires, las calles empedradas del barrio y las plazas sombreadas y la experiencia emocionante. de ganar un viaje gratis por casualidad con "la sortija". Nos contó historias sobre sus días en la gran ciudad, su colorido abuelo italiano, Radio El Mundo y uno de sus innovadores de tango favoritos Julio De Caro, historias que resultaron ser más interesante que Cenicienta o Bambi. 

Encontró entre nuestros juguetes favoritos un teclado de bandoneón y explicó sobre los días de su orquesta en mi ciudad natal de Esperanza, Santa Fe, en Argentina, donde tocaba desde que tenía 17 años, y sobre la voz oculta en los profundos fuelles del instrumento. Estuvimos hipnotizados durante días, acariciando las llaves de nácar y soñando con su voz. Supongo que imaginamos que era una especie de lámpara de Aladino, y la voz del tango se elevaría en cualquier momento.

La adolescencia trajo diferentes emociones y luego la letra de los tangos adquirió más significado. La complejidad del mundo de los adultos y las sutilezas de las relaciones humanas finalmente tenían sentido para mí. Luego vino el amor, el matrimonio, tres hermosos hijos, los esfuerzos de adaptarse a una nueva cultura, un nuevo lugar en el planeta.

Pasaron los años y mi esposo fue el que me trajo el tango en un nivel completamente diferente. Me llevó de la mano a un mundo diferente: el baile, un nuevo amor que abrió la caja de Pandora de mis recuerdos musicales de la infancia. Él tiene un verdadero corazón Milonguero y me dio el coraje de intentar bailar tango. Nunca imaginé que después de treinta años de vivir juntos, descubriríamos un nuevo idioma, una nueva forma de comunicarse. No empezamos a bailar a los treinta o cuarenta, empezamos a vivir y respirar tango a la edad en que a la mayoría de la gente le gusta la música de los elevadores o usa medicamentos contra la artritis.

Era tímido y tímido, siempre tenía miedo de cometer errores o de reírme, pero su entusiasmo me atrajo y me arrastró a las primeras lecciones. Fue un descubrimiento sorprendente, la emoción de comprender el significado de una ligera presión en la espalda, un abrazo más fuerte, un balanceo de las caderas, un toque de paso. Aprendí movimientos de baile que parecían contener una verdadera filosofía de vida: respeta a tu pareja, espera a su guía, adorna los silencios con hermosos gestos y trata de no pisarlos.

                                     
Encontramos música de tango en vivo a miles de millas de Argentina en un casino de Las Vegas. Se sintió como Ali Baba descubriendo la cueva llena de tesoros: el sonido apasionante del bandoneón hizo que nuestros corazones perdieran algunos latidos con un susto. Comenzamos una búsqueda febril de oportunidades para aprender y mejorar nuestras habilidades y lugares para bailar, incluso zapatos especiales para usar. Encontramos talleres, lugares para practicar, maestros fantásticos y Milongas desde California hasta Nueva York y Miami.

El tango comenzó a detenerse detrás de cada uno de nuestros proyectos y cada viaje. La parte más importante de cualquier vacación o viaje fue buscar una Milonga cercana, un término que pensamos que era exclusivo del léxico argentino, que se había vuelto universalmente popular, por lo que detalles específicos sobre dónde y cuándo bailar flotaban en el ciberespacio esperando nuestras búsquedas.

Compartir la música que despierta tantos recuerdos en mí no fue fácil. A veces miraba a la gente bailar y me preguntaba si el tango los agarraba como yo, si una carga emocional les ponía un nudo en la garganta o una lágrima en los ojos. No quería que la música se distorsionara, estereotipara o malinterpretara como un montón de pasos mecánicos y llamativos, la rosa apretada entre los dientes, la herida en la falda corta. Quería bailar tango de una manera que hiciera que todos entendieran cómo nació y se crió en las calles de Buenos Aires; La verdadera voz de la gente: sin distinciones de estatus social, color de piel, profesión, trabajo, edad o nivel de ingresos: auténtico, genuino, tierno, humano, arrogante, agridulce y apasionado. 

Después de bailar tango durante unos seis años, principalmente en los Estados Unidos, después de tantas hermosas experiencias, después de conocer a tanta gente maravillosa y hacer el más querido de los amigos, he llegado a la conclusión de que el tango no necesita explicaciones, traducciones, comentarios o citas históricas. He sido testigo de la música de mi amado país que envolvió y cautivó a personas de diferentes edades, tamaños, formas y colores en este país también. Ahora sé que el tango continuará su viaje mágico a través de los corazones y los cuerpos de las personas, solo porque, en este mundo material, tecnológicamente inteligente e individualista, todos pueden ser hechizados por el calor de un ambiente simple, natural, poderoso, cálido, sentí un abrazo profundo.

Entonces, aquí estamos, esperando la próxima Milonga de la misma manera que un adolescente espera la noche de graduación, y agradeciendo a mi querida Argentina por este perpetuo, emocionante y apasionado enredo con el baile y la música del tango.

Alba Barberia 

(Alba es una terapeuta infantil capacitada, que vive en Santa María, California, con su esposo y compañero de baile, Juan Mario.  El padre de Alba, Alejandro N. Balboni (1914-2006), era pianista en varias pequeñas orquestas en Esperanza, Argentina. Sus grabaciones no han sobrevivido.)