El bandoneón El primero que tuve se lo compramos a un ruso. El trato fue de 12 cuotas de 10 pesos. Pagamos las cuatro primeras y el ruso no vino más. Ese bandoneón todavía lo tengo. Yo lo llamo cadenero porque cincha conmigo esta dura barrera de la ida y de la muerte desde hace cuarenta años.
El primer maestro El jorobadito Goyo, que trabaja en el Correo, me llevó a casa de Amendolaro. Él fue mi primer maestro pero me duró poco. Era más sacador de piezas que músico. Recuerdo su buen oído y su fatiga por enseñarme, de manera que había que clavarse o había que irse. Yo me fui. Eso ocurrió en 1925.
El debut amistoso Fue una trampa de amigos. Me llevaron al cine Petit Colón, que estaba en Córdoba, entre Agüero y Anchorena, prometiéndome que tocaría un par de tangos escondido entre las bambalinas. Me lo creí y fui. Mi intervención debió haberle gustado al dueño del cine porque conversó con mi madre y le propuso que formar el trío que ejecutaba música mientras pasaban películas mudas. Mi madre aceptó la propuesta con la condición de que estuviera de vuelta en casa antes de la medianoche, porque a la mañana tenía que ir al colegio. Era un sacrificio muy grande para mi edad. En el colegio siempre tenía sueño. Yo estaba en tercer año y había que elegir. Y elegí: largué el colegio nacional.
El debut oficial Ocurrió en el café Ferraro, en Pueyrredón y Córdoba. Yo tenía 13 años y los bolsillos llenos de miedo. Se trataba de una orquesta de señoritas, que en ese entonces eran muy comunes en los cafés de barrio y en las confiterías del centro. Eran cuartetos pero se les decía "Orquesta de señoritas". El piano siempre lo tocaba una gorda. El violín estaba en poder de una flaca. En toda orquesta de señoritas había un hombre. También eso parecía una cosa obligatoria. No sé porqué debía ser así, pero el hecho es que siempre fue así. Entonces, yo pasé a ser el hombre de aquella orquesta. Creo que estuve un par de semanas. De allí me arrancó Eduardo Ferri, cartel de primer orden en aquellos tiempos, cuya orquesta ejecutaba cuatro ritmos: tango, fox, folklore y algo con aspecto de cosa internacional, como ser el vals vienés, la canzoneta napolitana, el pasodoble español y la chançon del viejo París. Con Ferri también estuve poco tiempo porque formé mi primer conjunto. Un conjunto reducido con el que conseguí trabajo en un palco también hundido en la penumbra, el del cine Palace Medrano. En el piano de aquella orquestita estaba un amigo y un gran músico, Héctor Lagna Fietta, que desde hace año está radicado en Brasil y colecciona sucesos como hombre de jazz. En ese cine, entre película y película se producía el entreacto y era nuestro momento. Ahí tocábamos.
Pichuco II Duré bastante en el Palace Medrano. Sentía como si estuviera ubicado en el umbral mismo de la calle Corrientes. Tenía el Lacroze a mano, de modo que en cualquier momento cerraba la jaula -como Julián (Centeya) llamaba al bandoneón-, metía la mano en la manija y derecho hasta los metros finales donde estaban los cafés de tango. En ese sala cinematográfica, me definí frente a la vida. Ahí empecé a ser esto: Pichuco. Uno. Yo mismo. Me hice, y esto es lo importante. Me di a mí mismo, arrancando desde aquel palco en sombra cuando tenía trece años, vestía pantalón corto, calzaba medias negras, largas. Era el tiempo en que Julio De Caro imponía su figura fabulosa de músico que había sabido crear la otra cosa y que por ser otra era nueva y como tal, todo lo renovaba. Tallaba Juan Maglio, Pacho, cuyos discos Columbia salían en cantidades fabulosas, copando el país. Yo nací tanguísticamente cuando todo esto ocurría
Pacho Juan Maglio venía de arrastre largo, con una fama que iba desde el Gariboto hasta las pulperías sureñas. De pronto se encontró con un problema en cuanto a la modalidad, estilo y formas que iba adquiriendo el tango. Pacho era el ayer habanerado, con todo el coraje que se necesita para deshojar un repertorio a la parrilla, vale decir, sin someter la partitura original al proceso de una instrumentación. Por ahí andaba De Caro con reminiscencias de Eduardo Arolas, con otro tango. Maglio -y era el año 1929- entendió que había que entregarse al nuevo ejercicio y decidió formar un sexteto moderno, con gente joven. Reunió: a Mérico Figola, que era un excelente bandoneón. Pensó en los violines y optó por Doroteo Guisado y Benjamín Holgado. Había un muchacho flaco que dominaba con extraordinaria destreza el contrabajo y lo fue a buscar. Se llamaba Ángel Corleto. Faltaba otro bandoneón y Pacho se acordó de un pibe gordito, de pantalones cortos, que había visto en el cine Medrano y me mandó a buscar. Me hablaron en un entreacto y acepté. Debutamos en el Germinal. Era sábado.
Vardaro-Pugliese Elvino Vardaro y Osvaldo Pugliese habían formado un quinteto en 1929. En el 30 lo renovaron. Siguieron ellos dos, Corleto en el contrabajo, Miguel Jurado como bandoneón y entramos Alfredito Gobbi y yo. Los dos nos fuimos en el 32. Yo me fui con Ciriaco Ortiz al cabaret Casanova y y Gobbi se abrió para ir con Pugliese al Moulin Rouge. Al mismo tiempo yo grababa para la Victor con Ciriaquito, Kalisay (Vicente Gorrese), Germino, Vardaro, Corleto y Francia.
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