Muchas veces se ha hablado en sentido crítico sobre las letras de tango porque hablan de la traición de una mujer, o la denigran, o pìntan hazañas de nocheros, cuando en realidad el género rebosa de versos de muy buen nivel, tratando sobre diversos temas. Una y otra vez repaso páginas de cierto calibre poético que nos instan a seguir escuchando determinados andares adventicios, pormenores íntimos, incluso argumentos triviales pero familiares, cercanos, que bien interpretados nos invitan a la meditación y a volver a escucharlos.
Después están los versos que le llegan de modo sugerente a uno, por su construcción intelectual, metafórica, la estética, o por la filosofía que está inyectada en ellos. Cosas que nos tocan, porque recuerdan vivencias propias o experiencias fundamentales como el amor. En un tendal de rimas, la estela de los viejos maestros, atentos a la realidad, nos muestran como sublimar el brillo mercenario de las palabras.
Todo ello me permite reflexionar sobre un tango cuya letra le pertenece a Jesús Fernández Blanco, un vallisoletano llegado de niño a Buenos Aires y que se incrustó con éxito en las huestes poéticas del tango y también supo escribir textos teatrales. Bastaría con recordar algunos temas que le grabó Gardel, como Lonjazos y el que me ocupa hoy. Pero también fue autor de El abrojito, Seguime corazón, Tierrita, Qué hacés...que hacés, Corazón de oro, El barbijo y otros.
En mi caso personal, este tema que compuso con el pianista Eugenio Carrere me trae muchos recuerdos,. Porque mi hermano escuchaba a Gardel por radio y en una oportunidad, cuando del receptor surgió este tango, me llamó mucho la atención. Ya con pantalones largos, una noche en el Café con la barra, el loco Mónaco que tenía una pinta bárbara y entonaba muy bien, se paró en la noche profunda y nos cantó los versos de Fernández Blanco que me llenaron de emoción. Allí terminé de comprender la historia de la vida, plasmada en una pareja donde el hombre le recuerda el feliz pasado a su mujer y aquel inolvidable primer beso..
y al calorcito del dulce hogar,
mientras los chicos juegan y ríen
añoraremos la mocedad...
¿Te acuerdas, vieja?, de aquella tarde
cuando temblando por la emoción,
y acobardado por tu belleza
por vez primera te hablé de amor...
Como rojas amapolas
tus mejillas vi encender,
y tus ojos se cerraron
como flor de atardecer...
De tus labios incitantes
un suspiro echó a volar,
y el lucero de la tarde
nuestras bocas vio juntar...
Felices años en este nido
dieron su fruto de bendición,
nuestros hijitos que ya son hombres
buenos y honrados como tú y yo...
Cómo han crecido, ya tienen alas
pronto su nido querrán hacer,
y entonces vieja, nos quedaremos
solos y tristes con la vejez.
Pero nuevas primaveras
han de dar flores de amor,
y vendrán los nietecitos
a curar nuestro dolor...
Con sus risas y sus llantos
nuestra vida alegrarán,
y después... después, mi vieja
¡nuestros ojos cerrarán!
Además de la impagable versión de Gardel con sus guitarristas en 1929, también lo llevaron al disco Alfredo Gobbi con Jorge Maciel, Julio Sosa acompañado por la orquesta de Domingo Federico, Miguel Montero secundado por el conjunto de José Libertella.
Es obligatorio escuchar la versión de Carlos Gardel acompañado por las guitarras de Aguilar y Barbieri.
Y la interpretación de Julio Sosa en vivo, acompañado por Leopoldo Federico y su orquesta.
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