Reconozco que toda la obra del poeta Héctor Negro me fascina, me acerca al barrio natal, a la adolescencia y la juventud, las primeras aventuras, los códigos de la barra y todo aquello que fue quedando atrás pero que tanto sirvió para transitar la ruta de la vida. Sus versos son filosofía pura. Porteñería al mango. El lenguaje que se encuentra imaginariamente con lo visual.
No me canso de releer su poesía que actúa como conjuro. Sin caer en estereotipos ni clichés. Ese halo nostálgico y crepuscular, en un estallido de ilusiones y desilusiones, si bien tiene una sensación de melancolía en su pintura, muestran a un gran retratista poético. Los recuerdos difusos de la infancia van forjando un espacio y un tiempo.
Héctor Negro, un poeta del tango con mayúsculas |
Cómo no sentirnos impregnados de esa nostalgia por el pasado en las baldosas y adoquines que acunaron los juegos y sueños compartidos. El paisaje de la realidad palpitante no logra eclipsar el tiempo transcurrido, sino que agranda la fuerza biyectiva de la juventud que soñaba con perpetuarse en los lugares de su vida donde fue tan feliz. Y entonces llegan esos cambios bruscos. La continua metamorfosis del supuesto progreso que él lo interpreta en modo opuesto. Aferrándose a lo vivido.
que se me va de las manos.
A mí
que la amasé en luz y barro.
Ciudad,
abeja de hollín porfiado.
Neón,
sobre el desvelo clavado.
de bache, pared y asfalto.
La grúa sobre la pena
y una garúa de antenas
desplumándome el gorrión.
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