Por Buenos Aires voy caminando,
cantando un tango por Buenos Aires.
Todos luchando cuerpo a cuerpo por un mango
pero yo, cantando un tango por Buenos Aires.
Voy a buscarte para encontrarte
en esa esquina de San Telmo sin ochavas.
Homero y Virgilio Expósito
No es correcto hablar de tanguedad o de tanguidad porque los sufijos -dad, -edad e idad sólo se dan en nombres abastractos derivados de adjetivos. De algún modo hay que nombrar, sin embargo, la sustancia del tango, el hipojéimenos, que decía Aristóteles; la quidditas, que decía Santo Tomás de Aquino, aquello de lo cual solemos decir que es compadrón, que es sentimental, que es porteño, que es viril, que es malevo, que es dormilón, etc. Por eso, algunos han creado la palabra tanguedad o tanguidad. Podríamos preguntarnos, entonces, qué es la tanguedad, pero preguntémonos qué es el tango, cuál es la sustancia.
Las respuestas son muchas. Para unos, el tango es el dos por cuatro, cosa que, por lo general, firman refiriéndose al cuatro por ocho; para otros, es una entidad bailable; para Borges es una memoria de bravuras; para éstos es la voz de Gardel emergiendo victoriosa del tocadiscos; para aquéllos es un arresto de virilidad. Los hay que no discriminan esencias, cualidades, sino cronologías, y lo mismo le da la fachenda de Villoldo que las lágrimas de Contursi, lo mismo la vivacidad de El Choclo que la lentitud abolerada de Nostalgias pero afirman que el tango termina allí donde parece haber concluído su propia aptitud para renovarse, y así unos se quedan en Firpo, otros avanzan hasta De Caro, algunos perseveran hasta Salgán y poquísimos llegan hasta Piazzolla.
Y bien, ¿cuál es la sustancia del tango, lo que subyace al ruido, por lo general armonioso, de las orquestas; a las voces transidas de los cantores; al alarde de los bailarines? ¿Acaso la tristeza, la melancolía, o la nostalgia? No, porque el tango ya era tango cuando era alegre; en realidad, nació alegre, demasiado alegre tal vez. ¿Cambió acaso su sustancia cuando se puso sentimental y llorón? Nadie, salvo Borges, osaría decir tal cosa. Es que ni la alegría ni la tristeza, ni el compás cuadrado, ni las estilizaciones, ni la síncopa, ni el analfabetismo orejero, ni el virtuosismo son la sustancia del tango. La sustancia del tango es la aptitud para expresar los sentimientos del porteño y, por extensión, del argentino.
Y así, cuando el porteño, al cabo de desangrarse en guerras, necesarias e innecesarias, buscó la alegría en la juerga, el tango nació juerguista... Y cuando el porteño -que ya cargaba tanta sangre gringa- se mimetizó con con la nostalgia inmigrada, el tango se hizo sentimental, sin dejar por eso de ser tango, como el porteño no dejaba de ser porteño. Y cuando la enseñanza gratuita y obligatoria comenzó a desencompadrar al porteño, el tango también se desencompadró.
Y cuando los medios de comunicación en masa comenzaron a internacionalizar los sentimientos de la gente, el tango internacionalizó su melodía. Y cuando el porteño, un poco por educación y otro poco por mimetismo, comenzó a sentirse un poco más culto, el tango también arrojó la ingenuidad al desván y se refinó en los alambiques de Galván, de Piazzolla, de Stampone. A lo largo de ese proceso, el porteño, que siguió siendo porteño, no perdió su sustancia, ni perdió la suya el tango. Que siguió siendo tango.
Pero el proceso no ha terminado. Si el porteño de hoy no es el de ayer, tampoco es el de mañana. Y tampoco es el tango de mañana este tango de hoy, que a algunos les parece la última Thule. Porque, si el porteño cambia, el tango no puede quedar inmóvil sin perder su sustancia.
Si se quiere un tango eterno hay que admitir un tango cambiante, porque la sustancia del tango no reside en el dos por cuatro, ni en el cuatro por ocho, sino en el cambio. Y el cambio permanente exige la permanente búsqueda, la experimentación permanente. Si se quiere un tango eterno hay que admitir la fatalidad de no bañarse dos veces en el mismo tango, como el tango debe admitir la fatalidad de no expresar dos veces al mismo porteño. El porteño, el tango -diría Heráclito- no son, devienen. El devenir es su sustancia.
José Gobello
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