Parecía que ninguna fuerza del mundo fuera capaz de parar la música de la calle Corrientes de aquellos años. Era la fiesta de las fiestas: la noche tenía toda una corte de arlequines y polichinelas, de colombinas y marquesas, de príncipes engañosos y de payasos sinceros. Eran los últimos años del cabaret al viejo estilo, de la milonga. Buenos Aires los despedía con todos los honores.
Mi debut con Troilo fue en el Tibidabo, en plena avenida; unos de los tres mayores cabarotes de la época. Los otros dos fueron el Chantecler y el Marabú, que estaban pegados a Corrientes pero en transversales: el primero en Paraná y el otro en Maipú, como marcando fronteras al norte y al sur.
El Antiguo Café Marzotto de la calle Corrientes 1124.
En todos lados el rey era el tango. Aun cuando compartiera los escenarios ocasionalmente con orquestas de otros géneros, ni por asomo le podían restar público ni aplausos. Había tango hasta de día, casi en cada puerta de Corrientes. Además del viejo Nacional, florecían Tango Bar, Marzotto, La Armonía, boliches exclusivamente tangueros. Cada uno tenía su propio público, cada orquesta sus propios y seguidores hinchas y lo mismo sucedía a veces con los cantores o con algunos instrumentistas.
Entre tanto prócer que vieron aquellos años, figuras muchas que llegan hasta hoy brillando, había también casos pintorescos, personajes que buscaban la atención del enorme público tanguero, pero por medios extraños. Entre ellos recuerdo tres cantores: el de la voz de acero, el cantor sin piernas y el cantor gorila.
El de la voz siderúrgica era, según él, quien tenía el récord de permanencia en el canto. Decía poder atormentar a la gente un día seguido, pero creo que nunca encontró interesados. Una vez le siguieron el tren en el Tango Bar y le dijeron que pidiera el tipo de acompañamiento. Se despachó con poco: cuarenta guitarristas, eso sí, veinte vestidos de smoking negro y veinte de blanco. Se lo prometieron y le aseguraron que la prueba se iba a transmitir por onda larga , corta y "cortita".
Allí mismo, en el Tango Bar, en una noche medio de "entrecasa", lo dejaron subir al palco y cantar. Durante toda la pieza tenía la mano derecha escondida detrás de la espalda y, al terminar, hacía aparecer un globo. Inmediatamente, para sorpresa de todos, lo pinchaba. Según él, era una manera de hacer saber que había concluido, una especie de "Fin", pero audiovisual. El cantor de la voz de acero era un precursor.
Lo malo fue que esa vez, no hubo modo de hacerle entender la broma y quería cobrar. Le habían hecho un contrato de grupo y pretendió hacerlo valer en la comisaría. Después, le explicaba a Troilo: "Yo sé que usted me anda buscando, pero no quiero sacarle el pan a ese muchacho Rivero, tiene tres hijos...".
El cantor sin piernas era más sencillito, auténtico. Lo único malo es que le gustaba entrar a escena haciendo bandera. El gran efecto lo daba al aparecer a toda velocidad en uno de esos carritos hechos con madera y rulemanes, una especie de patineta que hacía avanzar como remando con dos tacos. Tomaba envión entre cajas, giraba, y en cierto momento parecía que se iba a caer del escenario, pero no. Había un tope de goma que el público no veía, en el que el carrito topaba siempre. Mejor dicho, casi siempre, porque una noche le hicieron el mal chiste de retirarle el taco de goma. Mejor no contar más...
Otro famoso fue El gorila, también un semi inválido por parálisis de piernas, que había descubierto su yeite. Entraba vestido con un casi perfecto disfraz de gran mono, descolgándose desde lo alto de La Armonía por medio de una soga que habían disfrazado también, pero de liana. Muchos lo deben recordar; incluso no cantaba mal el "Gorila", pero lo lamentable era aquella aparición que, no hace falta decirlo, no tenía un pito que ver con lo que el hombre venía a decir después: la historia de Esthercita o de Ladrillo.
Qué importaba. Créanme que de veras, por esos años, la calle Corrientes daba para todo.
EDMUNDO RIVERO
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