Nacido en 1924 sacó chapa de
cantor de tangos, en los más importantes templos porteños del género: Tango
Bar, Chantecler y el Marabú, cabarés donde reinaban las mejores orquestas y
congregaban a legiones de noctámbulos bailarines de ambos géneros. A los 4
añitos ya debutaba en la compañía de Arturo De Bassi chapurreando un tango. Su
nombre real: Oscar Manuel Rodríguez de Mendoza, se acortaría artísticamente y
pasaría a llamarse Oscar Ferrari.
Su padre fallece con 28 años y retornan de
Montevideo, donde estaban actuando, radicándose con su madre en el proletario
barrio de Barracas que le da su impronta definitiva, con sus calles empedradas
y desparejas, sus fábricas, los interminables partidos de los chiquilines con
la pelota de goma y ese sello del
arrabal. El tango recibió su voz de tenor potente, su baja estatura y sus
afanes.
Se fue formando en orquestas de medio pelo, desde los 14
años, hasta que en un concurso de radio realizado en 1943, cantó el siempre difícil:
Alma de bohemio y emocionó tanto al director Juan Caló, que ahí mismo lo
contrata y así su nombre comienza a tomar dimensión. Posteriormente se enrola
en la orquesta de un director mítico: el violinista Alfredo Gobbi, que actuaba en el Marzotto de la calle
Corrientes.
Con Edgardo Donato en el Tango Bar. Carlos Almada es el otro cantor |
Gobbi, con su calma y bonhomía, le ponía la mano en el hombro y le
sugería: “Así no, pibe, no cante tanto”, tratando de bajarle el tono alto. Posteriormente le sucedería algo
parecido en el conjunto de otro grande: Edgardo Donato, el autor de A media
luz. Los músicos le musitaban por lo bajini, en tono irónico: ”Así nó, plomo….Así nó, cuete…”.
El violinista y cantor Hugo Gutiérrez, lo convence, le
da lecciones, lo modela , y con los años Ferrari lo recordaría risueñamente y
agradecería esos consejos y experiencias que le servirían para modular su voz,
contenerse en los calderones y
establecer su nombre en las marquesinas rutilantes de la época dorada
del tango en Buenos Aires.
Pasó fugazmente por
la orquesta de Astor Piazzolla que decía que “los cantores en el tango son una
desgracia, un mal necesario”. Y llega la etapa de su consolidación en los
conjuntos importantes de José Basso, donde hizo pareja con un grande: Fiorentino, que lo presentó al director
y en el del bandoneonista Armando Pontier, formando dúo con el inolvidable
Julio Sosa.
En la orquesta de Armando Pontier compartiendo rubro con Julio Sosa |
Ferrari había
alcanzado su altura de crucero y el tango Venganza, de Luis Rubistein fue su gran éxito, en la
orquesta del pianista José Basso, aunque lo grabaría en 7 oportunidades,
con distintas orquestas, llegando a vender 4 millones de discos en su primera impresión del mismo. (“No
me dejes solo, no te vayas mi alma, /dame un beso grande /de esos que das
vos! / No te quedes muda,/ ni mirés con rabia, / ¡no ves que me muero / sin
perdón de Dios! / ¡Vení, dame un beso!/¡Pucha, cómo sos!”).
El bajón del tango,
cercado por las dictaduras en los sesenta, lo lleva a recorrer el país y
ciudades de toda América. Y para escribir un libro donde relata su experiencia
en cabarés del interior: “Historias de cabaret”, así como diversos poemas en
lunfardo. En los últimos 35 años, además de recibir premios importantes se
dedicó a la enseñanza, transmitiendo su respeto por el poema cantado y luchando
por la introducción de las formas nuevas, aunque buceando siempre en las fuentes.
Padecía una enfermedad terminal y nos dejó pocos días después de cumplir los 84
años, apretando el tallo de las
evocaciones. Una estampa y una sonora
exhalación porteña. Y un corazón de tango.
Lo recuerdo precisamente en su tango emblemático: Venganza, que grabara con la orquesta de José Basso, el 20 de enero de 1950. Y en Quedémonos aquí, de Héctor Stamponi y Homero Expósito, que llevara al disco en 1957, la orquesta de Armando Pontier, con su voz..
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