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jueves, 13 de enero de 2022

Edmundo Rivero

                                                      Borges y otros largos viajes


   Los años de los viajes, decía, esos de lugares nuevos y extraños. La racha empezó en el 65, cuando hice también las canciones de El hombre de la esquina rosada. Pensándolo bien, ese mundo de Borges fue también como otro país, a pesar de nombrar seres y lugares que creía conocer desde años. El autor de la música fue Astor Piazzolla, a quien ya había tratado antes.

   Con Piazzolla había estado en el 49, en una película que se llamó El cielo en las manos. Yo cantaba el tango que lleva ese título y cuya letra es de Homero Cárpena. Salía encuadrado en una falsa pantalla de televisión, medio que todavía no había llegado al país. Astor, a su vez, dirigía una orquesta imponente, formada con profesores del Teatro Colón. Recuerdo la ansiedad y el prejuicio de los músicos al saber que los iba a dirigir un bandoneonista.

                                 


   El ballet fue una obra valiosa, del tipo de las que estamos obligados a repetir, porque acercan, reúnen a planos distintos de nuestra cultura; no superiores ni inferiores, distintos.

   Borges me hizo una pregunta casi brusca:
   -¿Con qué autoridad, con qué conocimiento canta usted estos temas?

   No había intención agresiva sino simple curiosidad, acaso certeza de mi obligado dominio del asunto. Le contesté también sobre una suposición:
   -Bueno, las canto porque las entiendo y las entiendo porque las he vivido. Lo mismo que usted, que las escribió porque las conoce, las vivió.
   -No, en mi caso no es así -me dijo-. Yo no he tenido la fortuna que usted tuvo. Estos personajes y estas historias me llegaron por otros, por terceros. O son imaginarias.
   Y como reflexionando, todavía agregó:
   -No, yo no tuve su suerte. Mi madre no quería que saliera a la calle; yo estaba siempre detrás de las rejas.

   Misteriosamente, sus letras me suenan tan auténticas como las de Contursi, aunque use muy distintas palabras. Es seguro de que Borges "ha visto" más cosas que las de muchos otros letristas salidores y nocheros, tal vez porque supo escuchar o porque sabía cuáles eran las preguntas, cosa que suelen olvidar los que siempre buscan respuestas. 

                                      


   Ese mismo año hubo un viaje a Estados Unidos para actuar en el Lincoln Center. También ese lugar pudo parecerme enorme y frío, pero la guitarra lo fue entibiando, me hizo sentir más cerca a ese público que intentaba en vano guiarse por sus conocimientos o diccionarios de español. Como en otros lugares pudo suceder, lo mismo se "metieron" en nuestra música pero, por las dudas, Emilio Stevanovitch asumió una grave responsabilidad. No sólo fue traductor del español al inglés, sino del lunfardo al "slang". Una hazaña. 

   En el año 67 iba a volver a los Estados Unidos, pero para actuar en una serie de ciudades de la Costa Oeste, luego de una gira muy extensa que abarcó otros países. También en el 68 estuve en "la Costa", pero mis actuaciones en el país del Norte incluyeron otros lugares insólitos: La Unión Panamericana, La Universidad de Georgetown y la Universidad de Harvard, que queda en Boston, pero que es famosa por producir economistas de la escuela de Chicago.

   Tengo en mi memoria todos estos escenarios, peros e cruzan velozmente imágenes de muchos lugares: el teatro Municipal de Lima, el Universitario de Quito, El Antonio Caso de México D.F. y muchos otros más cercanos en la distancia y en el corazón: El Solís y el S.O.D.R.E. de Montevideo, la "Católica" de Santiago, donde tengo tan queridos amigos.
   
   Todas fueron puertas que se abrieron generosamente para el guitarrista y cantor, casi como si fuesen casas de familia del viejo barrio de Saavedra.

(Texto de su libro "Una luz de almacén")

    

  

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