Por las madrugadas, cuando cierta nostalgia invade a los clientes de
Cambalache, una whiskería donde se escuchan tangos, una mujer gastada pero
sonriente se instala ante el micrófono y declama –literalmente-, las mejores
letras de Enrique Santos Discépolo. Es Tania –Ana Luciano Divis-, una española de edad incierta que vivió casi 25 años junto al mayor poeta
de la canción popular porteña. Ella cantaba Esta noche me emborracho antes de
conocer a Discepolín y aún hoy, a 21 años de la muerte de su esposo, sigue
interpretando sus angustiados versos. La semana pasada, Tania narró ante
Osvaldo Soriano, redactor de La Opinión, sus recuerdos de juventud, su relación
con Discépolo, las anécdotas más reveladoras de la vida del autor de Uno. Tania
dice: “Mi vida es la vida de Discépolo”. Así lo confirma su relato.
Vinimos a la Argentina en 1924 con la Troupe Ibérica. Yo tenía 17 años y,
entre otros, venía Pablo Palitos. Antes habíamos ido a Francia al Marruecos
español y al Marruecos francés. En el grupo había bailarines, acróbatas,
cantantes, en fin, todas las atracciones. En esas giras yo viajaba con mi mamá,
pero a la Argentina ya me vine casada con uno de los bailarines de la troupe.
Debutamos en el teatro Casino, que en ese entonces reunió las mejores
atracciones del music-hall. Copamos todo el espectáculo porque la troupe era
enorme y tuvimos gran éxito. Pasaron muchas cosas para que me quedara en la
Argentina. Yo era apenas una muchacha muy mona, que cantaba y bailaba, pero
nada más. No me sentía estrella; por el contrario, era una chica humilde que
cantaba bulerías. Me quise cambiar el nombre porque Tania sonaba muy a ruso, qué se yo. Hablé
con el empresario y le dije que quería usar mi verdadero nombre –Ana Luciano-,
que me gustaba más. Él me convenció de que Tania era mejor, porque la gente ya
me conocía por el nombre.
La troupe empezó a disgregarse. Al empresario le convenía hacer grupos para
poder trabajar simultáneamente en Rosario, Mendoza, Brasil. Nos costó mucho
separarnos porque veníamos trabajando juntos desde España. Yo me fui a Brasil
con mi marido y un grupo de compañeros. Resultó que allá no gustaba la canción
española que yo hacía. Era un problema. Pero en el grupo iba un dúo de
guitarras que tocaba folklore. Lo dirigía Mario Pardo y era lo que hoy los
Hermanos Ávalos. Uno de ellos era el autor de Claveles Mendocinos. Estos
muchachos me decían: “Vos cantás tangos en el camarín, ¿por qué no te largás en
el espectáculo?”. Yo les contesté que no me animaba, pero insistieron: “Vos en
España estrenaste el tango Fumando espero”. Tenía razón. El autor era español y
allí se cantó mucho. Todas las grandes estrellas hacían Fumando espero. Salían
con grandes boquillas echando humo y tenían mucho éxito.
Entonces, un día, en un festival de beneficio, canté ese tango. Se pasaban
películas y después, para completar, se hacía número vivo. Gustó. Luego el
grupo volvió a disgregarse. Mientras algunos se iban de gira por el interior
del Brasil, yo me quedé con el dúo y con un par de bailarines que hacían piezas
internacionales. Tuve que empezar a aprender otros tangos. Como todos los que
saben poco empecé a aprender los más difíciles. Igual que esos guitarristas
malos, que siempre tocan a De Falla. Aprendí A la luz de un candil, Sentencia,
ese de “arrésteme sargento”, todo trágico porque yo me sentía mejor así. Ya
conseguía más fuerza para interpretar, porque tenía diecinueve años. El
empresario me ofreció quedarme tres meses. Pero sólo el dúo y unos acróbatas.
Nos fuimos de gira a San Pablo, Río
Grande, Pelotas y todas las ciudades importantes. En San Pablo me encontré con
un empresario argentino, que se llamaba Argüelles.
Él nos había visto cuando actuamos en Buenos Aires y se acordó: “Yo te
conozco, estuve con vos cuando llegaron de España”. Entonces me ofreció volver
a Buenos Aires para cantar tangos. Se iba a inaugurar un cabaret, el Follies
Bergere, que era parecido al Chantecler y al Tabarís. Me dijo que pagaba los
pasajes y me ofreció un contrato. Esto era en 1926. Yo no sé por qué quería que
cantara tangos. No tenía estilo ni nada. Tal vez alentado por el éxito de
Azucena Maizani, a quien yo admiraba mucho. Ella se vestía de gaucho, pero a mí
me dijo que conservara mi vestuario, que era muy europeo. Tenía que salir de
soirée.
En ese lugar había muchas mujeres contratadas, de manera que no era fácil
escapar a los celos y las habladurías. Pero yo tenía algunas ventajas: primero,
que estaba con mi marido, después, que nunca tuve pinta de vampiresa y todas
empezaron a sentir ternura por mí, me protegían. Empecé a cantar tangos. Iba a
verme gente importante: Razzano, Firpo, Fresedo, Canaro, todos iban a ver a la
galleguita que cantaba tangos. También lo conocí a Gardel, pero nunca fui muy
amiga de él, porque en la época que pude serlo ya se fue de gira al exterior.
Pero el que más venía era Razzano, (que invitaba a otra gente). Un día Fresedo
me ofreció grabar un tango con él.
Empecé a crecer. Pero a crecer como se hacía antes, ganando dos mil pesos
por mes, no como ahora, que los artistas se hacen millonarios de la noche a la
mañana. Grabé el tango con Fresedo. Otro día vino Firpo y me dijo: “Tania,
¿quiere cantar conmigo en el teatro Casino, en un gran espectáculo? Voy a
llevar tres cantores. Mi orquesta nunca tuvo mujeres. Me gustaría que usted
fuese la primera”. Fui a cantar estribillos, como se usaba entonces. Pero
también seguí en el Follies Bergere. Un día, Razzano lo encontró a Enrique Santos Discépolo en el restaurante El
Tropezón. Discepolín iba allí a cenar con los cerebros de la época y no tenía
nada que ver con el cabaret, pero Razzano lo convenció para que fuera al teatro
a ver a la “gallega que canta Esta noche me emborracho”. Ese tango lo había
estrenado Azucena Maizani, no yo, como cree mucha gente.
Una noche fue a verme con un grupo de amigos. Al terminar el espectáculo,
me lo presentaron. A mí me daba lo mismo Discépolo, Razzano, Fresedo, qué sé
yo, en esa época estaba en otra onda. Yo iba al hipódromo, a las carreras, me
importaba ver qué vestidos y qué alhajas me ponía, qué coche usaba. Pero esa
noche, Discépolo me invitó a verlo actuar en un sainete que estaba haciendo con
su hermano Armando. Yo no le di mucho corte, lo único que podía sacudirme
entonces era un galán o algo así.
Me decían: “Este es el autor de Esta noche me emborracho, el hermano del
gran dramaturgo Armando Discépolo”. A mí no me iba ni me venía. Sin embargo, él
era un hombre que atrapaba a la gente por sus maneras, por su forma de ser.
Recuerdo que me dijo como veinte veces “no se moleste por mí”. A mí me pareció
una falta de educación irme, así que dejé que me invitara. Me dio un palco y lo
fui a ver. Sí, me pareció buen actor. Entré a saludarlo y me invitó a cenar en
El Tropezón. Creo que fui dos veces a charlar con él pero me aburrí mucho.
Estaba rodeado de gente. Eran todos cráneos y yo no entendía nada de lo que
hablaban. Un día me mandó una caja de marrons glacé. Eso me conmovió mucho,
entonces fui yo quien lo invitó a tomar un té al Richmond, que era donde iba la
gente de mundo de la época. “Cómo no”, me contestó. A mí me parecía un muchacho
fino, elegante, distinto a la gente que conocía yo, que era muy rica pero con
otro estilo.
Salimos uno y otro día. Creo que fui yo quien lo conquistó a él. Se fue
dejando conquistar de a poco. En esos días yo me estaba separando de mi marido.
Fue una cosa sin peleas, sin líos, hicimos una separación legal y él se fue a
España. Creo que la aparición de Enrique precipitó todo. Mi vida empezó cuando
lo conocí a Discépolo. Entonces nací. Recuerdo que fui yo la que se declaró. Le dije: “¿Por qué no salimos? Yo
tengo coche”. Él me contestó: “Yo no, yo soy pobre”. Tuve que decirle que yo
tenía coche pero no era rica. Ahora me resulta absurdo; salíamos con mis
amigas, todos juntos.
Paseábamos por Palermo. Yo era más atrevida o más audaz que él. Íbamos acá, allá, a cenar, todo fue tan lindo… Un día me dijo: “Encontré un departamento precioso”. Era un bulín frente a El Tropezón. Por entonces yo vivía en un piso en Uruguay casi Corrientes. El cambio para él fue un poco trágico. Para mí no tanto porque me quedaba sola en un piso, le había dicho chau a mi marido y quedaba libre. Pero para él era casi trágico, porque vivía con Armando, que era como un padre para él. También vivían allí otra hermana y el cuñado. Un día Enrique sacó un par de zapatillas y un pijama, otro día la máquina de escribir, otro día decide que no va a volver allí. Así que tuvieron unas discusiones momentáneas. Eso lo amargó bastante.
Lo primero que se llevó fue un armonium que usaba para dar serenatas con
Filiberto, Riganelli y otros. En la casa teníamos cuatro muebles locos.
Entonces llegó mi hermana de Europa y se vino a vivir con nosotros. Yo dejé de
trabajar porque mi vida había cambiado. A él no le caía bien que yo siguiera en
el cabaret, así que aprovechamos que se me habían presentado algunas giras con
un trío de tangos. Le cuento mi vida con Discépolo, o su vida, porque en verdad yo no existía
sin él. Él trabajaba con su hermano, pero no quería salir de gira. Siempre yo
ganaba un poco más que Enrique y así se compensaba todo. Él era muy él. La
gente suele decir que yo lo dominaba. No es cierto, a Discépolo no lo dominaba
nadie. Tenía una paz que daba la sensación, que era yo la que lo dominaba, pero
no.
Yo nunca creí que un hombre me iba a decir: “Mirá, me voy a caminar por
Corrientes, pero solo”. O también: “¿Por qué no te vas con un amigo o una amiga
y venís tarde que quiero escribir?”. Siempre quería estar solo. Después era más
fácil, porque compramos una casa en La Lucila y tenía todo el país para él. Era un descontento. Él leía una obra de teatro suya y le decían “¡Qué
bien!”, y luego, al día siguiente, la rompía. Le costaba mucho escribir. Yira
yira le llevó dos años. En el teatro Argentino hizo con su hermano Armando y con Faust Rocha, Fin
de jornada, Lluvia, El grillo. Yo seguía cantando tangos y la Tania española
había quedado atrás.
Enrique era una caja de sorpresas. A veces se aparecía con varios amigos,
sin avisar nada, pero no me permitía que pusiera mala cara. Imagínese usted a
la chiquilina caprichosa que era yo, acostumbrada a hacer lo que quiere, frente
a tales circunstancias. Yo tengo que haberlo querido mucho porque si no, cómo
resigné mis ideas a bailar a Olivos, mis farras, por un tipo que era todo lo
contrario a mí. ¿Cómo pude pasar del gran jolgorio a las charlas intelectuales?
Sí, lo quería mucho. Recuerdo que él escribía las letras de sus tangos una y otra vez. Se
paseaba por la habitación y me las leía, después casi siempre las destruía. Los
únicos tangos que escribió rápidamente fueron Cafetín de Buenos Aires y Uno,
porque íbamos a debutar en el teatro Casino y no teníamos tangos, además había
que hacer una película y necesitaban Cafetín de Buenos Aires. Entonces los
escribió en tres o cuatro meses. Para él, eso era una velocidad increíble.
Nunca se le dio por escribir prosa. Yo no sé por qué. Él podía estar horas
hablando y fascinando a todo el mundo. Alain Delon no hubiera tenido nada que
hacer en una reunión donde estuviera Discépolo. Por ejemplo: llegamos a París,
conocíamos a tres personas y al mes ya estábamos rodeados de tanta gente que
era increíble. Un día me dijo: “¿Sabés qué me gustaría ser? Linyera, para no hacer nada”.
Ahora, él hubiera sido hippie, para ir por los caminos sin que nadie lo
moleste, sin hacer nada. Yo lo llamaba “Don Fulgencio”. Parecía que nunca hubiera tenido infancia.
Cuando fuimos a la casa de La Lucila, él se compró un mameluco jardinero y
estaba todo el día con la manguera y las plantitas. Muchos dicen que si
viviera, estaría lleno de plata. ¡Qué equivocados están! No tendría un peso,
porque no le gustaba trabajar. Decía: “Yo tengo una mujer preciosa, tengo un
gato, una casa muy bien puesta y hasta personal de servicio. ¿Qué más quiero?”.
El gato se llamaba Morris. Era un gato reo, reo, negro, grande, que llegó
un día a la casa, perdido. Le dijo: “Te voy a poner Morris porque sos
inglesito”. Era un gato de albañal que se peleaba por ahí y venía todo
lastimado. Enrique tenía su piso de arriba en la La Lucila, con vista al río, donde
trabajaba en sus cosas. Todos los días a las siete de la tarde, cuando se ponía
a trabajar, el gato subía la escalera, entraba y saltaba al escritorio. Él no le
permitía a nadie tocarle los papeles pero Morris se desparramaba por encima,
arrugaba todo y recibía sonrisas. El gato no se daba con nadie. Hablaba con él, lo seguía por el jardín, ocupaba un
sillón de raso que yo quería mucho. Un día, cuando lo vi en el sillón, le dije:
“¿A vos te parece que el gato puede estar allí, todo sucio como anda, sobre ese
sillón de raso blanco maravilloso?” Él me contestó: “Hay tantos que se sientan
en ese sillón y que no lo merecen. Dejá que se siente el gato”.
Un día íbamos para La Lucila en el auto y él ve un tipo durmiendo en un
zaguán. Frenó, se bajó, se sacó el sobretodo y se lo puso encima, encima del
tipo. Yo le dije: “¿Cómo le das el sobretodo?” y él me responde: “¿Sábes los
sobretodos que me van a dar mañana cuando salga, aunque no tenga plata? En la
sastrería me quieren mucho”. Otra vez le di diez pesos a un pobre y él me sacó
la mano y le dio mil pesos. Yo puse el grito en el cielo, pero Enrique me dijo:
“¿Qué iba a hacer el pobre tipo con diez mangos? Con mil tal vez puede
solucionar algo”. Yo me tuve que ir haciendo a ese estilo.
Su único defecto fue creer demasiado en la gente. Pero contra lo que dicen
muchos, él no tenía nada que ver con esa angustia que había en sus tangos. El
lo dijo veinte veces. Con Chorra, por ejemplo, me contaba que conoció a un tipo
al que le habían hecho eso: un tipo de un mercadito, que se enamoró de una
mina, qué sé yo. Me contó una vez que él había tenido una novia de la que
estaba muy enamorado. Un día decidieron suicidarse en el río. Llovía mucho y
Enrique fue a esperarla a la costanera para tirarse juntos al río. De pronto
ella llega en un taxi, baja y Enrique ve que se había puesto un perramus y
tenía un paraguas. Entonces le dijo: “Yo te espero debajo de la lluvia y vos te
venís así, toda tapada; rajá, no merecés ni suicidarte”.
En la casa de La Lucila había un cuadro, una pintura muy linda en la que yo
aparecía muy hermosa mirando hacia la puerta de entrada. Un día llego y el
cuadro no está. Le pregunté a la muchacha de la limpieza: “¿Qué pasó con el
cuadro? ¿Se cayó, se rompió?” Me dice: “No, el señor mandó a retirarlo y ordenó
que lo colgáramos en el garaje”. Cuando Enrique vino le pregunté por qué lo
había hecho: “¿Sabés qué pasa? –me dijo-. Tenías un gesto como diciendo: ¿para
qué vienen acá? Lo mandé sacar para que no se ofendieran las visitas”. Él podía vivir con poco. Decía: “Los pilotos norteamericanos bombardean
Corea y comen apenas un chocolatín. Total, yo no tengo que bombardear Corea”.
Era un tipo alegre a su manera. Siempre con amigos: Canaro, Fresedo, Lomito,
Manzi, venían todos a casa con las novias y esposas. También jugaba a las
carreras pero sin plata. Se compraba la Verde, elegía los caballos y jugaba de
grupo. Al caballo tal y al caballo cual, y decía “perdí” o “gané”. Hacía cosas
de chico.
Yo siempre trabajé más que él. Enrique no era trabajador. No tenía hora
para escribir. Se levantaba a la una de la tarde y salía a caminar a ver a sus
amigos. Yo tenía que preocuparme de que comiera porque era un inapetente. Creo,
en serio, que a él le hubiera gustado ser hippie para eludir el trabajo. En sus
últimos años estaba muy cansado. Se angustió mucho por el asunto ése de las
charlas por radio durante el gobierno de Perón. A él nunca lo obligaron a decir
algo que no quería. Él lo conocía a Perón desde que éste era teniente coronel y
tomó lo de Mordisquito como una obligación para consigo mismo. Lo angustió
mucho la reacción de algunos amigos que dejaron de hablarle, le quitaron el
saludo. Él no podía soportar que lo creyeran obsecuente. Jamás lo fue. Sin
embargo, esa angustia nunca me la transmitió a mí. Nunca me dijo nada. Creo que
esto tuvo mucho que ver con su muerte. El cansancio y esta angustia.
Se murió de repente. Estábamos planeando un veraneo de un mes en Pinamar y
luego teníamos que ir al casino de Mar del Plata a hacer Blum. El 22 de
diciembre de 1951 se sintió cansado y no se quiso acostar. Se quedó en el
sillón ése del living, frente al balcón. Era como el gato: le gustaba mucho
tirarse en un sillón. Parece que la gente hubiera intuido la tragedia: Osvaldo Miranda,
pasaba por la calle y subió a charlar un rato. Vino también otra gente que no
tenía por qué venir. Hasta el valet, que tenía su día libre, vino. Cuando ya no
quedaba nadie por llegar, empezaron a visitarlo médicos y más médicos. Yo no me
daba cuenta de nada. Miranda y mi sobrino estuvieron con él hasta último
momento. El día 23 a las diez de la noche me nombró “Tania…”, dijo y cerró los
ojos.
Si la ventana hubiera estada abierta yo me habría tirado. Estaba
desesperada. En el verano me fui sola a Pinamar. Estuve cinco meses. Lo que le
voy a decir es una cursilería, pero pensé mucho en Alfonsina Storni. Mientras
miraba el mar pensaba en su coraje para meterse en el agua y no volver. Pero
fui cobarde primero, fuerte después. Sabía que tenía que vivir y asumí su
muerte. Sólo quien vivió con Enrique puede saber lo difícil que era perderlo.
Aún hoy mi vida es la suya. Por eso me refugié en Cambalache, donde todavía
canto. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
La escuchamos a Tania, con la orquesta de Enrique Santos Discépolo, cantando el tango de Discépolo y Luis César Amadori: Alma de bandoneón. Fue grabado por el sello Pathe en Francia, en 1936.
Alma de bandoneón- orq. Discépolo. canta Tania .
Alma de bandoneón- orq. Discépolo. canta Tania .
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