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miércoles, 6 de septiembre de 2023

Piazzolla entrevistado por Guillermo Saavedra (3)

    Supe desde siempre que lo mío era el tango, pro más allá del tango conformista y haragán de la mayoría de los tangueros. En algún momento, entendí que tenía que cruzar  ese tango adormecido con otras cosas, había que enriquecerlo, llenarlo de riesgo y de sorpresa. Cuando hacía arreglos para Troilo, no pensaba en algo fácil que hiciera bailar a la gente sino en poner afuera algo muy mío y a la vez vinculado con esa música que todos conocían, para que fuera escuchado.

   Eso, Troilo no podía entenderlo. Lo más curioso es que ni siquiera se daba cuenta de que su público, cuando él tocaba tangos suyos como Quejas de bandoneón, Chiqué o Inspiración, dejaba de bailar y se acercaba a escucharlo. Troilo estaba convencido de que lo que le daba de comer era el tango bailable. Cuando a veces, antes de salir a tocar, nos juntábamos con Goñi y algún otro a tocar a la manera de Julio De Caro un tango más romántico, más musical, el Gordo nos quería matar.

   ¡No! No toquen eso que se van a mal acostumbrar! Toquen lo que tocamos nosotros - decía. Sin embargo, cuando él componía tenía una relación muy personal, elaborada, con la música. Cada uno de sus tangos -Garúa, La última curda, Che bandoneón- era una pequeña joya. Al igual que lo fueron los tangos de Mariano Mores; él también fue un creador excepcional, hasta que un día se cansó y empezó a escribir de memoria...

                                     

Astor Piazzolla en París con Nadia Boulanger

   Es que el mundo de la música ha sido muy duro para todos. Para mí, lo sigue siendo incluso ahora, porque no puedo detenerme, no puedo conformarme; después de cierto tiempo, tengo que romper todo y empezar de nuevo. Y así fue desde siempre, desde que abandoné la orquesta de Troilo: cambiar, enfrentarme a la resistencia de la gente, a los músicos de tango ultraconservadores que me despreciaron, me segregaron, me insultaron como si yo hubiera sido el demonio.

   En 1946 dejé al Gordo y  armé mi primera orquesta típica. Por ese entonces, ya empiezo a tratar de ser Piazzolla. Comienzo a escribir, a hacer arreglos más personales. Por supuesto, cada vez teníamos menos trabajo. Por entonces se tocaba para hacer bailar y nadie podía bailar conmigo. Me atacaban, no me promocionaban o se burlaban de mí. En un cabaret donde tocaba, un día las mujeres que trabajaban en el local se pusieron a bailar en puntas de pie como si estuviera sonando El lago de las cisnes

  Yo juntaba indignación y hambre. En 1950 dejé la orquesta y casi abandoné el bandoneón. Me puse a estudiar como un loco. Formé una orquesta de cuerdas con la que grabamos algunos discos. A pesar del rechazo, sentía que lo mío no había aparecido. En 1954 viajé a París a estudiar y fue decisivo.

   Cuando fui a París, dos cosas me abrieron literalmente la cabeza: una, estudiar con la Boulanger, haber encontrado en ella la confirmación de un camino a seguir; la otra, escuchar a Gerry Mulligan y su grupo: esto me volvió completamente loco, no sólo por los excelentes arreglos de Mulligan y por la forma en que tocaban todos sino también, y fundamentalmente, porque percibí la felicidad que había en ese escenario. 

   No era como las orquestas de tango que yo estaba acostumbrado a escuchar y que parecían un cortejo fúnebre, una reunión de amargados. Aquí la cosa era una fiesta, una diversión; tocaba el saxo, sonaba la batería, se la pasaba al trombón... y eran felices. Porque allí había arreglos, había un director, pero también margen para la improvisación, para el goce y el lucimiento de cada uno de los músicos.

   Y efectivamente, cuando volví a Buenos Aires, formé el primer octeto (1955) que fue, entonces sí, una verdadera revolución. Allí empleé todo lo que había aprendido con Ginastera y la Boulanger y algunos fraseos y procedimientos instrumentales que eran más característicos del jazz. Introduje un concepto absolutamente novedoso para el tango: el swing. Y, fundamentalmente, la idea del contrapunto: tocar en el octeto era como cantar en un coro; cada uno tenía su parte que dialogaba con las partes de los otros; cada uno podía disfrutar de lo que tocaba, podía lucirse y divertirse con la música que hacía.

   Y eso es fundamental, porque si la música carece de diversión no sirve para nada. Por supuesto, allí estaba todo lo que había aprendido en mis clases, sobre todo Stravinsky, Bartok, Ravel y Prokofiev; pero también estaba la veta más agresiva y cortada del tango de Pugliese, el refinamiento de un Troilo y de un Alfredo Gobbi que, hacia fines de los '40, era para mí el tanguero más interesante.

(Continuará)

   

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