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lunes, 4 de mayo de 2020

Ojos muertos

Este tango de Alfredo Navarrine y Rafael Iriarte, es realmente algo distinto dentro del género. Al menos por la profundidad de los versos que realmente te envuelven en remolinos emocionales con su tremenda elocuencia. Tiene un doble título: Ojos tristes, y buceando en las aguas procelosas de la angustia, Navarrine logra conmover con su poesía, si le prestamos la debida atención, porque engancha la emotividad del que escucha.

Vale la pena trazar una sintetizada evocación de este cantor, actor y guitarrista que supo formar un dúo de postín con su hermano. Alfredo Navarrine armó tempranamente un grupo artístico junto a Julio, el hermano con el cual actuaría en 1915 en Montevideo. Se integraron en compañías de teatro importantes como las de Elías Alippi, José González Castillo y otras.  En 1922 viajarían a Chile y España con el conjunto "Los de la Raza", que integraban Horacio Pettorossi, Melfi, Bachicha, Ferrer, entre otros.
                         
Julio y Alfredo Navarrine
                                       
Al margen de sus dotes artísticas y musicales, Alfredo mostró tempranamente su capacidad creativa e inspiración para escribir versos de tantos tangos que trascendieron, sin caer en estereotipos ni clichés. Fue amigo de Gardel que le grabó ocho temas suyos, los tangos: Barrío reo, Lechuza, Oiga amigo, Sos de Chiclana, Fea y Galleguita; la zamba Tucumana y la chacarera Gajito de cedrón.

En este tango, que tiene un doble título: Ojos tristes, el bardo realiza un alarde de fantasía poética, envolviendo en un aire elegíaco, con semblanza bíblica incluso, la ceguera del mundo, primando la tensión y el patetismo en las primeras estrofas. Son las que nos introducen dentro de la marea, y que con pujos de filósofo, el poeta logra atraparnos por el magnetismo de sus versos. Los que parecieran dibujar el presente dramático que atrapa a toda la humanidad, en el arranque.

Cayó la noche sin aurora
sobre la niñez risueña,
hoy la juventud no sueña
y la ancianidad implora.

Vuelve Judas en la aurora
del Caín que apuñalea,
y la Cruz se tambalea
pero el mundo nada ve.

La poesía, nada convencional de Navarrine, te envuelve en remolinos emocionales en su recorrido, como si al a seguir la huella  pudiéramos encontrar el secreto de esas palabras iniciales. Porque la palabra es sonido, es forma y significado, pero no es convencional en el tango este sofisticado ejercicio de esteticismo. La conciencia afiebrada escarba en la ceguera colectiva y la perspectiva filosófica nos inyecta un pinchazo de frustración. Es la pesadumbre existencial.

El ciego no es aquel que a tientas va,                     
más ciega es la ceguera
que no quiere mirar.
Ojos sin lágrimas puras
fingen puñales de hielo.
Ojos que miran siempre al suelo
frente al sol de las ternuras.
Adonde irá, señor,  esta legión
con esos ojos muertos
y seco el corazón.

Con un fervor vital, el autor nos invita a reflexionar sobre nuestra existencia. La construcción poético-literaria nos conduce a un purgatorio para quitarnos las máscaras que lucimos durante nuestro paso por el mundo. Hay sentimiento de culpa, toda una epifanía testimonial, en las tribulaciones que plantean una escucha atenta porque es todo un trampolín para la imaginación.

Es más humano el propio ciego
que con su piadosa calma,
abre los ojos del alma
y en su voz, florecen ruegos.

Mientras puebla su sosiego
de rosales interiores,
pasa, huérfana de amores
la infeliz humanidad.

Osvaldo Fresedo, con Roberto Ray cantando los versos, lo grabó el 23 de noviembre de 1938. También lo llevaron al disco Alberto Marino acompañado por Roberto Grela y sus guitarras, Astor Piazzolla con Héctor Insúa, y  Oscar Alonso acompañado por la orquesta que dirigía Carlos García. Escuchamos esta última versión.

                                         

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