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sábado, 29 de junio de 2024

Edmundo Rivero

                                     Ciudadano y granadero

   Mi mundo había pasado a ser el de la música. Eran tiempos en que la economía y la política eran temas mucho menos obsesivos. Incluso dos gobiernos libremente elegidos por el pueblo iban a cumplir enteramente sus períodos. Sin embargo, en Italia, Mussolini había marchado sobre Roma y conquistado el poder, aunque nos haya impresionado mucho más la notica de la pérdida de Caruso..

                                   


   La muerte de Lenin o la de Wilson merecieron mucho menor atención que la pelea Firpo-Dempsey y, aún un año después  el "Toro Salvaje de las Pampas" iba a reunir casi cuarenta mil personas en su pelea con Spalla, en la vieja cancha de River Plate, de Avenida Alvear y Tagle. La venida del Plus Ultra de Ramón Franco o la llegada de Aimé Tschiffely con sus pingos nos demoraban en un limbo que iba a empezar a derrumbarse con la vecina guerra Bolivia-Paraguay, con la crisis del 29 y la revolución del 6 de septiembre de 1930.

   Por la época en que recibí mi libreta de enrolamiento, 1929, Yrigoyen había salido ileso del atentado de un ex anarquista, Gualterio Marinelli, a quien la custodia había matado a balazos luego del paso del presidente. Don Hipólito, ignorante del final del asunto, se había dirigido a la comisaría seccional pidiendo que no se castigase al agresor. La anécdota me la contó mi propio padre que, ya hacía tiempo, había cambiado su destino de ferroviario por el de policía, uno de esos hombres de azul a quienes no temían ni los chicos..

   El flamante ciudadano Leonel Edmundo Rivero había pasado a ser socio pleno de un país que aún era el granero del mundo, habitado por hombres de buena voluntad que todavía cantaban y silbaban pero a quienes un famoso filósofo visitante, el conde Keyserling, les había creído descubrir una enfermedad grave, nueva y seguramente importada: la tristeza.

   Al llegar a los veinte años, tenía salud como para no imaginar siquiera que me exceptuaran de la conscripción. Además, no era por entonces un compromiso temido sino de verdadero honor. Fui un buen soldado, uno más, pero en un regimiento glorioso: Granaderos a Caballo. De aquel servicio militar conservo los mejores recuerdos.

   La colimba fue una especie de reencuentro con mis antepasados, con el campo y las destrezas del jinete. Yo sabía algo de trotes y hasta de galopes, pero fue en Granaderos donde me enseñaron de veras. El aprendizaje me costó algunos dolores y no pocos moretones pero todavía me llenan de orgullo. No es lo mismo pilotear un tanque o un "carrier" que manejar un pingo. Meter los cambios o mover la torreta cuarenta y cinco grados es muy otra cosa que hacer un volteo simple o doble, que dibujar una "tijera" con el caballo.              

                                 


    Carreras en pelo, lanceo al galope tendido, salto de obstáculos parado en los estribos o sentado al revés, todo eso fueron alegrías ganadas entre revolcones y polvaredas, por lo menos hasta el día que los caballos me consideraron digno de andar arriba de ellos, de hacer buen papel.

   También en el servicio militar me ayudó la guitarra. No por privilegio, sino por consideración de mis compañeros y del sardo, solía tener una que otra aliviada en la fajina, algún choclo más en el rancho. ¡Tocate algo, Leonel! o !A ver si nos toca algo lindo, Rivero!, eran pedidos que yo nunca dejaba de complacer en el cuartel o en la carpa, en el fogón o en el descanso. 

   Lo mismo que ahora, el público también era generoso. El año largo de Granaderos al final se me hizo corto. Fue volver a otro tiempo que llevaba en la sangre; una manera de entender mejor mi origen y mi gente, una lección de humildad que no me humilló.

   Mucho tiempo después todavía me quedan, aparte de los buenos recuerdos, algunos amigos y camaradas de aquella conscripción, pero cada año que pasa me sucede lo que a todos: los encuentros son más espaciados, los ausentes empiezan a ser más, a transformarse en una noticia que hubiésemos preferido no recibir. 

  Por eso, quizá, mi mejor manera de recordarlos es volver, de vez en cuando, al viejo cuartel.

(De su libro "Una luz de almacén)
 

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