Zotto Bailate un tango, Miguel
En
todos los escenarios es reconocido como un bailarín virtuoso. Con su
compañía, Tango x 2, recorrió el mundo recibiendo críticas soberbias. El
6 del actual reestrenó el espectáculo en Buenos Aires. Su vida parece
arrancada de un guión arrabalero.
Cuando despierta, junto a su cama está la estampa viva: el pelo a la gomina, la sonrisa de costado. No tiene dudas: sabe que se ha muerto, y que está en el cielo. Estira la mano, juguetea con la corbata del hombre parado junto a su cama y pregunta: -¿Ya llegué?
Y entonces su sobrino Miguelito, Miguel Angel Zotto, lo mira y dice, sin entender: -¿Llegaste adónde, tío? Poco tiempo después, el Gaucho se murió y Miguel no entendió qué le había querido decir con aquello de ya llegué, hasta que años después la gente empezó a decirle sí, che, vos te parecés mucho. Te parecés tanto a Gardel.
-Mis viejos me dejaban con el Gaucho cuando se iban a bailar. El me ponía discos de Gardel. Yo sueño mucho con Gardel. Le hablo, lo visito en el cementerio y pongo su foto en todos los camarines. Lo tengo como mi duende, mi ángel de la guarda. Cuando murió mi tío era el año 85. Yo estaba ensayando Jazmines, con Ana María Stekelman, y mi tío estaba agonizando en el hospital. En el teatro estábamos haciendo unas fotos y yo me había peinado a la gomina, me había maquillado. Ese día se me hizo tarde, y me fui a ver a mi tío maquillado y peinado. Cuando llegué, él estaba dormido, y de repente se despierta, abre los ojos y me agarra la corbata. El siempre decía: "Cuando me muera, voy a estar con don Carlos". Y me dice... me dice..."¿Ya llegué?" Yo no entendí.
El Gaucho era un tópico: gardeliano, peronista y boquense. Nunca pudo ver a su sobrino del alma, Miguelito (ahora en el podio de los mejores bailarines de tango del siglo pasado y de éste, claro, también) bailar sobre un escenario. Ahora, tantos años después, en la oficina de Miguel Angel Zotto la historia de su carrera y de la compañía Tango X 2, que formó en 1988 con Milena Plebs, está contada en las paredes: fotos, afiches, programas escritos en griego, francés, inglés y japonés. Es una mañana oscura y él usa un sweater de hilo amarillo, un pantalón negro, un reloj farolero, sonrisa de costado. Lleva un maletín de cuero marrón, gastado, y un celular del tamaño de una alubia. Tiene la elegancia recién bañada, oloroso a colonia y jabón fresco. Ahora sí: se acomoda en una silla, y rebota.
-Personajes como yo hay pocos. Ya no quedan. Je.
Parece petulante y a lo mejor tiene con qué. Hace pocos días bailó con su compañía ante mil novecientas personas en el teatro romano de Verona, y ayer nomás -el día de San Cayetano- festejó su cumpleaños cuarenta y tres con amigos, vino y asado, en el bar El Farolito, de Villa Ballester.
-Siempre festejo ahí.
Mabel, su madre, tiene voz joven por teléfono. Trabaja en la compañía encargándose del vestuario de las veinte personas que la componen. Tenía 17 años cuando le pidió a San Cayetano que la nena que llevaba en el vientre fuera feliz. Quería una nena y había hecho todos los ritos necesarios: había tejido todo rosa, y había buscado un nombre -Daniela- que le sonaba moderno y romántico.
-Pero nació él -dice Mabel, orgullosa-. Nació blanco, cuatro kilos, el cabello negro y lleno de rulos. La gente me decía "Mirá, parece Pedrito Rico". Una belleza. Pero no tenía nombre, porque yo esperaba una nena. Entonces dije bueno, ponganlé el nombre del padre, Miguel Angel. Y ahora me dice: "Culpa tuya, me gustan tanto las nenas". Sí. Era y es mujeriego.
Le puso el nombre del padre que era, también, el nombre del abuelo. Así, el tercer Miguel Angel Zotto vino al mundo miguelísimo hasta las cejas cuando Mabel esperaba una nena muy daniela. Miguel rebota en su silla.
-Nací en un barrio jodido, entre Ballester y Suárez. Había una villa a dos cuadras de mi casa. Llegamos ahí por mi abuelo, que nació en 1894, y bailaba canyengue, me acuerdo patente de la apostura de mi abuelo.
Pañuelo al cuello, chambergo. En el año 27 se casó con mi abuela Filomena y en el 35 se fueron a Ballester. Vivíamos todos juntos, en una prefabricada. Mi abuelo levantaba quiniela y un día se sacó la grande, en el año 57. Compró unos terrenos, le compró la prefabricada Tarzán a mis viejos y en un año se gastó toda la plata. Hizo un asado, invitó a los vecinos de la cuadra. El fin de semana siguiente hizo otro asado para los vecinos de la vuelta. Después, para los de la otra cuadra. Así hizo asados como hasta las quince cuadras. Se divertía con eso, parecía Don Corleone, entendé. Familia grande, tenía. Mis tíos eran siete hermanos varones, los siete hijos de mi abuelo.
La ristra de tíos -que empezaba con el Gaucho- terminaba con el séptimo varón, que no fue lobizón, pero si ahijado de Perón y Evita.
-Uno de mis tíos tenía un reparto de verdura. Yo trabajaba con él desde muy chico. Ibamos al mercado de Beccar o San Martín o el Abasto a comprar verdura. Ibamos con el carro y el caballo, me acuerdo esas madrugadas, esas heladas, yo tapado con bolsa de arpillera. Lo que a mí me daba verguenza era gritar: "¡Papa batata, cebolla y ajise, señora!" Me daba lorca, decía: "Gritá vó, gritá vó porque a mí me da... me da lorca".
Otro de sus tíos lideraba una murga -Drácula y sus Víctimas- auspiciada por la empresa de pompas fúnebres Casa Péculo. El tío iba de Drácula y el elenco barrial, Miguel incluíido, de esqueleto.
-Yo esperaba todo el año para salir en la murga. Después empecé con el rock. Pero el rock de Bill Haley, Chubby Checker. A los 11 me escapaba por la ventana para ir a bailar rock. Había que ir empilchadito, así que empecé a trabajar muy chico, en el año 67, para pagarme las pilchas. Trabajé en una tapicería, y después empecé a laburar en las obras, con mi viejo que era albañil. Mi viejo, Chiche, estaba celoso de mí y de mi hermano Osvaldo, porque mi vieja laburaba para nosotros todo el día. Decía que éramos maricones. "Maricones, se bañan dos veces por día." Claro, él se bañaba una vez por semana. Me verdugueaba con la plata. Esa cosa tan fea que hacía. Cuando me pagaba, me descontaba la comida. Y yo era pibe, entendé, y esperaba el fin de semana para cobrar y él me tenía una hora, yo paradito al lado: "Dale, papi", y él: "Bueno, a ver, ¿qué comiste?" Anotaba en esas libretitas de almacén. Metía la mano en el bolillo y no sacaba la plata, y me seguía hablando. Y con el vinito ahí. Con el vinito ahí. Con el vinito... y me pagaba y la guita no me alcanzaba y... ay, esas cosas... esas cosas eran jodidas.
A los 13 había dejado el colegio y llevaba la vida de un hombre mayor, timbero, astuto, oscuramente fuerte.
-Siempre me gustó la noche. Ya de chico iba con mi viejo al boliche. El jugaba al billar, le gustaba escabiar, y me acuerdo patente, mi viejo borracho con la bicicleta y yo atrás, con el perro. A los 13 me iba a jugar a las cartas, o al billar, hasta las 4 de la mañana. Paraba en el bar Cabeza, de Villa Adelina. Me cuidaban las minas. Las prostitutas. La Negra Olga, La Teresa, la Tota. Me escondían de la policía. Nunca fui escolaseador, pero jugaba muy bien al truco y al billar. Cuando caía uno nuevo al boliche me hacía el que no sabía jugar, y alguno le proponía al nuevo un partidido. "Yo juego con el pibe", decían. Jugaban por plata, y los otros caían, porque pensaban: "Qué va a saber jugar el pibe". Tenía una vida de hombre grande, de billar, minas, noche. Era el Miguelito. Famosísimo. El Miguelito Zotto. Un compadrito de otra época.
A esa edad, el Miguelito Zotto ya tenía mujer propia: Sara. Una fiera de 19 años, una mujer como diez cañones. -Perdidamente me enamoré. Yo tendría 13, y la mina andaba en todas, andaba en la joda, me cuidaba, se boxeaba. Me escapé de mi casa y dormíamos en el palomar de una amiga o andábamos en los trenes. Me duró dos años.
Después, Sara lo dejó con argumento noble: "Yo ya estoy arruinada. Si me quedo con vos, te voy a arruinar la vida".
Y se fue.
Zotto, dice, no lloró.
La sala de ensayos es así: el subsuelo amplio de la milonga Grisel, una pared cubierta por un espejo, una barra de ejercicios. Miguel discute con alguien por teléfono mientras dos parejas repasan la coreografía, insistentes.
-¿Puede ser que sean todos problemas? En este país armar algo te cuesta diez veces más que en cualquier otro lugar.
Del maletín de cuero saca dos cosas que lo pintan bien: una revista Playbill con su foto en la tapa y doce instantáneas de su cumpleaños pasado.
-Es el bar El Farolito, de Ballester, donde festejo el cumpleaños con mis amigos.
El Farolito es así: unas ventanas viejas, unos tipos sin dientes, con pañuelo al cuello.
-¿Sabés qué trabajo tiene el chabón? Baja una media res en cada hombro. Y este que está acá es el verdadero Tanguito, el que cantaba en el Club del Clan. Pero si publicamos estas fotos no viene nadie al teatro. Sonríe, orgulloso de todo. De lo que hizo, de lo que hace. De lo que hará. Zotto puede parecerse mucho a un compadrito fanfarrón. O a un chico de barrio engreído. O a un hombre que salió de Villa Ballester sin nada y llegó a esto. Ahora hay cinco parejas frente al espejo y él corrige. Los torsos se prepotean; las caderas revuelven; los muslos lamen como pistones.
-Eso, eso, así, así.
Grita él, repiqueteando milonga por lo bajo y con un metro setenta de morocha entre los brazos.
-Esssssoooo.
Se sienta. Se seca el sudor.
Mezcla rara, el señor Zotto. Talentoso. Engreído. Mucho barrio, mucho mundo. Tanta calle. Tanta noche.
Con su esposa Daiana, excelente bailarina |
Era 1975. Miguel y dos amigos esperaban el colectivo cuando un patrullero y un camión rebosante de soldados les frenaron en la trompa. -Los canas encontraron un auto robado a la vuelta, lleno de panfletos políticos, y nos hicieron cargo. Nos llevaron a la comisaría de Munro y nos dieron una maquineada terrible, picana eléctrica a los tres. En el calabozo había un hombre mayor, el Rey del Escruche, que nos salvó. Lo insultó tanto al cana que nos metieron con él. Nos salvó porque de esa comisaría se llevaban a los presos políticos a las 3 de la mañana, para matarlos. Todos inflados estábamos de los golpes y la picana. Habremos estado como veinte días. Yo trataba de divertirlos, a los presos. Les cantaba los tangos viejos: "Hacélo por la vieja/ abríte de la barra/ no ves lo que te espera/ si continuás así./ No ves que es peligroso/ tomar la vida en farra/ hacélo por la vieja/ si no lo hacés por mí./ La otra noche pobre vieja/ cuando nadie la veía/ creyendo que yo dormía/ llorando me fue a besar/ no pude darme reposo/ la agarré y la apreté fuerte./ "Vieja, le dije, la muerte/ muy pronto me va a llevar".
-Te lo cantabas a vos mismo.
-Claro, claro. Pobre mi vieja, pobre santa, vendió todo lo de oro para sacarme.
-Tu peor pesadilla serán esos días.
-Naaaa. Yo tenía mucha gente amiga a la que le había pasado lo mismo. Eso también formaba parte del folklore de mi barrio.
Entonces frena. Mira, como dudando.
-Che, te voy a contar otras cosas, si no va a parecer que soy un ladrón de gallinas. En ese entonces empecé a estudiar.
-¿Y qué estudiaste?
-Decoración.
Hasta bien entrados los años 80 Miguel fue un gran pintor de paredes. Lo que mejor le salía, dice, eran las puertas y las ventanas. El tango llegó mucho después, como un rayo y una decepción, de la mano de un amigo fletero.
-Un día me dice un amigo que tenía un rastrojero, que hacía fletes, Manecho, me dice... un viernes era... me dice: "Qué estás haciendo?" "Juntando la chirola para ir a bailar", le digo. Yo iba a bailar rock and roll, y Manecho me dice: "No, vamos al Marabú que te va a gustar a vos, que te gusta el tango". Eso fue en el 74, 75. Me subí al rastrojero y me vine. Maipú y Corrientes. Yo tendría 16. Entro, y había una chica preciosa, de veintipico, que me fascinó. Se cabeceaba, pero yo fui a la mesa y la saqué a bailar, porque ni me miraba la mina. Me dijo: "¿Pero vos sabés bailar?" Le dije que sí. Y la pisé toda. La mina se reía. Entonces le prometí que iba a aprender a bailar el tango. Yo no podía creer que con el rock and roll podía hacer de todo con las piernas y con el tango no me podía ni mover. Entonces, como le había prometido, empecé a buscar un lugar para tomar clases. Encontró un aviso en el diario: en la calle San José, una mujer daba clases. Cuando llegó vio esto: un Winco, una mujer grandota, dos hombres. Lo cuenta bien: lo cuenta como si esa primera experiencia hubiera sido, casi, prostibularia.
-La mina ponía un tango y bailaba con uno, bailaba con otro. Eramos tres: dos tipos que tiraban pasos a lo loco, y yo. Bailó dos tangos conmigo y cuando voy a bailar el tercero me dice: "Vos cuánto bailaste?" "¿Cuánto bailé, qué?" "Sí, cuántas veces bailaste." Le digo "Esta es la tercera vez". "Ah, dice, bueno, entonces son seis." "Cómo son seis." "Sí, dos pesos por tango". Yo saqué la cuenta, si bailo tres, son seis pesos, y si son seis pesos, yo tengo diez, y cómo vuelvo a Ballester. "No no no, no bailo, no bailo", digo. Grandota la mina, era. Cuando me enseñaba me decía poné la gamba acá, poné la pata allá, poné el pie allá. Cuando termino le digo: "Pero no aprendí nada". Y me dice: "¿Con dos tango queré aprendé? Esto te lleva años". Me recontrasfrustré. Empecé a practicar con mi viejo, con algún tío, con el yesero de la obra donde trabajaba. Pero como no sabían enseñarme, no lo podía agarrar.
Ahora, cuando vean a Zotto bailando con esos pasos largos como si el aire le impusiera la satinada resistencia del agua, conviene que piensen en esto: Zotto en una obra en construcción, abrazado a un hombre con las manos llenas de cemento. Arrastrando las suelas con más fe que elegancia. El talento se abre paso en circunstancias peores.
Las euforias torcidas del Mundial 78 todavía estaban frescas. En Buenos Aires, los cabarets de lujo eran sitios donde prosperaban el vidrio, el bronce lustrado y los nombres con K: King, Karim, Karina. Todos incluían algún streap-tease y números de tango. Miguel Angel Zotto los conocía a todos. -A Copes lo vi por primera vez en Karim, y después lo vi cuarenta y nueve veces más. Yo le digo: "Juan, cuarenta y nueve veces te vi bailar, hermano". Cuando salió al escenario me morí. Yo quiero estar ahí, dije. Era el tipo compadrito, vestido de negro.
En Karina, en 1979, conoció a Cacho Dinzel, un bailarín profesional con el que empezó a tomar clases. Descubrió que tenía los pies ligeros y la elegancia justa. -Todos me decían que tenía que bailar profesionalmente y me presenté a una audición que iban a hacer los directores de Tango Argentino.
Era 1983. Héctor Orezzolli y Claudio Segovia habían creado Tango Argentino, un musical de tango, éxito en Broadway. Ahora buscaban bailarines no profesionales para sumar al espectáculo.
-Eramos muchos milongueros. Teníamos que salir, hacer ocho compases para llegar al centro, hacer dieciséis compases en el lugar y después irnos. Claro, cuando los milongueros llegaban a la mesa donde estaban los directores no se iban más. Entraban a tirar figuras, y nos chocábamos. No eligieron a nadie. Si fue un desastre.
De modo que de vuelta a la pintura y el yeso, hasta que en 1984, Dinzel le avisó que una coreógrafa, Ana María Stekelman, había preguntado por él: quería tomar clases de tango. Miguel aclaró que no era profesor, pero que podía enseñarle algo en sus ratos libres después de pintar en la obra. Un par de meses más tarde, ella le sugirió que se cortara el pelo y la barba. Quería hacer un espectáculo de danza: Jazmines. Quería hacerlo con él.
-Tenemos ocho meses para ensayar.
Dijo ella, y él dijo sí. Durante ocho meses fue pintor en un obra de Moreno, tomó el tren a Capital a las 55 de la tarde, ensayó seis horas y regresó de madrugada a Ballester para dormir un rato. Valió la pena: cuando Jazmines se estrenó en 1985 la crítica fue elogiosa hasta el empalago y los bailarines clásicos y contemporáneos del Colón y del San Martín quisieron tomar clases de tango con ese morocho salido de la nada.
-Yo seguía siendo un bicho raro. Hablaba lunfardo, tenía los brazos llenos de tatuajes. Ahora me los estoy sacando con láser en Nueva York. Eran calaveras, no sé, horrible. Los hacíamos en el barrio. El que no se hacía era un salame. Con aguja y tinta china. Este me lo hizo Sara.
Una sombra azul en el antebrazo: el recuerdo de un ancla.
-Decía "A mi madre". Era muy feo. No tiene nada que ver con lo que yo soy ahora.
Pero en aquel entonces era un tipo tatuado al que, si no hubiera bailado como bailaba, nadie hubiera intentado comprender. Entonces, en medio del caos, llegó Milena Plebs. Una morocha de boca amontonada. Un amor fatal. Un amor como no hay dos. Como no hay ninguno igual.
-Je. Mi alumna. Milena era mi alumna.
Hay fotos de Milena y Miguel bailando. Una sola de esas fotos basta para entender. Eran una implosión lenta y glotona. Dos depredadores del piso y del aire.
-Milena formaba parte del Ballet Contemporáneo del San Martín. Clase media, bailarina.
A pocos meses de conocerse, se fueron a vivir juntos a una casa pintada por Miguel ("me quedó un chiche") con la ayuda de uno de sus tíos. Un día Milena le preguntó de qué parte de Italia era su familia, porque no entendía el dialecto en que él y su tío hablaban. Pero lo que hablaban, dice Miguel, no era ningún dialecto del italiano, sino lunfardo base y muy porteño.
-Eramos muy distintos.
En 1986, Orezzolli y Segovia, después de verlo en Jazmines, le propusieron sumarse a Tango Argentino. El aceptó, le propuso a Milena dejar la danza contemporánea y pasarse al tango, y allá fueron. De Ballester a Nueva York, casi sin escalas. En el elenco -en el que estaban, entre otros, Virulazo y Juan Carlos Copes- hubo quienes los tomaron por advenedizos, pero cuando salían a bailar La cumparsita, su cuadro solista, la chica y el muchacho quemaban. La primera gira duró nueve meses por Estados Unidos, Canadá, Venezuela, Alemania, Austria, Japón y Francia. Andaban por el mundo como si el mundo fuera un barrio.
-Virulazo me decía Mala Noche porque no lo dejaba dormir, le pedía que me contara historias de su época. "Dejáte de jorobar, dormíte, Mala Noche", me decía. Una vez se lo llevaron preso, en Munich, porque cruzó la calle con semáforo rojo. El cana se lo llevaba y Virula que no hablaba ni papa de inglés le decía: "Dancer, dancer". Una pelea fuerte tuvimos ahí, en Tango Argentino, con el Negrito Luciano, que murió. Por el truco, fue. Estábamos en Estados Unidos, y el Negrito Luciano le miraba las cartas a Virulazo, que se quedaba dormido. Yo le decía: "No le me mirés las cartas, qué gracias tiene". "No, si no le miro las cartas." Le digo: "Te viá meté un cachetazo cuando mirés las cartas de vuelta". Y dale. Y miraba las cartas. Y perdíamos y me daba bronca, viste. Y le digo: "Virula, te estás durmiendo, hermano". Pobre Virula, ya estaba enfermo. Y bue, se armó.
Imaginen a Milena, entonces, intentando entender trompadas por un no me mires las cartas. Intentando entender por qué Copes y Miguel habían encontrado tan divertido atropellar arbolitos de Navidad con un auto alquilado por las calles de San Francisco, y habían terminado borrachos y presos. -Cuando llegamos por primera vez a Estados Unidos, salió una foto de Milena y mía en la tapa del Washington Post. Casi me muero. Metí 25 guita y saqué tré diario. Y Milena me mira y me dice: "Salís en la tapa del diario y no sos capaz de comprarlo. Si querés tres, poné 75 centavos". Así que metí 75 centavos. Esas cosas, viste. Esas cosas aprendí.
Zotto dice que, con el tiempo, las parejas de bailarines de Tango Argentino empezaron a competir por al aplauso de un público que hervía mejor cuantos más firuletes, acrobacias y malabares se les agregaran a las coreografías. Pero él y Milena se mantuvieron fieles al estilo simple y perfecto en el que creían. Por eso un día pensó que podían tener compañía propia, de modo que después de la última gira con Tango Argentino, en 1988, formaron Tango X 2. Fueron coreógrafos, directores e intérpretes de un espectáculo llamado Perfumes de tango, con el que recorrieron Londres, Nueva York, Washington, Boston, Roma, Milán, París, Grecia, Japón.
Las cosas salieron bien. Los elogios llovieron desde el principio. El New York Times, el Washington Post, Le Figaro, el Corriere della Sera, La Repubblica y los diarios argentinos hablaron de la perfección, la satinada elegancia de Tango X 2. Con Milena en los brazos, Miguel alcanzó la cima del mundo.
Hay milongas que funcionan los jueves. Hoy es jueves y la pista de Niño Bien esta repleta.
La pista está rodeada por mesas y Miguel ocupa un lugar de privilegio, en la orilla, acompañado por Tito Roca, cantante de tangos, sesenta que parecen cuarenta y cinco. Miguel usa camisa blanca con estampado de campeonato: mujeres semidesnudas en poses sadomasoquistas. Elige mujer con cuidado y se decide, al rato, por una morocha con ojos que miran desde el otro continente. Cada cinco tangos, los bailarines vuelven a sus mesas, empujados por un tema de Serrat.
-Así en la próxima tanda de tangos, si te gusta la chica, la sacás de nuevo. Si no, no la sacás nunca más.
Tito Roca menciona un par de sitios a los que suelen ir con Miguel y sus amigos -La Cumparsita, Sunderland- y un antro de nombre improbable: La Toalla Mojada. Miguel va por la segunda copa de champagne. En la pista hay señores con peluquín, señoras con trajes de luces, chicos muy pop, chicas como topadoras, suecas muy rubias, italianos muy napolitanos. De la nada Miguel sale con esta confesión Isidoro Cañones.
-Hace quince días me compré un caballo.
Tito saca a una chica de 21.
-Un alazán precioso -sigue Miguel-. El Milanés, se llama. Precioso. Lindo tungo. Qué lindo tungo.
Tito regresa a la mesa.
-Qué lujo. A los 60 bailar con una piba de 21. Ni a los 30 me pasaba esto. Esta piba es una víbora, se enrosca, una maquinita de bailar.
Cuando Zotto empezó a ir a las milongas, las milongas estaban a años luz de ser lo que son ahora: lugares donde viejos y jóvenes se mezclan con la única condición de bailar bien. El se siente responsable de que las milongas del siglo XXI sean así: democráticas.
-Cuando yo empecé iba a las milongas y no había un solo tipo joven. Llegué justo en el momento en que el tango estaba desapareciendo, y rescaté al milonguero. Me siento responsable de este resurgimiento del tango. De toda esta gente joven bailando.
Levanta el brazo y dibuja estas palabras para alguien que está lejos: "¿Vamos a La Cumparsita?" Son las 4. Afuera, un travesti se acerca a un auto, pero el auto sigue y el travesti vuelve a mostrar sus nalgas frondosas en la esquina. La calle está muda. La milonga sigue, pero hasta aquí no llegan los compases del último tango.
Mguel Ángel y Osvaldo Zotto con la madre de ambos. |
Fue un año como no hay dos: en 1996 murió su padre y Osvaldo, su hermano, devenido bailarín como él, tuvo un accidente absurdo. -Mi papá tenía cáncer y sabíamos que en cualquier momento se iba a morir. Yo estaba en París, y me avisan que, yendo a visitar a mi papá al hospital, mi hermano Osvaldito casi se mata en un accidente de autos.
El taxi en el que iba chocó y Osvaldo terminó con el brazo partido. De modo que al día siguiente Chiche, en su cama de hospital, vio llegar una silla de ruedas en la que iba su mismísimo hijo enyesado de la cintura al cuello. Unos días después, Chiche murió.
-Yo estaba en Europa -dice Miguel- por empezar la función, y un técnico me avisó que mi viejo había muerto. Se abrió el telón, y yo empecé a llorar. Estábamos haciendo Perfume de tango. Hice la función, salió bárbaro, y después me desplomé. Un personaje Chiche. De grande fuimos muy amigos. Pero era un tipo jodido. Un actor frustrado, no pudo llegar a canalizar su carrera porque no tuvo ambición. No tuvo coraje para irse de Ballester, cruzar el charco. Cuando yo crucé el charco, me salvé. Pero yo vine solito al Centro. Solito crucé el charco y me empecé a meter en el ambiente artístico y solito hice todo...
Despues de la muerte de su padre, Miguel y Milena estrenaron espectáculo nuevo: Una noche de tango, un repaso de la historia del tango desde la milonga hasta el cabaret de lujo. Por esos días, en 1996, la crítica de The New York Times sobre el espectáculo de Tango X 2 en el City Center, decía que las piernas de Miguel y de Milena se batían en un duelo que, lejos de ser a muerte, mutaba en exuberante declaración apasionada. La exuberante declaración tuvo un final. Milena y Miguel se separaron. Bailaron juntos un tiempo más, hasta que Milena se fue del todo.
-Planteó que no quería bailar más conmigo Yo insistí mucho, pero es difícil estar con un tipo con tanta personalidad como yo, que siempre la traté igual, bien. Ella no podía separar las cosas. Pero a mí me daba un placer enorme bailar con Milena. Es muy dificíl encontrar una compañera de baile. A mí me está costando, todavía estoy buscando. Es muy difícil que te quede el cuerpo. El tema es cuando te encaja físicamente. Es lo mismo que una relación sexual. Hay una persona que te encaja el cuerpo y vas cómodo y después dormís cómodo. Dormís abrazado y no te molesta. La separación con Milena me dolió. Ella fue una bisagra importante para mi despegue. Ella aprendió de mí y yo aprendí de ella. Toda esta cosa... toda esta paz. Esta paz de no mirar televisión y cenar. Yo siempre era de las peleas... me había criado en ese... a la hora de la comida, pasaban todos los despioles en mi casa. Los despioles con mi vieja y mi viejo eran a la hora de la comida, entonces me rajaba a la calle.
Ahora está solo, al frente de la compañía de veinte personas con la que, desde el 6 de septiembre último, presenta Una noche de tango en el teatro Astral. Siete músicos, dos cantantes, cinco parejas de baile.
-En todas partes coproduzco, voy con el riesgo, queda un porcentaje para mí y otro para el empresario. Pero acá es más difícil que afuera. Tengo unos mangos ahorrados, los meto acá para hacer una temporada, y adío. Pero me interesa mi país, estoy muy orgulloso de ser argentino.
Vive más de la mitad del año en los hoteles y los aviones del mundo. Se hizo una casa en San Isidro pero la alquiló porque era demasiado grande para su soltería. Está de prestado en el departamento de un amigo.
-Yo a veces pienso, ¿cuándo voy a formalizar algo? Eso es lo más preocupante. Esta soltería. Porque yo estando con Milena igual seguí una soltería. Ella quería tener un hijo, formalizar algo más serio y yo... esta adicción que tengo con el trabajo, y me olvido de mí, y no me entrego.
El año último presentó un nuevo espectáculo -Z x 2 Tango Sinfónico- en el Opera House Concert Hall de Sidney, Australia, junto al pianista Pablo Ziegler. En septiembre de 2000 cumplió doce temporadas consecutivas en la calle Corrientes. Este año presentó por segunda vez en Sidney Z x 2, hizo una gira de tres meses por Roma, Bologna, Florencia, Milán y Londres y recorrió los festivales de verano Manchester, Evian, Innsbruck y Verona. Trabaja en una nueva versión de María de Buenos Aires, de Piazzolla y Ferrer que será presentada en las Operas de Ravena y Bologna el año próximo, y en marzo de 2002 presentará Una noche de tango en el Festival de Bellas Artes de Hong Kong y en el Casino de Montecarlo.
Cruza las manos detrás de la cabeza y una sonrisa de chico de 12 le cuelga de los colmillos. Dice esto.
-Hace años bailamos en el Partenón con Milena. No éramos pareja, pero todavía bailábamos juntos. Yo fui solo, a las 2 de la mañana, a montar las luces del espectáculo en ese teatro que tiene dos mil quinientos años, estaba hablando en italiano con mi técnico, los griegos montando todo en esa escenografía natural, el Partenón iluminado a las 2 de la mañana y yo dirigiendo... y pensé: "Mañana voy a hacer mi espectáculo acá. Mirá el lío que hice con un pincel y una espátula". Hicimos tres funciones. Vinieron más de siete mil personas a cada función. Y yo dije... así tiene que empezar la historia de mi vida. Después de eso, todo para atrás, y todo para adelante.
Sonríe, animal de tango en estado puro. -Todo para adelante.
Resbalones con clase
Tango x 2 se presentó el año último en Francia, en un teatro al aire libre. Era la primera función de la temporada de verano. Gran expectativa, mucho público. Empezó a llover.-La gente se tapaba con diarios, con los programas, pero no se iba. Al principio eran unos gotones gordos, uno cada tanto, pero después se largó a llover más y más, y estábamos llegando al final, con Libertango, cuando páfate, me caí. El tapete de danza, con agua, es una pista de patinaje. Bueno, me caí cuatro veces más. Al final nos caímos los dos: Morita (Mora Godoy), la chica que bailaba conmigo, y yo. Nos levantamos y volvimos a hacer el final. La gente bramaba, aplaudía. Se vino todo abajo. Las críticas, al otro día, eran espectaculares. El director del festival nos agradeció el profesionalismo; el empresario también, porque dijeron que cualquier otro paraba la función. Fue una de las ovaciones más grandes que tuvimos. Yo con bronca me caía, porque no me podía mantener parado. Parecía patinaje sobre hielo. Pero yo insistía porque el público insistía. Si ellos no se iban, yo no me iba a ir tampoco.
Leila Guerriero
Y creo que vale la pena volver a ver a Miguel Ángel y Milena, bailando La cumparsita al estilo Rodolfo Valentino and partner de los años 20, en aquel pasaje de Tango Argentino en Nueva York que menciona en el reportaje. Fue en 1986 y ahí arrancó su fama de gran bailarín, reconocido por la crítica.
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