Cuando Cobián, De Caro, Fresedo y otros músicos de su generación, en los años treinta cambiaron el ritmo del primigenio 2x4 al nuevo 4x8, haciéndolo más pausado y cadencioso, más romántico y sensual, los bailarines acuñaron un apotegma para definir la manera de bailarlo:
Compás y
elegancia.
Estas dos facetas marcan las pausas para valorar a un buen bailarín. Es como un discurso sin palabras. No son las figuras a priori las que puntúan en la valoración del milonguero, sino los pergaminos que atesora en esas dos facetas primordiales que lo distinguen. Por supuesto que luego las figuras supondrán un valor agregado de importancia, pero como epítome debemos ahondar en estos detalles denotativos de su porte y estilo.
El elegante, atildado, pulcro en sus movimientos, sobresale del lote de bailarines. Recuerdo mis lejanas incursiones en aquellas milongas porteñas que reunían a lo más granado de las barriadas . La barra o cuadrillas de muchachos que yo integraba, sumaba unos quince/veinte varones que perseguíamos la pelota de fútbol o a las muchachas de la milonga.
Todos bailábamos y trasmutábamos nuestros conocimientos en las constantes prácticas de entonces, pero a uno de los nuestros lo calificamos siempre como el más elegante y era nuestro modelo, el paradigma. No era el más listo, no ganaba por presencia física ni podía ser por sus características un líder de nada, pero bailando siempre me impresionó su porte.
Le llamábamos el Gordo Agapito y el apodo ya lo dice todo. Sin embargo, en la pista ganaba por amplio margen. Tampoco se destacaba pirueteando ni desparramaba artificios. Pero llevaba la música puesta en sus arterias. Iba imbricado en ella y pese a su perfil tan reductor y pedestre, estaba revestido por esos detalles microtonales y no desarmaba nunca su prestancia.
Estamos hablando de una época irrepetible en que el tout Buenos Aires estaba copado por el tango y las pistas se atiborraban de milongueros de ambos sexos. Nos unían esas afinidades electivas surgidas a través de una conciencia común: la de pertenecer a una época en que la música nos permitía expresar adecuadamente nuestros sentimientos.
En un impuso hedonista aprendí a bailar con aquellas orquestas invictas al día de hoy, por lo que, con tantas semillas arrojadas al viento, traspuse precozmente el umbral que permite comprender las cosas esenciales del baile y la música.
Los buenos bailarines de las milongas de caché, despreciaban las figuras de relleno como ganchos o sanguchitos que alteraban el ritmo y distorsionaban el compás. Se bailaba por placer personal, con la libre fluencia de su personalidad y talento, no existía la carrera de bailarín como salida laboral y sólo alimentaba el ego la satisfacción de figurar empíricamente en el grupo de los mejores.
Nos iluminaba una tradición fabulosa y fabulada como espacio donde morar y brillar. Y para llegar a la cima de los elegidos había que emplear la imaginación y muchas horas de exploración y práctica, con el repertorio de la memoria enriqueciéndose permanentemente. Esa ilusión super sport motorizaba a una legión de milongueros que, en sana competencia se disputaban con febril evanescencia la admiración del resto.
Lo primero era una presencia atildada, denotativa del cuidado personal. La ropa constituía un distintivo. Bien trajeados, el toque de perfume, fijador del pelo, corbata, y luego venía la postura, el compás y la elegancia, ese giro estético que sobreviene tras superar el afán de amontonar figuras. Y, fundamental: Bailar a compás. ¿Qué significa bailar a compás? Nada más y nada menos que bailar "dentro de la música". Teniendo en cuenta que el compás en música es ritmo o cadencia que se ejecuta en cada pieza musical, debemos tratar de manejar ese ritmo o cadencia. Sensibilizar la cadencia, que es la medida del sonido que regla el movimiento de la persona que danza.
O sea, la conformidad de los pasos del bailarín con la medida indicada por el o los instrumentos. Y también es cadencia la manera de terminar una frase musical: reposo marcado de la voz o de los instrumentos. El ritmo, sucesión o repetición de sonidos diversos que caracterizan una frase musical o la resolución disonante sobre un acorde consonante.
El vocablo anglófilo swing con que se define ahora un tipo de música, significa nada más que ritmo. Y por extensión: un ritmo de baile.
Los bailarines no permanecieron inmunes al proceso de modernización del tango y cuando el orillero o canyengue dejó paso al cambio de ritmo ralentizándose la música, debieron desechar aquellos pasos que no concordaban con la renglonadura del nuevo pentagrama tanguero y crearon los que se adaptaban al tiempo más reposado y melódico de las orquestas del cuarenta..
Aunque, cuando se habla de la década del cuarenta en términos de tango, en realidad se engloba, lato sensu, la etapa de De Caro que abre, y enlaza con D'Arienzo del 35 o Troilo del 37. permitiendo la entrada triunfal del tango en los años 40 y se prolonga hasta el 55 en términos aproximados.
(Continuará...)