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lunes, 8 de enero de 2024

Rafael Alberti

     Recuerdos de Argentina

   (Vivió más de 24 años en Argentina y en "La Arboleda perdida" recuerdas anécdotas personales y vivencias en nuestro país)

                                  



   EL EXILIO

...La guerra, después, nos juntó a casi todos en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Y luego el exilio nos dispersó. Y nosotros, María Teresa y yo, fuimos a parar a la Argentina, viviendo, sin documentación alguna por mucho tiempo, en El Totoral, de Córdoba, en la quinta de Rodolfo Araóz Alfaro, un gentilísimo amigo y camarada. 

Había una allí ancha avenida de álamos lombardos, de chopos, como los llamamos en España. La calle arrancaba de la portada de dos antiguas quintas, yendo a finalizar, aunque ya bordada de jóvenes paraísos, en la carretera que sigue a Santiago del Estero. ¡Calle amorosa y fresca, que cuando se le venía encima el viento sur crujía como todo un navío!.

PRIMER LIBRO                                                                                                                                          ..En el mes de julio de 1959 ya daba por terminado en Buenos Aires el primer tomo, dividido en dos libros, de La Arboleda perdida, obra en la que recojo mis memorias hasta 1931, o sea hasta la llegada de la II República Española. Desde entonces a hoy, en que me propongo continuarlas, han pasado 25 años. Y me encuentro viviendo en España, digo en Madrid, desde 1977, después de mi regreso de la Argentina y de Italia, es decir, de un destierro que duró casi treinta y nueve años. 

CASTELAR                                                                                                                                             ...Una nueva arboleda no como aquella realmente perdida de mi infancia andaluza, he levantado a una hora de tren de Buenos Aires, en los bosques de Castelar. Quiero en ella rubricar este colofón, pero antes de hacerlo, también hablar de ella, mi graciosa Arboleda perdida americana, como se merece.       Los bosques de Castelar -o el Parque Leloir, que así se denomina en su parte más bella- son grandes e inesperados. ¡Cuántas gentes y amigos que los ignoran! Sorprenden, cuando se los ve por vez primera. Y más cuando viviendo en ellos se amanece en sus brumas invernales, en el oro casi carmín de su otoño o en el verde sonante, musical de sus primaveras y estíos.                                                             Aquí, en estas apretadas umbrías que parecen desiertas, cruzadas de caminos que hay que ir descubriendo, llenas de casas y mansiones entrevistas apenas tras las cortinas de ramas, las flores y el agobio de las enredaderas, aquí en esas susurradas espesuras, elegí, hace tiempo, el lugar para mi necesario aislamiento, mi trabajo incesante.                                                                                                 Lejos de la ciudad, la tremenda ciudad que sin embargo continúa avanzando vorazmente, tal vez con el  oculto pensamiento de asaltarlas un día, hacha en mano e instalar sus horribles  construcciones, sustituyendo tantos caminos puros, perfumados, por calles ruidosas y malsanas.  

SE EQUIVOCÓ LA PALOMA                                                                                        ...Y en la tercera clase de un barco francés que salía del puerto de Marsella llegamos, unos veinte días después a Buenos Aires. A pocos años de aparecida en Argentina "La Paloma", dentro de El Clavel y la espada, se me presentó en mi casa de la calle Las Heras un jovencísimo compositor bonaerense, Juan Carlos Guastavino.                Me pedía permiso para poner música y canto a cinco poemas de ese libro, entre  los que se hallaba "La Paloma". Le  dije que sí, asistiendo yo al estreno de la canción, con música de cámara, como pieza de concierto. Poco después, un coro de Santiago del Estero, el de los hermanos Carrillo, la repitió, sólo a voces, con gran éxito, pasando enseguida a ser repertorio de la radio. Aquella Paloma de mis noches de guerra parisina había comenzado su vuelo, pero todavía a ras de los tejados argentinos. Pero la paloma  adquirió verdadera altura cuando en Roma, durante el homenaje que se me hacía en un teatro, otro compositor argentino, Bacalov, la oyó, acompañada a la guitarra, en la voz de una bella muchacha; Deisi Lumini.  Bacalov pidió permiso para orquestarla, ofreciéndosela enseguida al gran cantante italiano Sergio Endrigo, que la estrenó con éxito ruidoso en un Festival de San Remo. Y  desde entonces la paloma. equivocándose siempre remontó todos los aires.     

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ                                                                                                                          ...Juan Ramón Jiménez llega una mañana a Buenos Aires. Viene de Puerto Rico, acompañado de su muy grata y sufrida Zenobia. Vienen en barco. Viene Juan Ramón a dar conferencias, recitales poéticos. Pero le dije a Ramón Gómez de la Serna que Juan Ramón Jiménez estaba en Buenos Aires. Habían sido en otro tiempo muy amigos.. Discretamente, Juan Ramón me insinuó que quería verlo, que se lo preguntará. Ramón dijo que sí.                                                                                                                     Al día siguiente, yo acompañé al poeta de Huelva con su mujer, Zenobia, a casa de Ramón. La escalera del piso donde vivía arrancaba del zaguán. Cuando llegamos, Ramón esperaba en el rellano de su piso al lado de Luisita.                                                                                                                                              -"¡Un momento - gritó a Juan Ramón, sin más saludo- ¡Un momento! ¿Puedes explicarme, antes de subir, por qué escribes Dios sin mayúsculas últimamente? A Dios le han quitado ya todo en la tierra, Y ahora vienes tú y le quitas lo último que le quedaba, la mayúscula. Promete que se la devolverás".          A Juan Ramón le temblaba la barba. Balbució algo que no entendí. Y me fui detrás de él y de Zenobia, cerrando la puerta de la calla suavemente.    

GONZALO LOSADA                                                                                                                                 Entramos en Buenos Aires, después de una travesía peligrosa, en la que María Teresa se había puesto enferma, teniendo que pagar nuestro traslado a segunda clase, cosa que nos mermó en mucho el poco dinero que llevábamos. Pero todos nos lo solucionó una persona que, entre otras, queridísimas luego, nos esperaba en el puerto: nuestro grande y generoso: Gonzalo Losada, un nuevo editor lleno de genio e iniciativas, un verdadero adelantado, quien nos resolvió nuestra tan incierta situación.                                                                                                                                  Él me contrató en seguida mi nuevo libro, Entre el clavel y la espada, que yo había comenzado a escribir en Francia , durante mis desveladas noches como locutor de la radio Paris-Mondial. Nos pagó durante varios meses los derechos del libro, como también el resto que me debía por mi Antología poética, publicada unos meses antes.                                                                                                              Gonzalo Losada era un alto empleado de Espasa-Calve, que se desgajó de la gran editorial, cuando nuestra guerra, por ser republicano y no del otro lado, como lo era la gran casa española. Editor nuevo, audaz, publicó por primera vez la obra de tantos poetas y escritores latinoamericanos que antes nadie se había atrevido con ellos. 

(Continuará... )           

                                                                                                                                       

                                                                                                                                         

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