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miércoles, 30 de marzo de 2016

Buenos Aires 1900

La mirada sobre estos años fundacionales y mitológicos del tango, es más amplia y valiosa si está realizada por un gran escritor, historiador, profesor y periodista, como lo fuera Bernardo González Arrilli (1892/1987). Integrante de Academias de distintos países de América, laureado por sus trabajos, autor de libros de género variados: Novela, Historia, Cuento, Cine y Biografías, fue, entre otras cosas, colaborador permanente del suplemento literario del Diario la Prensa.

En este interesante ensayo sobre aquella época naciente de la milonga y el tango. González Arrilli lo cuenta así:

                                             
Bernardo González Arrilli


-La milonga se "enchufaba" en la vida como un doble receptor de emociones nativas. !¡Milonga, la de mis tiempos!", decían los canosos y era igualita a la que cantaban sus nietos. Requebrada y rezongona, saltaba con notas alegres, afirmaciones optimistas, piropos de tres por cinco, en cuanto mencionaran los ojos de una muchacha. Batalladora y arisca, cantaba fervores cívicos, sacrificios sin interés y esperanzas redentoras. Dura y polémica, criticaba desaciertos y censuraba equivocaciones con un gran gesto porteño de reconciliaciones cordiales. Amplia y fraterna, igualmente cantaba la profundidad embrujadora de una sonrisa de mujer que la promesa de días mejores, con dignidad y honradez.

Canto de hombre que servía para aliviar largas jornadas de fajina, se quedaba como un canario flauta en su jaula de alambres plateados. Silbaba en las plataformas de los tranvías y se clarineaba en las cornetas de cuero de los mayorales con un clavel en la oreja. La tarareaba el tendero y reaparecía en el pitido de alerta del vigilante de facción. ¡Milonga del novecientos! Distinta a la décima, más dulzona que una vidala, más ligera que una cuarteta de payada, era porteña por donde la agarraran, pifiadora hasta donde quisieran, simpaticona hasta hacerse amar.

                                          

-Cuando la desvirtuaron, aún le sobró dulzura para regalar y prestó su título para que se lucieran chiquilinas capaces de ganarle al baile mistongo categoría de danza nativa. Así surgió Milonguita, nacida en la puerta de calle de una casa con zaguán, que se enamoró de un milonguero que le supo emocionar contándole al oído el más vulgar "te quiero porque te quiero". Enseñó a llevar el compás al bailarín más inhábil en  los domingos sudados  y no le quiso hasta que no supo bailar. Tarareando se aprendía. Con organito de tambor y platillos, se ensayaba. Después se bailaba lindo con las orquestas de Pacho.

-Si salió al campo la milonga fue hasta ahí nomás, y se volvió a la ciudad. Es porteña; no quiso ser bonaerense. Sabe que la campaña tiene otro ritmo, otro son; que canta de otra manera y tiene vocablos propios. La milonga lleva y trae aires de suburbios para pasearlos por calles con adoquines, arranca flecos de noche en los espinillos de los huecos y se espesa en la sinasina que teje el propio hilo de los cercos en las chacritas verduleras.


                                 

-Anida, manda en el alma del verseador popular y se agranda en las guitarras, sale de paseo con aire de milongón, no más que por darse corte. El milonguero la siente, la guarda, la quiere, le salta a los labios y le pincha, sentimental, en los ojos. La milonga es tonada. La cantaban los criollos, esto es, los blancos, en rivalidad verseada con la mulatería... que se fue a otros tonos y nacionalizó lo importado.

-El tango, cantado de manera distinta al muy movido español y zarzuelero llegó después. El mismo milonguero lo cantó a pesar de saber que el muchacho era un intruso, simpático, pero con motas, y patente de malevo. Su éxito fue obra de extranjis. Se mixturó y salió de ella el tango-milonga, con letras inútilmente sucias. Fue un plato en el que muchos manotearon; unos para ganar dinero y otros para malgastar zoncera.

                                                 


-Los que no la entendieron, en intento despectivo, llamaron milonguero al bailarín y milonga a cualquier bailongo. La verdad sigue siendo ésta: milonguero era el cantor que gustaba de los versos y los anudaba de a cinco; uno y dos, dos y uno. La guitarra -y no el bandoneón-, la guitarra solita, hacía el compás medio lerdón, como en agachada de pifia; después reía en la prima, como proponiendo un acertijo; al fin se quebraba con elegancia barata. Sonaba bien en los patios, calavereaba en los despachos de bebidas, alguna vez se escurría, como haciendo un ensayo entrador hasta la casa de sala con piano, y entonces, cuando la voz del cantor se afeminaba, era la niña la que modulaba la milonga querendona.

-El porteño la sentía vibrar, completa, en el alma, y demoraba sus pasos por la vereda de ladrillo, hasta que el último acorde moría en el barro seco de las calles, no sin echarle un piropo a los malvones del patio y a la glicina del fondo.
-Milonga, la de mis tiempos!... exclamaban los canosos.
¡Mansa como el milonguero; feliz como un sueño barato; pobre como la milonguita de la puerta de calle con zaguán que espera al príncipe de los romances inolvidables, saco negro y funyi gris!


Y para iluminar esta hermosa pintura de aquellos años, yo la acompaño con la Milonga de los fortines, de Sebastián Piana y Homero Manzi. La grabó la orquesta Típica Victor, con la voz de Mariano Balcarce, el 28 de septiembre de 1937.

Milonga de los fortines- Típica Victor

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