"El café, como espacio arquitectónico y como escenario de unas vidas literarias, parece una referencia obligada perteneciente a una sentimentalidad literaria, un ícono ineludible y un atractivo tema para estampas convencionales: el refugio de la bohemia laboriosa o zángana, el lugar del rumor habitualmente venenoso y donde se forma la opinión pública, el de la conspiración y el de las ensoñaciones de los solitarios, el hito obligado de los vagabundos urbanos, el escenario de las invenciones que dan fuego a las vidas sombrías...".
Esto comenta el crítico Miguel Sánchez Ostiz, en su reseña del precioso libro del valenciano Antoni Martí Monterde, "Estética del café", finalista del XXXV Premio Anagrama de ensayo.
Son innumerables los escritores que realizaron sus mejores textos en un café: Diderot, Voltaire, Pérez Galdós, Baudelaire, Verlaine, Unamuno, Roth, Zweig, Sartre, Sábato, Kafka, Borges y una lista que continúa y se extiende casi tanto como opciones para tomar café hay. De esta referencia obligada no podría estar exento el tango, si quería -como en realidad lo fue- ser testigo de un momento histórico de una ciudad y su gente.
El café, ese ícono ineludible, fue exportado de Europa a Latinoamérica y -por las mismas razones aunque condicionamientos socioculturales distintos- se transformó en una verdadera institución en Buenos Aires.
Los famosos cafés de Viena, nacieron hacia finales del siglo XIX y proliferaron en la primera mitad del XX, como consecuencia de la escasez de vivienda, que obligaba a los hombres a buscar lugares donde reunirse y hablar de arte, política y mujeres. Por la misma razón y motivos semejantes, nacieron los cafetines de Buenos Aires.
El conventillo no era el lugar más adecuado para hablar de ciertas cosas o ejercer cierto tipo de prácticas lúdicas -los naipes y los dados-, ya que cuando no se quejaba un vecino se quejaba otro, por las voces a deshora o el mal ejemplo que los hombres podían dar a los niños con la bebida y el juego.
Puede llamar la atención que nombre a los inquilinos de esas humildes viviendas, entre los clientes de cafés tan elegantes como el Tortoni, Las Violetas, la Richmond o La Ideal. En verdad, no es allí donde iban porque el cafetín del que habla Discépolo es otro que esas joyas de la arquitectura y la decoración donde se reunían políticos, escritores y artistas.
Se trata de lo que también se conocía como "El café de la esquina" , el "boliche" o más frecuentemente "el feca". Era el escenario en que se realizaban los ritos de iniciación por los que el joven porteño hacía el pasaje de la adolescencia a la adultez y en el que luego se instalaba para siempre. Este "para siempre" lo era hasta al punto, que el café llegaba a convertirse en su segundo hogar, y en en algunos casos, el primero.
No era raro que cuando se estuviera buscando a alguien de quien no se tenían demasiados datos, para poder orientar al que buscaba, se le preguntara: "¿Sabe usted dónde para?". Porque uno podía trabajar en la oficina, la fábrica, el puerto, la tienda o el matadero. Uno podía dormir en el conventillo, la pieza, la pensión o la casita. Pero "parar", lo que se dice detenerse a vivir, se paraba en el feca.
Parar era, en primer lugar, encontrarse con los amigos: Marcial de la quimera, Pascual que aún cree y espera, el flaco Abel, para hablar del tiempo, del clásico River-Boca, del último discurso del presidente, de la carestía de la vida, de lo crecida y linda que se estaba poniendo la hija del almacenero, de la "fija" del sábado, del programa de orquestas que tenía el club del barrio para los próximos bailes de carnaval y si valía o no la pena ir a verlos o mejor arrimarse hasta el centro para ver a D'Arienzo, Troilo o Pugliese.
Parar era hablar con ellos de cosas tan trascendentes como lo efímero de la vida o lo terrible de la muerte, del sentido de la familia, la soledad, el fracaso, la vanidad o no de las ilusiones. Yo aprendí filosofía... Parar era compartir con ellos largas horas que se hacían cortas, de juego por dinero o simplemente por quién paga la ronda de café o ginebra. Dados, timba.
Pero parar era también ir a sentarse sólo en una mesa, temprano, cuando se sabía que los muchachos aún no han llegado. Y ahí, junto a la vidriera de guillotina, esa ventana que daba a la nada, masticar despacio y en silencio una pena de amor. Allá lejos, antes, cuando el amor aún solía causar pena y por eso, también, causar tangos. Lloré en silencio el primer desengaño.
Parar era no sólo encontrarse con ellos, sino encontrarse con uno mismo, sostenido por esos pequeños objetos en los que se apoyaba la identidad: el pocillo de café, la cuchara, el cenicero siempre lleno. El cigarrillo, la fe en mis sueños y una esperanza de amor.. Parar significaba que el café no tenía clientes sino habitantes.
El cafetín estaba habitado por vidas en sus momentos de detención, lo que no significa "tiempos muertos" sino, al contrario, momentos de encuentro entre goces dispares que se soñaban como iguales. Paréntesis vitales preñados de vivencias muy variadas. Como una mezcla de todas las cosas.
Discépolo define su poema como una queja. Es una nostalgia que equipara a la de su propia madre. Si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja. Y ambientándola en el escenario del café, hace el recorrido de tres momento vitales: la ilusión de la niñez: como esas cosas que nunca se alcanzan; la esperanza de la juventud: la fe en mis sueños; cierta decepción de la madurez: y me entregué sin luchar.
¿Por qué este recorrido? Quizás haya que buscar las respuestas en la propia vida del poeta.
Juan Carlos Tazedjian
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