Mis maestros cantores
De mi madre, recibí también el legado de milongas viejísimas que todavía canto, como Milonga en negro, traída a la ciudad por el payador Higinio Cazón, así como China hereje, que es también de mi remoto repertorio. La debo al gusto de mi padre por ese tipo de canciones viriles, y, sobre todo, a su admiración por otro payador: el oriental Juan Pedro López. Y creo que hemos llegado al punto en que conviene explicar un poco de todo esto de la herencia de los payadores que llevo tan a la vista.
En los años de mi infancia, el lunfardo todavía terminaba de macerarse en leoneras y taquerías, en quecos y bailongos, a pesar de que su existencia había sido reconocida ya cuarenta, cincuenta años atrás. Una que otra palabra asomaba de vez en cuando en las canciones del pueblo, pero sólo el tango habría de ser capaz de hacer durables a esos términos, de abrirles cancha para siempre.
El propio tango había empezado a buscar su destino: ya no se concebían los títulos desfachatados de sus orígenes, como Dame la lata, Mordeme la oreja izquierda, Dos sin sacar y otros de comprensible parentesco con los lugares donde se empezaron a bailar.
Mi noche triste, en 1918, cambia la historia; es el teatro con sus grandes públicos de entonces quien pondrá ese título y esas palabras en boca de todos, como poco después, en 1920, hará con Milonguita y otros muchos.
Es el fin de la "Guardia vieja", el nacimiento de la nueva orquesta típica. El tango cantado pasa a ser un artículo de aceptación popular O, como ahora se diría, de "consumo masivo". Roberto Firpo desencadena una innovación fatal para los guitarreros al introducir el piano en los conjuntos típicos. Desalojada de allí, a la viola sólo le queda como destino posible el acompañamiento del cantor solitario.
Hasta los cines y teatros van haciendo lugar a los pianos, o a los conjuntos que lo incluyen, y empiezan a desparecer los tríos, cuartetos o quintetos en los que la guitarra era fundadora y guía. Pero por un buen tiempo la vihuela aún será defendida por los últimos payadores.
Yo era apenas un pibe convaleciente del gran jabón de Moquehuá, cuando murió Gabino Ezeiza, casualmente el mismo día de 1916 en que asumió su primera presidencia Hipólito Yrigoyen. Pero por el barrio de Saavedra, los mismo que por otras orillas de la pampa, por los corrales del Oeste o del Sur donde los reseros se juntaban, supo perdurar la presencia de los payadores.
Alcancé a conocer a algunos de larga fama y, ya adolescente, a acompañar a otros que, como alguna vez sucedía, eran hábiles improvisadores pero negados para la guitarra. El de payador es un destino al que llegué tarde pero, alguna vez me prendía también en el viejísimo juego al menos para confirmarme lo difícil y hermoso que era.
En ocasiones me han dicho que se me reconoce cierta influencia de aquellos poetas y cantores. Si fuese verdad sería uno de mis mayores orgullos, de mis mejores méritos.
A otros de aquellos hombres los conocí cuando, ya grandes también en edad, se acercaron a mí con su saludo y los modestos libros o folletos en que habían reunido sus hazañas. De ellos -y de mi memoria- he recogido algunos fragmentos que me parecen un homenaje justo y necesario en mi propio libro.
(De su libro "UNA LUZ DE ALMACÉN" (El lunfardo y yo)