Había terminado el bachillerato y para festejar el acontecimiento, el tío Alberto lo había llevado al Tabarís. Era la primera vez que iba. Se deslumbró con las mujeres vestidas de noche que andaban de mesa en mesa o esperaban que las sacaran a bailar, sentadas en sillas como miñas de baile de pueblo. Alberto era muy popular, y todas se acercaban por turno a saludarlo. - -Aquí les traigo a mi sobrino, a ver si me lo avivan un poco. Eduardo se encontró incómo y cohibido. Las mujeres lo miraron, y tuvo la sensación de ser un animal en el mercado, cuando el comprador observa y mentalmetne calcula el peso y las posibilidades de la bestia. Se sintió enrojecer. Una rubia platinada le sonrió, Eduardo puso cara de estúpido.
-Vamos a bailar - dijo la mujer amablemente con cierto acento gutural. Eduardo titubeó un instante y miró a su tío. -Andá, no seas sonso; aprovechá a la buena moza.
Salió a los tropezones. Le parecía ser el mayordomo de la estancia cuando en las fiestas sacaba a su madre a bailar y llevaba las botas puestas. Bailás muy bien- dijo la mujer para romper el hielo, apretándose contra él. Le transpiraban las manos. La rubia acercó su cara a la suya. ""¡Qué papelón!" -pensaba Eduardo-; y ahora , ¿qué tendré que hacer?". Terminó el baile. Como entre sueños volvieron a la mesa. Alberto invitó a la mujer a sentarse y pidió champagne. Cuando lo sirvieron, Eduardo bebió su copa de un trago, casi sin respirar. Sintió que el gas le subía por la garganta; aparetó la boca y le salió por la nariz. Le volvieron a llenar la copa. Esta vez bebió más lentamente. Se sentía animado. "Va a ver la rubia como no me achico; sabrá quién es Eduardo Quesada". Y, optimista, con juvenil petulancia la invitó a bailar. Era un tango lánguido. Habían puesto el cabaret a media luz. La orquesta estaba iluminada por un reflector y las lámparas de las mesas daban una suave luz rosada. El hombre de la orquesta cantaba las desdichas de un amor desgraciado, prendido a un micrófono, cerrando los ojos y ahuecando el pecho para que la voz saliera más baja. Eduardo tenía ganas de reír. La mujer se le pegaba como lapa. "Son pesadas", pensaba el muchacho. Pero en ese momento sintió una extraña vibración. La mujer se apretó aún más y movió la cabeza quedando su boca a la altura de la de Eduardo; la entreabrió y la acercó. Eduardo volvió a la mesa limpiándose los labios con el pañuelo. Se sentía hombre. Creía que había hecho una hazaña besando a un mujer de clase mientras bailaba en el Tabarís. Cuando se sentaron, ella le dijo despacio: -Después te vas conmigo. Eduardo miró a su tío con desesperación. Alberto, divertido, se hacía el desentendido. El muchacho luego sabría que todo había sido combinado de antemano. No guardó un recuerdo agradable de aquel primer encuentro con el amor.
María Elena Ramos Mejía