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miércoles, 14 de mayo de 2025

100 años de Astor Piazzolla, un idioma universal

La escena transcurre en el Central Park, en el ocaso del verano de 1987. Exactamente, el domingo 6 de septiembre. Astor Piazzolla, al frente de su quinteto, ofrece en Nueva York, la ciudad en la que se había criado cuando niño y adolescente, un concierto consagratorio, definitivo, magistral. En ese momento, a los 66 años, ya había tocado en el teatro Olympia de París y en el teatro Colón de Buenos Aires, entre otros escenarios de prestigio internacional. Pero esa presentación, acaso por su locación, acaso por la lluvia, tiene una carga épica. El marco es grandioso, porque entre esos mil privilegiados que forman parte del público se destaca una leyenda, el prestigioso pianista y arreglador Gil Evans, de quien Piazzolla es fanático desde 1958, cuando Dizzy Gillespie, en su departamento de Manhattan, le dijo: “Te voy a hacer escuchar el disco de jazz más importante de los últimos años”, y en su bandeja puso a girar el vinilo de Miles Ahead, que se había editado el año anterior. El impacto de los arreglos de Gil Evans lo marcaron desde entonces. Su presencia fue, sin dudas, una motivación para Astor (“Siempre me emociona reencontrarme con aquellos a quiénes admiré toda la vida, y nunca sé qué decirles”, le confesó a su hija, Diana, para su libro Astor, lanzado pocos meses más tarde de aquella presentación). Y fue un estímulo, también, para los integrantes de su quinteto: el pianista Pablo Ziegler, el guitarrista Horacio Malvicino, el violinista Fernando Suárez Paz y el bajista Héctor Console. Además de Gil Evans, se destacaban dos prestigiosos guitarristas: el virtuoso Al Di Meola y Ralph Towner, fundador del grupo Oregon. Y un colega argentino, el pianista y arreglador Carlos Franzetti, radicado en la Gran Manzana.

A sus 91 años, el legendario Horacio Malvicino, que grabó con Piazzolla por primera vez en 1958, sostiene que ese fue el mejor concierto en todos sus años junto a Astor. “A veces parece como si el universo se enderezara para que todo salga impecable. Ese disco es una de las cosas más perfectas que grabamos”.


Fina estampa en pleno París

El repertorio, que incluye piezas emblemáticas como “Verano porteño”, “Milonga del ángel” y “Adiós Nonino”, es un pequeño resumen de la obras fundamentales de un artista prolífico, que escribió más de 2000 piezas. Al promediar la presentación, Piazzolla toma el micrófono y, en poco más de dos minutos, lanza un discurso que está a la altura de sus músicas maravillosas. Empieza a hablar en inglés y en español, y a pedido del público también suma el italiano. “This is the new music of Buenos Aires, the new tango; esta es la nueva música de Buenos Aires, el nuevo tango; questa è la nuova musica di Buenos Aires, il nuovo tango”, dice. Y lo que sigue es una ovación que se mezcla con las carcajadas. En ese contexto, lanza un monólogo autobiográfico que también resume, en unas pocas frases, la historia de su instrumento.

“Comenzamos en 1954. Mi nombre es Astor Piazzolla. Nací en Argentina, crecí en Nueva York y mis padres vinieron de Trani, Italia. Muchos piensan que este extraño instrumento es un acordeón, pero es un bandoneón. Lo inventaron en Alemania, en 1854, para tocar música religiosa en las iglesias. Unos años después, lo llevaron a los prostíbulos en Buenos Aires. Y ahora, lo traemos al Central Park. Es un lindo tour”, dice Astor. Y se escuchan más risas.

“No estoy tratando de hacerme el gracioso”, aclara. “Esta es la vida, surrealista, de este instrumento. Desde que nació, el tango estuvo en los night clubs y en los cabarets. Como el jazz en Nueva Orleans. Nunca fue algo demasiado limpio en un principio. Hoy en día, se supone que es limpio, porque esto es limpio. Gente libre, música y amor. Espero que disfruten nuestra música”.

Desde su casa en Nueva York, Pablo Ziegler, el pianista de aquella noche, bucea en sus memorias. “Recuerdo muy bien ese concierto. Había lloviznado todo el día, y hacia la noche llovía un poco más. Por eso, el público estaba con paraguas. No era habitual que Astor hablara en tres idiomas sobre el escenario, creo que lo hizo porque sabía que estábamos en Nueva York y había comunidades de muchos países”, cuenta.

De hecho, para celebrar los 25 años de ese hito, más de siete mil personas presenciaron el concierto que ofreció el cuarteto de Pablo Ziegler, revisitando el repertorio de 1987, junto a la violinista Lara St. John, en ese mismo escenario. El de 2012, fue el más multitudinario en la historia de los conciertos en el Central Park.

De Mar del Plata a Manhattan

Astor Pantaleón Piazzolla nació el 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata. Además de la música, su vida estuvo signada por los viajes. Si trazáramos cada una de sus travesías con una línea punteada sobre un planisferio, a la usanza de Casablanca y otros clásicos hollywoodenses, el cuadrado entre Mar del Plata, Buenos Aires, París y Nueva York ganaría en preponderancia, pero el resultado gráfico sería tan caótico como un dibujo de Jackson Pollock.

Por causas que nunca quedaron del todo claras, Astor nació con un problema en su pierna derecha: su pie estaba torcido. Para subsanarlo, tuvo que someterse a siete operaciones. Entre los dos y los seis años, los hospitales fueron su segunda casa. “Creo que por ese problema mío, a papá se le metió en la cabeza que yo tenía que ser algo grande. Tenía que superar la inseguridad que me daba el defecto en el pie. Él se propuso que yo hiciera todo lo que me prohibían, para que no fuera un solitario o un acomplejado. Si me prohibían nadar, él me mandaba a nadar. Si me decían que no tenía que correr, él me hacía correr. Y así con todo. Por eso también lo de la música. Él quiso que yo fuera algo grande, diferente y se mató trabajando para que yo lo lograra. Lo que él no sabía es que yo también quería destacarme y hacer todo lo que me prohibían. Yo también quería superar mi problema, salir adelante, destacarme”.

Más allá de lo que muestra el excelente documental Piazzolla, los años del tiburón (2018), dirigido por Daniel Rosenfeld, Astor tuvo una vida llena de ribetes cinematográficos (Adolfo Aristarain anheló hacer su biopic durante un buen tiempo). Su educación sentimental, desde los cinco años, transcurrió en Nueva York (vivió durante dos períodos entre 1925 y 1936), en un ambiente de pandillas, donde los gangsters formaban parte del paisaje cotidiano. “Todo era muy pobre en la calle Ocho. Pobre y triste. Pobre y violento. Era un barrio violento porque existía hambre y bronca. Crecí viendo todo eso. De todos modos, el Greenwich es mi barrio. Ahí crecí, ahí empezaron mis primeros desafíos, mis primeras peleas, los primeros pecados. La calle Ocho, Nueva York, Elia Kazan, Al Jolson, Gershwin, Sophie Tucker cantando en el Orpheum, un bar que estaba en la esquina de casa… Todo eso, más la violencia, más esa cosa emocionante que tiene Nueva York, están en mi vida, en mi conducta, en mis reacciones. Crecí pegando y defendiéndome. Sigo haciéndolo”, explicó a mediados de los ochenta, cuando acumulaba en sus espaldas tres décadas de batallas contra reaccionarios y detractores de su música.

El mapa, en la calle Ocho, era así: de un lado, los italianos; del otro, los judíos. En el medio, el niño Astor. “Todo se va metiendo bajo la piel”, recordó. “Mis acentuaciones rítmicas, tres más tres más dos, son similares a los de la música popular judía que yo escuchaba en los casamientos”.

Jugaba al béisbol y practicaba boxeo, soñaba con tocar la armónica (incluso intentó robarse una Hohner cromática de una tienda), pero su padre, a los ocho años, le regaló un bandoneón que compró en un local de segunda mano por dieciocho dólares.Curiosamente, a Astor no le gustaba el tango. Era una música que escuchaba su padre, por las noches, para exorcizar las nostalgias del sur de América.

De sus primeras clases de teoría y solfeo, con un profesor italiano del barrio, lo único que se llevó fue una receta para preparar un tuco al estilo napolitano que utilizó para agasajar a sus amigos. “Cada vez que llegaba a su casa, había un olor a comida que me volvía loco. Hasta que un día le pedí que me enseñe la receta. (...) Lo cierto es que cada vez que yo volvía a casa y mi papá me había preguntado qué había aprendido ese día, yo de música no había aprendido nada porque me la pasaba hablando de comida. (...) A mí, lo único que me gustaba de alma era el jazz”, le contó Astor a Alberto Speratti, para su libro Con Piazzolla (1968).

Unos años más tarde, a los 13, gracias a un vecino, el pianista húngaro Bela Wilda, Astor empezó a escuchar música clásica, y quedó especialmente atrapado por Johann Sebastian Bach.

Como Forrest Gump, Piazzolla se cruzó a lo largo de su vida con celebridades como el boxeador Jake LaMotta, con quien llegó a tirar guantes sobre un ring (“me dio tal trompada que nunca volví al gimnasio”); con el muralista mexicano Diego Rivera, quien le obsequió un dibujo mientras tocaba el bandoneón en el Rockefeller Center, y con Carlos Gardel, el ídolo de su padre, que cuando lo escuchó tocar le espetó: “¡Pibe, ¡Vos tocás el bandoneón como un gallego!”, pero de todos modos hicieron buenas migas: lo invitó a participar como extra en la película El día que me quieras y compartieron varias de sus presentaciones en teatros. Luego de una larga temporada en la Gran Manzana, Gardel lo invitó a sumarse a la gira por Sudamérica. Sus padres no se animaron, porque todavía era muy chico y, a la postre, fue una decisión acertada. Gardel se mató en esa gira en el trístemente célebre accidente de Medellín.

La familia Piazzolla volvió a Mar del Plata en 1936, y un tiempo después, Astor, con 18 años, se fue a vivir a Buenos Aires, consolidado en su afán de ser músico profesional. Poco tiempo después, gracias a su amigo violinista Hugo Baralis, entró en la orquesta de Aníbal Troilo.

En 1940, se apersonó en la residencia porteña del célebre pianista Arthur Rubinstein para mostrarle un concierto que había escrito en su honor. Rubinstein lo mandó, literalmente, a estudiar. Así llegó al maestro Alberto Ginastera, con quien se formaría durante poco más de un lustro en composición, orquestación y armonía. Según Baralis, Astor era un bicho raro en el ambiente del tango. “Hablaba mitad inglés, un cuarto de castellano y un cuarto de lunfardo. Además, y para colmo, había tocado con Gardel, pero hablaba de Bach”.

Estimulado por Ginastera, Astor había empezado a estudiar y a componer, a la par de su trabajo en la orquesta. Iba a escuchar los ensayos del teatro Colón los sábados a la mañana y muchas veces, después de la función, armaba jam sessions con músicos como Baralis, Orlando Goñi y Kicho Díaz, entre otros. Imitaban el estilo de viejas orquestas (Elvino Vardaro, Julio de Caro), al que Astor le incorporaba acordes complejos. Quizás en esas experiencias, que Troilo no celebraba (“decía que nos hacía perder sentido bailable”, contó Astor), esté el origen de Piazzolla como nombre propio en la historia de la música. El laboratorio creativo de uno de los grandes compositores del siglo XX.

                                     

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Paris 1977 con parte del Octeto Electrónico de Astor antes del debut en el Olympia



Pocos años después, en 1946, armó su orquesta típica, otorgándole su impronta en arreglos con síncopa, contrapuntos en el violín y el ritmo de 3-3-2 en el piano, que le valieron elogios de colegas como Osvaldo Pugliese y Horacio Salgán. Y al año siguiente, en otra escena digna de Forrest Gump, el prestigioso compositor Aaron Copland lo felicitó después de escuchar a la orquesta, en una visita por Buenos Aires. Poco tiempo después, enfocado en la composición y alejado del universo tanguero, Astor dejó de tocar el bandoneón.

¿Piazzolla nació en París?

El 16 de agosto de 1953, en el Aula Magna de la Facultad de Derecho, Piazzolla estrena su obra “Sinfonía de Buenos Aires” −con la cuál había ganado el concurso Fabien Sevitzky, el prestigioso director ruso llevó la batuta en esa ocasión−, para dos bandoneones −que interpretaron Leopoldo Federico y Abelardo Alfonsín− y una lija, además de la orquesta. Astor tuvo que inventar un instrumento que sonara como una chicharra −un recurso que utilizaría frecuentemente para marcar el compás− porque sabía que los violinistas clásicos cuidaban sus instrumentos exageradamente y no iban a querer hacerlo. Se generó una polémica porque muchos se sintieron ofendidos por ver bandoneones junto a una orquesta sinfónica. “Al finalizar la obra, Sevitzky me llamó para que saliera a saludar. Cuando fui a hacer la inclinación vi que todo el mundo se estaba agarrando a trompadas, como si fuera un ring. «No se preocupe», me dijo Sevitzky. «Es buena publicidad»”.

Sevitzky estaba en lo cierto. El gobierno francés le ofreció una beca para estudiar en París con Nadia Boulanger, amiga íntima de Stravinsky y mentora de compositores como Aaron Copland y Virgil Thomson. Fueron meses de estudio intenso, rígido y disciplinado. Boulanger le hizo trabajar fugas y contrapuntos, en un plan de estudios que exigía cuarenta o cincuenta variaciones sobre un mismo tema. En una oportunidad, Astor hizo trampa y presentó, en esa maraña de partituras, cuatro ejercicios idénticos. “No se va a dar cuenta”, pensó.

Pero Boulanger, sentada al piano, tomando un té con masas, lo descubrió. “No lo haga más, no se engañe. Esto lo perjudica a usted”, lo retó.

Pero ese no fue el consejo más importante de Boulanger, a quien Astor consideraba su segunda madre. “Esta música está bien escrita, pero le falta sentimiento”, le dijo en una de las últimas clases. “¿Quién es el verdadero Piazzolla? ¿Qué tocaba en la Argentina?”, lo apuró. Astor tenía vergüenza de hablarle de su pasado tanguero y mucho menos pensaba confesarle que tocaba el bandoneón. Sin embargo, cuando se lo contó y le mostró “Triunfal”, Boulanger le dijo algo que lo marcaría para siempre. “Su tango es música nueva y sobre todo sincera. Ese es el Piazzolla que me interesa. No lo abandone nunca”.

Y lo incentivó, así, a desarrollar un ejercicio de introspección tanguera, entre la memoria emotiva y el regionalismo crítico. Lo alentó a seguir el camino de Ravel, Bartok y Stravinsky. Pero a escuchar, sobre todo, al mexicano Carlos Chávez, al brasileño Heitor Villa-Lobos y al español Manuel de Falla. En la tradición y la búsqueda de su identidad estaba la clave para encontrar esa voz propia que lo haría célebre.

“Yo nunca pude entender lo que ocurría dentro de mí, nunca pude entender por qué cuernos escribo lo que escribo, por qué todo es tan dramático si yo no lo soy. Si alguna vez el tango tuvo carácter testimonial, para mí fue solo una experiencia individual, y por eso es que yo nunca creo que mi música refleje el sentir del pueblo, sino lo que yo interiormente siento”, le explicó a Alberto Speratti en 1968. “Desde el principio mi música fue siempre muy melancólica, muy dramática, muy triste. No sé por qué cuernos, lo que yo menos tengo es de triste. Pero reconozco que en el fondo, y no sé por qué, tengo un gran dramatismo. Además, a mí me hace inmensamente feliz la música dramática, escuchar a Schumann, Brahms, Chopin. No sé si será masoquismo, pero mi música siempre ha sido así, alguna habrá sido más agresiva, alguna muy mística, otra muy barroca, pero la mayoría de los temas tienen un fondo dramático, bien dramático, y no sé por qué”.

En París se había cruzado con amigos como el pianista y arreglador Lalo Schifrin, entre otros. Y antes de volver a Buenos Aires, firmó un contrato discográfico y realizó más de 16 sesiones de grabación. En alguna de ellas grabó con el propio Schifrin, y en otras con el pianista Martial Solal. Pero lo más importante es que en ese momento empezó a tocar parado, con una pierna sobre la silla, rompiendo todas las convenciones, con un desparpajo y una potencia que, incluso, anticipaba las poses de las estrellas de rock.

Buenos Aires, Hora Cero

Ya de regreso en Buenos Aires, Piazzolla armó un octeto que ensayaba por las mañanas en el boliche Rendez-vous, de Osvaldo Fresedo (allí, su dueño junto a su orquesta, tendrían una colaboración con Dizzy Gillespie, durante su primera visita a Buenos Aires). También escribió un decálogo. El primer punto decía: “Agruparse preferentemente con fines artísticos dejará en segundo plano la faz comercial”. Proponía dejar de tocar en bailes e incorporaba sonoridades ajenas al tango por entonces, como la guitarra eléctrica, en manos del jazzista todoterreno Horacio Malvicino. Esto no sólo generó polémicas, sino también amenazas de muerte. “En Argentina todo se puede cambiar, menos el tango. Es como una religión, como una secta. Hacer siempre lo mismo”, solía decir Piazzolla, en busca de la revolución permanente.

En 1958 intentó radicarse en Estados Unidos. No fue una buena época y, mientras esperaba a su familia (su esposa Dedé, sus hijos Daniel y Diana) estuvo a punto de entrar a trabajar como traductor en un banco. Pero una cuadra antes de llegar a su nuevo empleo, se arrepintió. Realizó grabaciones y salió de gira con la compañía de Juan Carlos Copes y María Nieves por el Caribe. En medio de esa gira, se enteró de la muerte de su padre. Cuando llegó a Nueva York, se encerró en su cuarto y en una hora compuso, acaso, su pieza más conmovedora, dramática, sublime: “Adiós Nonino”.

Desde Bogotá, el melómano Jaime Andrés Monsalve, director musical de la Radio Nacional de Colombia y autor del libro Astor Piazzolla: Tango del ángel, tango diablo, destaca la importancia de esa obra cumbre: “A partir de ese parteaguas que fue la muerte de Vicente, Piazzolla siempre sostuvo que nunca podría componer algo mejor que «Adiós Nonino». Si bien esa calificación queda por cuenta de la subjetividad de cada oyente, es verdad que el tema constituyó un puente perfecto para la creación de su primer quinteto, y eso va significando a la vez el aumento exponencial de ese grupo de jóvenes y furiosos seguidores que venían acompañándolo desde su orquesta del 44, y que dejarán de ser a partir de eso un simple puñado. Además, fue el caballito de batalla de su carrera, dejándolo grabado en prácticamente todos los formatos que asumió como líder a partir de su creación”.

Los poseídos

En 1960, volvió a Buenos Aires en barco. Un nuevo comienzo: inspirado en los grupos de jazz, armó un quinteto que hizo base en el legendario boliche Jamaica, donde convive con jazzistas (entre ellos, su amigo el Mono Villegas, a quien Astor ya le había dedicado su tango “Villeguita” en los años 40).

Entre las presentaciones en Jamaica y 676, donde transitaron artistas como Maysa Matarazzo, João Gilberto, Stan Getz, Sergio Mihanovich y Gary Burton, entre otros, se armó la barra de incondicionales.

Alberto Gerding, que a mediados de los 90 sería fundador y presidente del Centro Astor Piazzolla, fue uno de ellos. Transcurría 1960, tenía 14 años y escuchó en la radio un tema cuyo título sería premonitorio “Lo que vendrá”.

“Lo vi en vivo por primera vez en el Teatro San Martín, un concierto con entrada gratuita”, recuerda Gerding. “Desde ahí, empecé a frecuentar los conciertos y me sumé a la barra. Seríamos diez o doce tipos: Víctor Oliveros, Natalio Gorin, Miguel Zelinger, Juan Trigueros… Éramos fieles. Era como ir a misa. Víctor, que era como el jefe de la barra, tomaba lista en la vereda de los boliches. Cuando estábamos todos, pasaba al camarín y le avisaba a Astor que podía salir a tocar. Después de los conciertos, íbamos a comer. Una noche nos dijo: «Ustedes no son hinchas míos, ustedes están poseídos». Es que había que bancar la parada cuando te decían: «¡Eso no es tango! ¿Cómo te gusta esa porquería?». Al poco tiempo, estrenó un tema con ese nombre. Y empezó la leyenda de «Los poseídos»”.

Gerding fue testigo de decenas de noches inolvidables. “En el Colón estuvimos en la primera fila. Íbamos a todos lados y siempre sacábamos la entrada. Muy cada tanto Astor nos invitaba, pero nadie lo quería mangar”, aclara. Y enumera: “El del Octeto Electrónico en el Gran Rex, en diciembre de 1976, con gente sentada en los pasillos, fue impresionante. Terminó el concierto y revoleó el bandoneón por el aire. Los conciertos con Milva, en el Ópera. Cantaba descalza y parecía que levitaba. Las noches con el Polaco Goyeneche, en el teatro Regina. Pero, a mi entender, la formación más completa fue la del noneto. Tenía una musicalidad impresionante. En esa época hubo una seguidilla de conciertos en el Auditorio Kraft de Florida y Viamonte. Todas las noches tocaba «Tristezas de un doble A». Hacía una introducción, a solas con el bandoneón. El resto de los músicos lo escuchaba con veneración desde el costado del escenario. Yo iba todas las noches, y me sorprendía siempre. Astor en vivo era una locomotora: te pasaba por encima, te aplastaba, te hacía mierda”.

En los 60, Piazzolla ya era igualmente reconocido y atacado. Había taxistas que se negaban a llevarlo por lo que le había hecho al tango, había colegas que lo despreciaban, y Astor, explosivo, no dudaba a la hora de irse a la manos. Por ejemplo, con el cantor Jorge Vidal, en un estudio de televisión.

Esa facción reaccionaria parece haber encendido cada vez más la incontinencia creativa de Astor, un revolucionario en estado de ebullición, capaz de componer en una noche, luego de volver de gira por Brasil, la banda sonora de la obra de teatro Melenita de oro, de Alberto Rodríguez Muñoz. Una de las obras, que grabaron a la mañana siguiente, es “Verano Porteño”, que integraría la serie “Estaciones de Buenos Aires”.

Giró por Estados Unidos y obtuvo la admiración de jazzistas como Cannonball Adderley y Jim Hall. Y al regreso, en 1965, grabó con Edmundo Rivero unos poemas de Jorge Luis Borges. El escritor, amante de la vieja guardia, no quedó conforme con el resultado.

Con el poeta uruguayo Horacio Ferrer, en cambio, la sociedad creativa fue fructífera. Juntos compusieron, en 1968, la operita “María de Buenos Aires”, inspirada en una historia de Egle Martin, musa de esa obra que luego de escenas de un culebrón que involucró a su esposo, Lalo Palacios, quedó al margen del proyecto. La reemplazó Amelita Baltar, una joven imponente con quien Astor tendría una tormentosa relación en el siguiente lustro, ya separado de Dedé, la madre de sus hijos, Diana y Daniel. La operita resultó un fracaso económico que dejó a Astor, que tuvo que vender su auto, prácticamente en la quiebra.

                    

                                        Piazzolla al frente de la gran orquesta en el Tetaro Colón. Año 1983

                                          

Sin embargo, pronto llegarían los éxitos: “Chiquilín de Bachín” y “Balada para un loco”, probablemente el tema más popular de su carrera, con el que vendió más de 150.000 discos y que tuvo, pronto, una versión en la gola del Polaco Goyeneche y otra, instrumental, de Osvaldo Pugliese (que lo consideró “un tangazo”).

Entre viajes a Europa, donde se podía cruzar con Mina y Charles Aznavour en programas de TV presentaciones en Brasil con gran suceso y encuentros con Milton Nascimento, Dorival Caymmi y Vinicius de Moraes, Astor no paraba de trabajar: en una noche histórica de 1972, tocó en el teatro Colón con su noneto, compartiendo cartel con las orquestas de Florindo Sassone y Horacio Salgán, el Sexteto Tango y, a cargo del cierre, Aníbal Troilo. Sin embargo, en esa época sufrió un pequeño bloqueo creativo, que derivó en excesos de tabaco, comida y alcohol, que le produjeron un infarto en octubre de 1973.

Recuperado, se fue a vivir a Roma por tres años. Se separó de Amelita, grabó un disco con el saxofonista Gerry Mulligan, compuso “Libertango” (que en 1981, la cantante pop Grace Jones llevaría a las pistas de baile de todo el mundo), ganó fama y prestigio internacional. En 1976 conoció a Laura Escalada en una entrevista que le realizó en Canal 11. Se enamoraron y se casaron, informalmente, en una ceremonia dirigida por el artista plástico Antonio Berni (el casamiento oficial fue en los 80, luego de la promulación de la Ley de Divorcio). Fue su compañera hasta el final de sus días.

Que sea rock

Luis Alberto Spinetta tenía 14 años. Por herencia paterna, se había criado escuchando tangos de la Guardia Vieja, reconocía el poderío de Juan D’Arienzo, el rey del compás, pero cuando escuchó por primera vez a Piazzolla quedó impactado. En un entrevista filmada en un video casero, probablemente en el nuevo milenio, evoca sus argumentos en esas discusiones. “¿No ven a los aviones que aterrizan? ¿No ven los edificios? ¿El tráfico? ¿Los autos? ¿La ciudad que crece? ¡Eso es Piazzolla! No es el tipo llorando porque la mina lo abandonó”, sostenía cuando adolescente. Y aclaraba: “Sigo pensando lo mismo: Piazzolla es el futuro”.

Astor tuvo una relación ambivalente con el rock. No miró las nuevas olas con desconfianza (de hecho, escribió para el noneto la “Oda para un hippie”) y le manifestó a Natalio Gorin, en su libro A manera de memorias (1990), algunas ideas al respecto: “Me gustan los Beatles. Punto. No creo que hayan descubierto la pólvora. Los que vinieron atrás sí empezaron a rodear el rock de buena música, a juntarse con grandes arregladores. Para tocar como Pink Floyd o Weather Report hay que tener encima muchas horas de conservatorio, si no, es imposible. Mick Jagger, de los Rolling Stones, es hincha de Stravinsky, de Béla Bartók, tiene todos mis discos. Eso lo sé por Jeanne Moreau, ella se los mandó de París a Londres, son amigos. (...) Todavía no pierdo las esperanzas de tocar con Pat Metheny o Al Di Meola. Es un hermoso desafío. Mi querido Gil Evans me contó que rejuveneció musicalmente cuando a los 72 años empezó a arreglar para Sting. Quiere decir que yo volvería a ser el pibe Piazzolla”.

Humphrey Inzillo - Diario "La Nación" (Marzo 2021)


Berretín

Como nos lo recordaba el historiador Oscar Zucchi, este tango lleva letra de Enrique Cadícamo y fue editado por Grinberg en 1928. Está dedicado a su colega y amigo Armando Blasco y fue ejecutado con gran suceso en el cine Gran splendid, por la orquesta de Julio De Caro. En la misma se integraba Pedro Laurenz como primer bandoneón, en aquel verano de 1928. 

Aunque tuvo letra originalmente, sólo existe una versión cantada: la de Agustín Magaldi en disco Victor 80889 (m:44158) con fecha de registro del 18 de junio de 1928. Una de las obras maestras dentro del tango milonga, todas las versiones posteriores fueron exclusivas de orquesta por lo que Cadícamo lo dejó libre del cobro de sus derechos. 

                                 


                  

El 29 de octubre de 1928 fue grabado en Francia en dúo de bandoneones por Miguel Bonano y el trágicamente desaparecido Ambrosio Lotito, como un desprendimiento  de la orquesta Eduardo Bianco. El 28 de febrero de 1928 y para siempre, lo llevó al disco el sexteto de Julio De Caro en placa Victor nº 80809 (m:1871). No obstante, la obra tuvo posteriormente versiones dignas de mención.

El quinteto de Astor Piazzolla del año 1961, lo registró en el larga duración Victor AVL 3383, "Piazzolla interpreta a Piazzolla". El septimino de Enrique Mario Francini, también militante en el sello Victor, lo incluyó en el LD AVS-4659 con el bandoneonista  Dino Salluzzi que realizó una soberbia labor en su solo.

El compositor lo grabó en el larga duración "Pedro Laurenz interpreta a Pedro Laurenz" para discos Microfón, 1-132 en 1967, al frente de su quinteto. El cuarteto "Federico-Grela" grabó en Music Hall 722. La orquesta de Osvaldo Pugliese lo grabó en Odeón 16160-6160 publicado en 1980. En registro no comercial lo grabó en solo de bandoneón el gran instrumentista rosarino Antonio Ríos.

Como última acotación, digamos que en la partitura original, el compositor escribió para los bandoneones con la recomendación siguiente: "Ruego a los bandoneonistas ejecutar los solos en ambas manos con acompañamiento de piano. El autor".

Escuchamos la versión de Agustín Magaldi con la Típica Victor, que fue grabada en 1928. 

                           



Y acá tenemos  la del propio Laurenz con su conjunto, que llevó al disco en diciembre de 1968. 

                                         



sábado, 10 de mayo de 2025

Un momento

 Estoy escuchando este valsecito romántico del Chupita Stamponi y no sólo me despunta antiguos recuerdos, sino que me introduce en esos fogonazos de vida con el contraste emocional y sus tribulaciones. En la encrucijada de remembranzas, la pintura de los protagonistas se va desdibujando, por más que los versos esperanzados, ingrávidos, esgrimen un duelo entre la vida empírica y la real.

 Adiós, qué raro fue tu adiós
de espina y de jazmín
como una cruz y una caricia.
Tal vez, no comprendí ni presentí
que las estrellas tienen que morir
con los rayos del sol.

                                 

  

El comienzo de las divergencias demuestran una sensibilidad que no se inhibe. La esquirlas del miedo al final del amor, se deslizan desde la efusión emocional a las conmovedoras notas melancólicas. Punteadas por agudas observaciones, el poeta acude al espejismo de la espontaneidad y sus palabras  muestran con  resignada melancolía el daño colateral y la dimensión cognitiva de la realidad

Yo fui un pájaro cantor
y tú una mariposa
que buscó quemar sus alas...
Después, la soledad, la realidad,
la noche cruel
que pronto me envolvió...
fatal...

Chupita decía que "el vals es un género que me gusta mucho porque es cordial, tiene perfume, colorido, romanticismo. Lo que yo he hecho con el vals, es aplicarle nuevas armonías y agilizarlo un poco, adosado con letras valiosas de gente que me acompañó, como Homero Expósito. Traté de hacerlo un poco más ciudadano, porque aquel valsecito de antes tenía reminiscencias de las cosas del campo, aunque también algunos eran realmente preciosos.

Y otra vez junto al río, muy juntos 
tu boca, mi boca, tu pelo y mi pelo,
tus manos no tiemblan, no sabes reír.
Yo no quiero la historia de siempre
vivir un momento y luego morir.
y la luna, tu luna, mi luna          
que ayer nos vestía, hoy tiende su velo
Yo no quiero el engaño de un día                     
vivir un momento y luego morir.

                                     

                                                  
Siempre llamó la atención de los tangueros, el hecho de que un  eximio pianista, compositor, director, que estudió y se perfeccionó con maestros como Alberto Ginastera en armonía, y con Julián Bautista en composición, fuese capaz en su creatividad infinita, de transitar la relación entre la inspiración poética y la incrustación musical. Como apreciamos en estos versos, con el lenguaje que florea el pentagrama.

Yo sé... que un día encontraré
en la aventura eterna
de mis pasos por la vida.
Tu voz que llamará, que gritará,
que pedirá por mi regreso en vano
y tal vez llorarás...
Verás... qué triste es el papel
de mendigar amor
donde no queda nada, nada...
Después... la soledad, la realidad,
la noche cruel
que ya te envolverá...
fatal…                                                                                                              

De las versiones que grabaron este valsecito podemos destacar la de Carlos Di Sarli con Oscar Serpa, llevado al disco el 3 de febrero de 1952.

                             


 Y también la de Aníbal Troilo con su orquesta y el cantor Raúl Berón. Fue grabado en 1951. Incluso Goyeneche lo grabó con Salgán y con Pontier.  

                                           




jueves, 8 de mayo de 2025

ESTAR EN EL MISTERIO

Troilo y Manzi, una dupla imbatible 

                                                                                                         Por GUSTAVO VARELA

                       


Pichuco y Homero solían extraviarse juntos para disfrutar del fervor del escolaso y las deidades de la noche. Pero entraron en la historia grande de nuestra música popular con el vuelo y la belleza inexpugnable de "Malena", "Sur", "Fueye" y "Barrio de tango", entre otros.

Dice Barquina, aquel memorable personaje de la noche, que Manzi decía y repetía con él, con Barquina, esto de "estar en el misterio". No sólo Manzi y Barquina, también otros como ellos, con la misma ansiedad y el mismo ardor por escribir y andar. Estar en el misterio, una suerte de secreto multiplicado entre los que andan de noche. Barquina, traje a rayas y el pelo engominado, se acuerda: "Allí se reunían el viejo Razzano, Contursi, Castillo, Menica, Laurito, el Tuco Paz y él". Él es Manzi, no otro, en la esquina de Sáenz Peña y Moreno, en el café El Centinela, donde están los que están en el misterio. Estar en el misterio: el misterio de andar, de hablar de minas, de burros, de la política, de tango. El misterio  de ver con los ojos ciegos, como Tiresias, el griego, que reunía lo divino y lo humano en un mismo bostezo. Andar con el paso oblicuo, atravesado, de filetear la calle a cuchillo lentamente. Ir y venir, y en ese ir y venir viene la frase, de repente, como si nada: estar en el misterio.

El Gordo Troilo se encontró con Manzi en el comienzo de los años 40. Era el cruce de dos avenidas. Se vieron y se quedaron pegados: un amor inmediato, repentino. Troilo grabó cuatro temas con letras de Manzi en 1942: "Malena", "Papá Baltasar", "Fueye" y "Barrio de tango". Un homenaje del Gordo a Manzi.  Tanto es así que Troilo le confesó a Barquina: "Cuando Manzi y yo estábamos juntos, nos envolvíamos la mano con la luna y no se la prestábamos a nadie". Así era, la risa dionisíaca, la risa del dios que baila, la vida siempre cómplice. Iban juntos al hipódromo, al casino; estaban horas, a veces días en la carpeta verde del escolaso. O en la cervecería Munich, en el balneario de la costanera sur, donde Homero, de trampa con Nelly Omar, saboreaba langostinos y champagne. Y después de las carreras, con una "fija" que tenía el Gordo y que siempre perdía: "No sé porque me había agarrado tanta calentura con aquel caballo", decía.

PARA ELLA Y SIN ELLA

Troilo inaugura el Tibidabo con toda su orquesta en abril de 1942. Manzi está ahí pensando en ella. Ella no está a pesar de todo. Fiorentino interpretó el tango "Malena". La imagen de Nelly Omar no está esa noche en el Tibidabo, pero sí están los ojos de ella en los ojos de Manzi, aunque ella no estuviera.   Manzi escribe la vida con todos sus costados. Eso es lo que el tango compone en sus letras. Casi lo mismo que la filosofía: el drama de ser uno, la angustia por lo inmenso de la soledad, la tiranía del tiempo, la pregunta por la verdad de lo que fue y de lo que es. La traición, en todas sus formas; el efecto encarnizado de la ambición; la risa de la juventud y la sabiduría inútil de la vejez. Todo esto puesto en la vida de todos los días. Entonces el tango es una filosofía con cara, que se ve, que está en el conventillo, en el tabaco, en el percal de un vestido. La vida tal cual es.  Y allí, sobre ese suelo de lo cotidiano, se estaciona esta filosofía que dice lo que dice de un modo sencillo para que haya otros que se vean a sí mismos y se piensen.  Homero Manzi y Aníbal Troilo son dos de esos de saber oblicuo, una parte en la calle y otra en el poema: Los dos en el misterio, nocturnos; los dos como lechuzas de ojos grandes, que ven todo aunque esté oscuro.

EL BARBETA

Así le decía el Gordo: Barbeta, la frente blanca y la otra mitad de la cara tapada de negro y con un verso en la boca. Así era, mitad de ciudad y mitad de pueblo; mitad Yrigoyen y mitad Perón. Manzi era mezcla, reunión; su andar nocturno lo lleva de un lado a otro: de Santiago del Estero a Pompeya; de la revista Radiolandia a Evaristo Carriego y García Lorca; de Lugone al cine de La guerra gaucha, y de la alegría del negro en el candombe al candombe que canta el dolor de ser negro. Manzi es la intimidad del dolor y afuera de la política, la revolución de uno y a la vez la revolución de muchos. Como Pichuco, como él mismo: ¿cómo conciliar todo esto en un solo cuerpo?¿Cómo?                                                                         En diciembre de 1946, Manzi ya sabía que estaba enfermo. Enfermo de muerte. Escribe su gran obra junto con Troilo en apenas cuatro años y un poco más: "Romance de barrio" (1947), "Sur" (1948), "Che, Bandoneón" (1949), "Discepolín" (1951). Más tarde, con Manzi en el cielo, Troilo compone "Responso" y "A Homero", con letra de Cátulo, los dos en 1951. La gran obra es la potencia del suelo peronista, la intensidad puesta en la calle y en las fábricas y en todo el tango. Manzi ve la fiesta de todos los días, y en esos días Troilo les dice a todos que Manzi es su hermano. Un amor de niños, de ángeles sonoros.

Manzi caminó esos cuatro años y medio. Anduvo por el hipódromo, por los cabarés, por un amor incómodo, por ser revolucionario, por la risa con esos mismos que hablaban del "misterio". Hasta que el tiempo terminó.

Fue entonces cuando el Gordo Troilo vio la muerte de Manzi, porque vio en los ojos de sus amigos del póquer los ojos negros de la muerte. El Gordo se consumió a sí mismo, se metió en uno de los cuartos y escupió "Responso", así, crudo, de acordes en ascenso, y de rabia, mucha rabia.   

El otro gordo, John William Cooke, diputado peronista por la Capital Federal, leyó su oración fúnebre de despedida en la cámara de Diputados de la Nación el 10 de mayo de 1951, como homenaje a Homero Manzi, una semana después de su muerte. Hay quienes dicen que Troilo estaba ahí, en uno de los pasillos de la Cámara escuchando...

("Caras y Caretas")


martes, 6 de mayo de 2025

El fútbol no es cuestión de vida o muerte...

 ...Es mucho más                                                                                                              

...que después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol". (Albert Camus)

Cómo vas a saber lo que es el amor, si nunca te hiciste hincha de un club. Cómo vas a saber lo que es el dolor, si jamás un zaguero te azotó la tibia y el peroné.

Cómo vas a saber lo que es el placer, si nunca ganaste un clásico barrial.

Cómo vas a saber lo que es llorar, si jamás perdiste un clásico sobre la hora con un penal dudoso.

Cómo vas a saber lo que es la solidaridad, si jamás saliste a dar la cara por un compñaero golpeado sin fe desde atrás.

Cómo vas a saber lo que es la poesía, si nunca tiraste una gambeta.

Cómo vas a saber lo que es la humillación, si jamás te hicieron un caño.

Cómo vas a saber lo que es la amistad, si nunca devolviste una pared.

Cómo vas a saber lo que es un orgasmo, si jamás diste una vuelta olímpica de visitante.

Cómo vas a saber lo que es el pánico, si nunca te sorprendieron mal parado en un contragolpe.

Cómo vas a saber lo que es morir un poco, si jamás fuiste a buscar la pelota adentro del arco.

Cómo vas a saber lo que es la xenofobia, si en ninguna cancha te gritaron "negro de mierda".

Cómo va a saber lo que es la soledad, si jamás te paraste bajo los tres palos a doce pasos de un fusilero depuesto a acabar con tus esperanzas.

Cómo va a saber lo que es el arte, si nunca tiraste una rabona. 

Cómo vas a saber lo que es la música, si jamás cantaste hciendo equilibrio sobre un paraavalancha.

Cómo vas a saber lo que es el suburbio, si nunca te paraste de wing.

Cómo vas a saber lo que es la injusticia, si nunca te sacó tarjeta roja un referee localista.

Cómo vas a saber lo que es el insomnio, si jamás te fuiste al descenso.

Cómo vas a saber lo que es el odio, si nunca te hiciste un gol en contra.

Cómo vas a saber lo que es la vida, hijo mío, si nunca, jamás, jugaste al fútbol.

Walter Saavedra