sábado, 23 de febrero de 2019

Luna llena

Esta semana tuvimos el milagro de una luna que iluminó de manera especial, como guiándonos por el camino y acompañándonos en nuestra caminata noctámbula o mientras le dábamos máquina al coche. Ese pedazo de círculo luminoso, tan hermoso, me llevó por las calles y me retrotrajo a muchas páginas del historial tanguero que la recuerdan, la veneran y precisamente, por ser nocheros,  en nuestras vigilias milongueras la apreciamos de modo especial.

Y recordaba tangos tan entradores y recordados como Esta noche de luna, Vieja luna, Luna arrabalera, Luna curiosa, los valsecitos Luna de invierno, Luna de arrabal, Luna de plata. O la hermosa milonga de Homero Manzi: Luna, por nombrar algunos de los temas que enfocan al planeta que nos sirve de vigía en las trasnochadas.

                               

La realidad es que poetas de todas las épocas y lenguas le han dedicado páginas, poemas y versos que incluso han sido acompañados por música, a lo largo de la historia.
En El asno de oro, de Apuleyo, termina así el Libro de las Metamorfosis:
-Y verdaderamente si los hombres deben gratitud a nuestra dulce vecina la Luna, ella no debe quejarse del lugar que nuestros poetas le han hecho en nuestros corazones.

Nada mejor, quizás,  que recordar este tango de Cátulo Castillo, al que le puso música el violinista Mario Perini. Tiene todos los ingredientes necesarios para emocionar, por lo sentido de sus versos, por esa pluma inflamada de buhonero  filosófico, el punto de onirismo vital, y esa especie de foto abarquillada por el paso del tiempo, en la artificialidad cosmopolita que nos envuelve.

La luna llena del cielo
se aburre colgada
sobre el callejón cortón.
Y está tirado en el suelo
el rojo pañuelo
de un patio en reunión.
Allí, se oye gotear la pileta
y aquí, soñando se oye gotear el aljibe,
la estrella que exhibe
la luz de un farol.
Y está girando coqueta,
la eterna veleta, cortada en latón.

Esa primera estrofa es realmente una pintura maravillosa, deliciosa, tal vez de una de esas casas proletarias del barrio  de Boedo, donde Cátulo se crió. En su sensorialidad perceptiva de enorme riqueza, el violinista, boxeador, hijo de un hombre de letras, ya ha pergeñado lo que será el gran tejedor de versos que harán historia en el tango.  Con demorada pero afirmada expresividad semántica y detallismo topográfico nos habla de ese paisaje que tantas veces hemos disfrutado y escuchado. Por ejemplo, en aquellos bailes que se organizaban en el patio orlado de macetas de una de las casas-chorizo de inquilinato que agrupaba a familias de todos los orígenes.

Luna llena,
giró carmín la pollera,
que cimbra en gracia y pasión
sirviendo al gesto del varón
la vida entera.
Luna llena
redonda, monda y serena,
más en la calle que grita
juega un hombre su rencor
 a cara o cruz...
como una sombra maldita
que se agita en su infinita luz.

Cátulo Castillo y Aníbal Troilo afinan detalles para componer juntos

En el colofón, sin énfasis retórico, ni arenisca de los adjetivos, tal vez cabe vislumbrar un sentimiento grave de tristeza, que no empaña los fogonazos líricos que enmarcan al poema. Es un vaivén emocional con la luna de testigo y el crepúsculo fluorescente. La geografía del alma y la vida pausada. La melancolía es un resultado  espiritual y vital y este tema de Cátulo Castillo nos demuestra una vez más que el vademécum tanguero contiene páginas de enorme belleza.

La luna mira, callada
la danza apretada
que tiene emoción y acción.
Y hay un despecho que viste
la música triste de aquel corazón.
Total, el son del tango se apaga,
y al fin, frente a la dicha que pierde,
hay alguien que muerde
su pena de amor...
Y con borrones de bruma
la luna se esfuma por el callejón.

Hay una hermosa versión del Polaco Goyeneche acompañado por la orquesta dirigida por Raúl Garello. Y también otra impagable de Floreal Ruiz con la orquesta de Aníbal Troilo, grabada el 19 de diciembre de 1944. ¿Lo recordamos?


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