1. FUNCIÓN Y MÉTODO DEL CRÍTICO MUSICAL
Entre la trasnoche de ayer y la de hoy escuché dos veces y con sobrada atención la auto-proclamada suite troileana de Astor Piazzolla. Parte de mi trabajo consiste en escuchar la mayor cantidad de discos de intérpretes posibles de la música toda. Creo que Lucio Demare dijo alguna vez que la comparación es la base de toda comprensión. Y si no lo dijo él y lo dijo otro antes, bien vale la reflexión de ese tipo. Y si nadie dijo esa frase y la expresé por pura conveniencia, bienvenida sea la proclama. Estoy a gusto con ella porque otorga seriedad a mi trabajo, a pesar del humor irónico que un brulote musical exige a su autor para ser reputado como tal.
Cuando se dice: “Como vas a comparar a Gardel con Palito Ortega” la frase no sabe (mejor dicho, el sujeto parlante no se da cuenta) que es la propia comparación ya efectuada por su conciencia, lo que lo llevó a expresar a través de su dormitado entendimiento, esa verdad que pretende negarse a sí misma. Es algo así como la cómica escena que sucede cuando uno nos bate “no te estoy hablando a vos”; o peor aún, los que dicen “no te estoy gritando” a grito pelado.
El punto es que para poder ejercer la crítica musical no hace falta ser musicólogo. Los músicos son los más incapacitados para ser críticos. Otro día me ocuparé de fundar tal aserto. Para ejercer la crítica cinematográfica se requiere haber visto muchas películas. Lo mismo podemos decir del teatro. Aunque es cierto que muchos buenos autores, comediógrafos o dramaturgos también fueron críticos, sus labores respondían más a bien a su oficio periodístico rentado que a su amor por el arte escénico. Los casos más paradigmáticos fueron los del inolvidable José Antonio Saldías, los del olvidado Julio Escobar o los del recordado Alfredo Le Pera. El primero de ellos tres fue, la mar de veces, más competidor desleal que crítico. En fin. Ya me fui de tema para hacer gala de erudición porteña. Mi egolatría no tiene remedio.
Lo que pretendo significar con esto es que, tan sólo habiendo escuchado mucha música y comparando los estilos de cada intérprete y de cada género y de cada época, autor y compositor, se puede llegar a valorar con nitidez los aciertos o desaciertos de cada obra y, en consecuencia, alcanzar conclusiones interesantes. Sobre todo, a lo que al tango se refiere, puesto que en las calles de su mundillo me muevo con cierta facilidad para no extraviarme. No estaría capacitado para juzgar la obra de Wagner o la de Rossini como tampoco la de Don Pietro Mascagni o la del Dr. Félix Weingarter. Simplemente puedo decir que sus composiciones me agradan.
Pero en materia de tango me animo a exponer sin pasar verano. Para ello es preciso conocer hasta agotar todo el repertorio grabado conocido. Desde Villoldo hasta Piazzolla. Ya lo dijo Don José González Castillo: “La cuna de mi fe, la tumba de mi amor, como capítulo sin fin”.
Bien sea porque Villoldo abrió la puerta del conventillo firmando el certificado de nacimiento de la criatura o porque Piazzolla abrigó el extremo opuesto, cerrando la puerta desvencijada y firmando el certificado de defunción, corresponde al crítico musical tanguero conocer con responsabilidad todas las etapas atravesadas entre los casos fundadores y claudicantes. En su conjunto, esas épocas in totum conforman el objeto de estudio cuyo dominio trato de abordar desde hace cuatro décadas. Negar relevancia histórica a Astor Piazzolla sería tan absurdo como negársela a Villoldo.
¿Ahora bien? Nadie les quita la relevancia y la importancia histórica a ciertos apellidos famosos. Pero, a título de la Diosa Veritas, ¿Qué mérito tiene en realidad la obra de Astor Piazzolla, si es que tiene alguno?
En este caso puntual analizaré la Suite Troileana.
2. LA SUITE TROILEANA. UNA OBRA SIN TROILO
Astor Piazzolla es un músico mucho más fácil de desentrañar por su personalidad que por su obra musical. Su complejidad intrínseca, resultante de la pasión por la complejidad misma -vicio que comparte en general con todos los vanguardistas de su época gloriosa- estuvo siempre más preocupada por causar efecto explosivo y expansivo que por engalanar las fauces que alimentan el espíritu de la belleza. Tal situación nos conduce en la ocasión a su suite troileana.
No sé qué entendería él por suite, porque sus conceptos musicales siempre pretendieron romper las cadenas de lo canónico y la suite en términos originarios podría definirse como una colección de breves movimientos musicales tocados secuencialmente que datan de hace varios siglos, inclusive, previos a la consolidación de la sonata.
Resulta llamativo comprender por qué, quien pretendía innovar a todo trance el terreno musical terminara apelando al llamado de una entidad barroca para revestirla como algo novedoso. Pero miraré para otro lado en ese asunto, aunque podría preguntarse legítimamente ¿qué tipo de novedad trae una suite? Incluso hasta en los tangueros podemos encontrar antecedentes en Adolfo Carabelli con su Suite Andaluza, además de otros intentos o aproximaciones menos conocidas.
El problema óntico-ontológico (diría un profesor de filosofía) de la suite troileana consiste en la falta de coincidencia entre el título y la obra. Este invita a algo que no existe. Mejor dicho, que ni siquiera aparenta. Diría que el nombre de Troilo en el título de la obra es casi una estafa. Publicidad engañosa para atrapar a los desprevenidos corazones que laten pichuqueando, en un claro detrimento contra la Ley de Defensa del Consumidor. Moneda corriente entre los músicos que se trepan a la fama de un tango conocido para reescribir uno que no se animaron a presentar como propio.
Pichuco no se asoma en ningún momento porque la obra lo espanta. Lo aleja definitivamente. Lo termina desterrando del pentagrama, no sea cosa que aparezca la magia del duende del son del bandoneón y queden todos en off-side.
Nada. Troilo está ausente. Es en toda la suite, un convidado de piedra, como en la leyenda asociada a Don Juan Tenorio. En este caso, Piazzolla mató a Troilo para hacerle una estatua. Lo ciñó en el mármol y le dijo: ahora me vas a oír.
El siglo XX le dio a la suite la posibilidad de incorporar no solo fragmentos secuenciales danzantes compuestos por distintas variables musicales, sino la posibilidad de mechar canciones conocidas que podrían ser presentadas como las del cuño de un compositor determinado. La selección de temas breves exhibidos de manera conjunta dio lugar, por ejemplo, a la suite gardeliana de Egidio Pittaluga, que tiene una versión encomiable de la orquesta sinfónica del Colón, dirigida por Juan Martini y que fuera grabada para discos Odeón. En ningún momento, Piazzolla siguió el ejemplo de nuestra orquesta más selecta en términos académicos. No se escuchó ni el eco del último compás de alguna pieza de Troilo en la suite piazzollera.
En cuanto a la forma de presentación de la suite, es dable destacar que la exasperante actitud de Piazzolla de jugar con las infrecuencias rítmicas torna indefinible la identidad de cada uno de los movimientos. Como la música no sería posible sin el elemento melódico, el género musical (que no es otra cosa que la identidad que hace que dicha pieza sea algo y no otra cosa) carece de sentido si el ritmo se desvanece, regresa y se va otra vez. Por eso digo, que no tengo sospecha de lo que Piazzolla entendía por suite porque precisamente, la suite implicó siempre la ejecución secuencial de movimientos danzantes. Según los tiempos y lugares podían introducirse algunas danzas o bien otras, pero cada etapa integrante de la suite contaba con su bien definida marcación bailable. Desde la alemanda a la gavota o de la zarabanda al minué, todos los pasajes de la suite eran rítmicamente identificables y podían ser bailados.
Piazzolla, fiel a sus costumbres proselitistas, no nos permite identificar ninguno de sus movimientos y, por ende, no nos habilita a bailarlos. Nos condena una vez más a tener que limitarnos a escuchar su suite, la que, por otra parte, de suite no tiene nada. A lo sumo, podría llegar a empalmarse con una rapsodia, pero creo que el título “Rapsodia Troileana” no pasaba el filtro de una buena política marketinera que la palabra suite le solucionaba al instante.
La conclusión parece ser siempre la misma. Piazzolla hizo un tango que de tango solo tomó prestado el nombre y compuso una suite cuyo punto en común con la suite reside simplemente en el nombre también.
Pero, a decir verdad, sus obras no son stricto sensu, ni tangos ni suites. Sus creaciones son afamados títulos que nunca reflejan lo que el nombre de la pieza insinúa. Sería oportuno que los músicos que admiran a Piazzolla (que hoy ya no son tantos como sí lo eran veinte años atrás) lean por las dudas el Crátilo de Platón.
No es de extrañar que un músico que se manifestó partidario de la cultura del ruido a la que consideró grandiosa, ensalzando a figuras como el flaco Spineta, Emerson, Lake and Palmer o Valeria Lynch, haya a la postre, compuesto una suite troileana que no parece tener atisbo de ninguna de las dos cosas.
3. MOVIMIENTOS DE LA SUITE (sic)
1. El preludio se llama “Bandoneón”. Desde que empieza hasta que termina parece que lo está afinando. Se escucha la presión sobre el teclado. Apenas aparecen cuatro o cinco notas juntas de “Quejas de bandoneón” se diluyen como la música fantasmal de las películas de Narciso Ibáñez Menta.
2. Zita. Bochinche. Instrumentos mal escogidos para una suite convencional. Demasiada preeminencia electrónica, estereofonía escabrosa y ruido metálico y chillón. Percusión extrema. En un momento, el bandoneón intenta hablar en chino y las cuerdas le responden en japonés. Parece querer al final hablar un tango, pero se queda mudo. O lo hacen callar.
3. El tercer movimiento se llama “Whisky” y arranca como la música de un noticiero. A tal punto que, si Bernardo Neustead hubiese cambiado la cortina musical de “Tiempo Nuevo” por este pasaje, nadie se hubiese dado cuenta. Estridencias de cuerdas sin criterio estético de una chabacanería indisimulable. Hacen crujir las muelas careadas. Parece el sonido del timbre de un colectivo. La persistencia de la repetición de ciertos pasajes y el final se vuelven tan monótonos como predecibles. Cero belleza. Se cierra el movimiento con música de video juegos. Su sonido espanta a cualquier whiskería. El boliche de copas que ponga eso como música de fondo, se funde. No le vende un trago a nadie porque lo que dan ganas de tomar al escuchar eso es un uvasal para evitar retorcijones. Si tuvo una mala semana, se manda un cianuro y chau pinela.
4. La cuarta parte es una ensalada de música incidental de película soft berreta. Pero ojo, bien argentina, como las que hacían los hermanos Sofovich, estilo Olmedo y Porcel. Está tocada como por musiqueros ambulantes que viajan arriba de un subterráneo de Nueva York. En el final se nota que el tren llegó a su central de cabecera, pero lo que no sabemos es a dónde. Se repite bastante con el tercer movimiento. Su título: ¿Escolazo? Me pregunto, ya que no supe descifrar ¿A qué jugaron los músicos ejecutantes? Se recomienda el tango de Aieta y García Jiménez en versión de Edmundo Rivero.
5. El quinto movimiento es el único que se puede rescatar. Al menos parcialmente. Tiene alguna idea que parece querer trasmitir algo normal, apelando a los sonidos tonales de “Santa Lucía Lontana”. Por momentos hasta es bueno. No se crea que encontrará allí a Chopin, a Paolo Tosti o a Agustín Bardi. Es una lástima que le haya puesto “Soledad” como el tango de Gardel y Le Pera al que tan poco se parece.
6. Muerte. En este punto si se corresponde el título con el sentido musical de la pieza porque realmente escuchar ese pasaje es la muerte misma. Escapemos de ella por favor. El repique constante de la percusión imitando el latido de un corazón que se va apagando es un efecto tan manyado y deslucido que da vergüenza ajena. Son tan poco tiempistas que, desafiando las leyes de la biología, la música que tocan se apaga antes que el latir del corazón que sigue con su toc toc incesante a pesar de haber muerto.
7. Después de la muerte aparece el fragmento del amor con la alegría de Mery, Peggy, Betty y July, pero sin Gardel. Como Astor siempre subestimó a los tangueros, mechó cositas de Vivaldi y de Bach como para que no nos demos cuenta de lo que él hacía. Pero los que toda la vida anduvimos oyendo discos de pasta no comemos vidrio.
8. El último movimiento ("Evasión") nos asusta porque arrana francamente como un cabal ejemplo de música psicodélica. Alguna película de naves espaciales podría reclamar ese fondo musical. El primer adelantado de la música electrónica para electrocutados. Encima, quiere colocar un ballet como en las suites de Tchaikovsky pero con tantos barquinazos que Julio Bocca le iría a pedir consejo a Maximiliano Guerra porque no sabría cómo hacer para danzarlo. Pero el otro le habría comentado que prefería bailar directamente el lago de los cisnes. Para qué andar con extravagancias a esta altura del partido. El final de la murga parece sonar como esos conjuntos de jazz-rock fusión cuando se desbocan musicalmente en un estadio de Detroit.
En definitiva, Troilo no asomó en ningún momento la cabeza en esta suite troileana. No se oyó su fueye que andará goteando tristeza por ahí. Tal vez, mejor que haya sido así.
Pablo Dario Taboada