No conocí a Homero Manzi pero ahora tengo amigos que lo fueron suyos y gustan deslizar en los recuerdos con palabras y anécdotas que enriquecen la imagen andariega que de adolescente descubrí de soslayo en las calles céntricas.
Cuando yo era muy joven, lo tengo visto en la Confitería Real o en el Ateneo de Carlos Pellegrini, centros faranduleros, o presuroso por las veredas de Corrientes, y una última vez -inconfundiblemente barbado- en la entrada del cine Ópera, cuando allí se exhibía su película El último payador, prolongadora de su canto a Betinotti, el payador de las madres.
Esta postrera relación de distancia fue en 1950, poco antes de que muriera tempranamente, poco más allá de la curva de los cuarenta. Añado la posibilidad de que tal vez lo viera, sin saberlo, en el boedense café de San Juan y Loria, a cuya vuelta vivía yo de niño, ese café donde quemó horas juveniles de bohemia.
Pero todo eso no importa, o apenas si importa para mí, en cuanto de Homero Manzi cada porteño quiere -y puede- reclamar algo. Empero, lo mejor y definitivo que de él debe saber la ciudad, está en sus versos. El lirimo de sus tangos, milongas y valses se ensancha hasta un capítulo porteño tan densamente cálido y comunicativo como el que resulta del lejano Evaristo Carriego, a quien, necesariamente, tanto amaba Homero.
Hay por ahí páginas de Manzi en que confiesa cómo echó por la borda iniciales pretensiones de ortodoxia literaria y se volcó a la poesía popular. De pronto, sabiéndolo o no, sin duda queriéndolo, rompió esa muralla de cemento que suele separar a los letristas versificadores de los poetas. Cierto que en la singular aventura no estuvo sólo, según se advierte en perspectiva, ya que el tango -el pico más empinado de Homero- reinvindica una prodigalidad poética que con la misma facilidad no puede ostentar el cancionero popular de otra latitudes.
Al menos el moderno cancionero, inevitablemente entreverado a la ley de la oferta y la demanda. Discepolín, Celedonio Flores, Enrique Cadícamo son algunos de sus hermanos, y más que el director Pascual Contursi su precursor es el espiritual José González Castillo, en el centrípeto amor al barrio -Boedo, Pompeya- y el centrífugo hálito universalista de poesía.
Con todo, Homero es totalmente personal y distinto, y hasta la nostalgia en que canaliza su amor por la ciudad -su paisaje, sus hombres, sus cosas- no es la sacralización del pasado sino la lámpara votiva de la niñez y la temprana juventud que cada ser lleva. Pueden rastrearse en él las influencias emocionales de Carriego o las más severas y en el mejor sentido retóricas de García Lorca, lo que tardíamente preocupa a los críticos literarios, remisos en la admiración que Nicolás Guillén expresó sin remilgos.
Personalmente me seduce la lectura de sus letras independientemente del canto. No es menospreciar la melodía ni descartar el placer de las voces que cantaron esas letras. Nos acompaña Gardel en Milonga sentimental o Fiorentino en Malena o Edmundo Rivero en Sur, pero en un aparte íntimo buscamos el valor autónomo de las letras de Manzi. Se encuentra y reencuentra así al poeta neorromántico que no alcanzó a publicar libros. Desde luego, hasta lo pueden descubrir los que son remisos a la canción.
El piano del maestro Sebastián Piana y la voz de Julián Centeya concurren a una versión diferente y esencial de Homero Manzi, esta vez un Homero sin trinos, reducido a lo que simplemente se dice, a lo que siquiera se recita, a sus desnudadas palabras. Tanto Piana como Centeya tienen títulos para la experiencia, además del vínculo fraternal que los unió al poeta.
El músico fue su amigo y en piezas memorables, su colaborador. También fue su amigo el hombre gris de Buenos Aires, en el ámbito menesteroso y mágico del barrio. En el teclado, aquél reedita confidencialmente las exquisitas notas que lo hermanan a Manzi y borda otras igualmente inolvidables de Troilo o de Demare.
La proeza de Centeya es de otra índole: No tiene impostación de actor ni se pretende diseur, y en consecuencia acostumbra a leer o decir sus propios versos lunfardos, pero tiene la sobrada cargazón de barrio, esquina y tango que necesita para prestar su voz a Homero.
JOSRGE MIGUEL COUSELO
(En la parte posterior del elepé "Homenaje a Manzi", editado por AZUR PRODUCCIONES)
Podemos escuchar a Sebastián Piana al piano y Julián Centeya recitando Voz de tango, el tango de Homero Manzi y Sebastián Piana, que es uno de los temas del disco