lunes, 19 de abril de 2021

Ya nadie le va a quitar lo bailado

Murió Juan Carlos Copes. Era conmovedor verlo avanzar entre las sombras de un salón cualquiera. Los milongueros dejaban de bailar para aplaudirlo.

por Mariano del Mazo 

   “El tango es una hermosa angustia”, me dijo en el bar Caracol hace unos 25 años. Nos juntamos cada jueves durante diez meses en esa esquina de Bolívar y Humberto I, en el centro de San Telmo, para charlar y ver juntos fotos y apuntes de una libreta que había sacado de un baúl, a ver si en una de esas daba para un libro. Y dio. Se tituló Quién me quita lo bailado. Su memoria era prodigiosa. A veces daba rodeos, como un águila que gira en torno de su presa. Pero siempre caía justo en el lugar y la escena que quería recuperar. Juan Carlos Copes fue un aleph del tango. Todo lo atravesaba: desde la milonga más profunda y genuina del Club Atlanta hasta las coreografías espejadas en los musicales de Hollywood buscando ser el Gene Kelly criollo, desde su volcánica relación con María Nieves –como si recortada de un verso del mejor o del peor tango- hasta los romances furtivos de macho prototípico del siglo XX.

   Alguna vez lo nombraron, con pompa y circunstancia, El bailarín del siglo. Tuvo otro tipo de reconocimiento, más modesto y esencial, cada vez que entraba a una milonga. Un premio intangible de un valor simbólico definitivo. Resultaba conmovedor verlo avanzar entre las sombras de un salón cualquiera –el Club Almagro, La Viruta, Cánning- y comprobar cómo los milongueros veteranos mezclados con chicas y muchachos dejaban de bailar para aplaudir su ingreso. La ovación se integraba a la música de Pugliese o de Di Sarli que disparaba el DJ. Entraba: menudo, elegante, ya grande, la peinada con gomina. Copes entonces invitaba a una mujer al azar a bailar un tango lento, arrastrado, al piso, como corresponde a una pista porteña, y los planetas se alineaban y el mundo parecía un lugar feliz.

   Surgió en los suburbios empobrecidos por la crisis del 30 y murió el sábado pasado por corona virus en una clínica de Florida, a los 89. Le quedaron varios asuntos pendientes: vivir en la playa, en Costa del Este –donde se radicó su hija Johana-, festejar a lo grande los 90 años, hacer un documental sobre su vida. Nació el 31 de mayo de 1931 y los primeros años los pasó entre Villa Pueyrredón y Mataderos, con olor a bosta de caballo y chirridos de tranvías. Eran barrios obreros donde aparecía difuso el límite entre campo y ciudad. Los reseros se mezclaban con los matarifes, los punteros políticos con los trabajadores de la fábrica Grafa, y todos hablaban del coraje en el ring de Justo Suarez, el “Torito” de Mataderos.  

   Se formó a los tumbos en un ambiente hostil. Esas evocaciones de la desdicha eran transformadas por la nostalgia. Vivía entre mudanzas y tíos y las peleas de sus padres, que discutían a los gritos noche a noche. Su padre era un colectivero radical que se jactaba de haber sido asador oficial de Hipólito Yrigoyen. A partir de 1945 se volvió peronista rabioso. “Su carácter cambió, dejó de ver a viejos amigos, empezó a tener conductas extrañas. Ciertas noches salía por el barrio con un matagatos escondido en el gabán y volvía a cualquier hora”, contaba en Caracol.

                             


    Ya con Perón en el poder la Argentina entró en otra etapa, de crecimiento. La industria nacional se fortaleció, la desocupación bajó y Buenos Aires vio cómo las olas de provincianos que venían a trabajar cambiaban el paisaje. La cultura popular estallaba en múltiples direcciones, vectores conectados entre sí: la radio, el futbol, el cine, los libros de ediciones económicas, la historieta, el folletín y el tango. “Empecé a ir al Centro, con amigos. Eran viajes largos, deslumbrantes. No era facil conocer una chica en ese tiempo. El baile era una forma. Un día nos metimos en un lugar cerca de Plaza Italia, que se llamaba Parque Norte. Era otra galaxia. Había como un círculo enorme, la pista en el centro, alrededor mesas con botellas y gente, mucha gente, la mayoría de clase media baja. No había agresividad, pero sí una violencia latente. Los tipos caminaban por pasillos repletos, bichando a las chicas. Arriba, en una especie de palco, estaban las orquestas: la Típica y la Jazz. Yo no sabía qué hacer. No sabía bailar, nada. La barra andaba por ahí, desperdigada. Me apoyé sobre una columna, prendí un cigarrillo y me puse a mirar”.

   Esa mirada fue el punto de partida. Se propuso aprender a bailar y aprendió; se propuso armar cuadros coreográficos y los armó. Y se propuso básicamente realizar un deslizamiento espacial: lo que veía y hacía cada noche en las milongas, al ras del suelo, lo ubicó sobre un escenario. Esa fue su revolución: Juan Carlos Copes le dio criterio artístico al baile del pueblo. Jamás perdió la esencia, la filosofía que supone el baile de tango (el abrazo, la entrega, el caminar con los ojos cerrados). Recorrió decenas de barrios escudriñando formas: el estilo orillero, el de salón, el picado a lo Cachafaz. 

   Copes se construyó a sí mismo en el momento en el que el tango era un fervor que se atomizaba en orquestas bailables y en estilos diferenciados. Se podía optar entre el ritmo anfetamínico de Juan D’Arienzo, el candor de Alfredo De Angelis, el yumbá de Osvaldo Pugliese, la sobriedad de Carlos Di Sarli, el vuelo de Aníbal Troilo, la elegancia de Osvaldo Fresedo. Los cantores se liberaban del embrujo de Carlos Gardel y delineaban fraseos que no serían igualados: Charlo, Ángel Vargas, Floreal Ruiz, Alberto Castillo, Fiorentino, Raúl Berón. Los poetas y compositores terminaban de definir la década de oro del tango, de Homero Manzi, Enrique Cadícamo, Cátulo Castillo, José María Contursi y Discepolín a Troilo, Mariano Mores, Juan Carlos Cobián, Héctor Stamponi, Lucio Demare. En el centro, cafés como El Nacional, el Ruca, el Marzotto, el Germinal recibían a las orquestas y sus hinchadas. Los más adinerados podían escuchar tango en cabarets: el Chantecler, Tibidabo, Picadilly, Marabú. En los clubes de fútbol los carnavales eran acontecimientos extraordinarios.

Ese clima de época formateó a Copes.

   Pero la epifanía tuvo que ver con una mujer: María Nieves Rego. En ella, en su naturaleza y en su sensibilidad, Copes encontró el complemento de su revolución. Fue una relación tremenda, de amor y odio. Pero la milonga no se manchaba: cuando había que bailar, se bailaba. “¿Sabés lo que es detestarse y tratar que no se note?”. Primero conoció a la hermana mayor de Nieves, una chica de carácter a la que llamaban La Ñata y que, como se estilaba, funcionaba como cancerbera de la conducta y la “moral” de la menor. Como milonguero, Copes se había hecho fuerte en los bailes del Club Atlanta. Cuando vio a la hermana de la Ñata quedó rendido ante su belleza y ante sus dotes dancísticas. María Nieves era barrio, sofisticación, sensualidad, todo condensado en una chica de principios nobles, templados en un casa pobre de Saavedra. Se enamoraron como en una película. “Me fui acercando de a poco. Empezamos a bailar juntos. Yo le explicaba, la frenaba, le contaba la razón de mis pasos largos y fraseados. Hablábamos el mismo idioma, pero con tiempos distintos: ella era más D’Arienzo; yo más Pugliese. Sentí que había encontrado a mi pareja. Mi Stradivarius”.

   Lo que siguió fue vértigo: concursos ganados, los primeros dineros, el estudio de danza contemporánea y una obsesión, la de ir ganando territorios. “Iba a cada estreno de las películas de Gene Kelly y Fred Astaire: Cantando bajo la lluvia, Let’s Dance, Melodías de Broadway. Yo soñaba con eso, inventaba pasos, coreografías. Además, empecé a conocer al ambiente: a Pichuco, al Polaco Goyeneche, al empresario Carlos A. Petit. Cuando formé mi ballet, Petit craneó un espectáculo que habla de la época. Le puso Tango versus Rock. La vio Petit, vio la punta. Y ahí fuimos, cada grupo hacía su baile, su coreo… Los que bailaban rock and roll tendrían prácticamente nuestra edad, pero parecían más pibes”.

    Juan Carlos Copes ya era uno de los profesionales más reconocidos del género, y los músicos lo querían a su lado. Era más que un adorno: era verdad, era pasión. Trabajó con casi todos, rescató al ascendente Astor Piazzolla de una mala racha e hizo migas con Santiago Ayala. A partir de 1958 empezó a girar por todo el mundo. Estuvo en La Habana en el medio de la escalada de “los barbudos” que acechaban desde la selva, anduvo por Nueva York, Puerto Rico. “Ahí trabajamos con Astor, en el Flamboyán. Estaba muy cerca  de él cuando recibió el telegrama de la muerte de Vicente Piazzolla, ‘Nonino’. Me abrazó, se tomó un avión a Nueva York, se encerró en una pieza de la calle 92 y en menos de una hora, llorando, escribió Adiós Nonino”.

   Le fue bien en los Estados Unidos, incluso fue invitado pocos meses antes que Los Beatles al más popular programa de TV, The Ed Sullivan Show, un paso imprescindible para la conquista de América. La espectacularidad de ciertos cuadros coreográficos –como el baile de la mesa- sumado a la traza de “latin lover” colaboraba para que fuera furor entre hombres y mujeres del ambiente de Broadway. Las críticas acompañaban, pero la relación afectiva con María Nievas naufragaba y complicaba lo laboral. Tenían diferentes planes, Nieves estaba harta de andar dando vueltas por el mundo, extrañaba a su madre, a Saavedra, no era ambiciosa, quería formar una familia.

                                
   Con giras, Copes logró gambetear una depresión que lo ahogó en alcohol un lapso no muy largo y también la decadencia del tango en la década del 60. Acumuló prestigio y buscó reinventarse, permanentemente. Donde había trabajo, lo convocaban: podía ser ese templo de la resistencia que fue Caño 14 o la compañía Tango argentino de Héctor Orezolli y Claudio Segovia, donde compartió  cartel con Virulazo, Roberto Goyeneche, Raúl Lavié y María Graña. Fue la consolidación de un tango genuino, en las antípodas del for export. El público lo quería ver con Nieves, así que ambos hacían de tripas corazón y trataban de representar esa gran situación pasional y amorosa que es el baile de tango sin que se notara la tensión que se generaba entre ellos, una electricidad que en un momento se les volvió inmanejable.

    En los ’80 hubo un resurgir del género, con las esquirlas que llegaban del suceso internacional de Tango argentino, más el inesperado glamour ya en demoracia de las películas tangueras de Pino Solanas (El exilio de Gardel y Sur). Copes se fue acomodando, tal vez a su pesar, en la posición de clásico. Inventó algunas movidas, como La Pesada del Tango, terminó como pudo la relación con Nieves y empezó a bailar con su hija Johana. No fue lo mismo.

                                    


    Se refugió en un chalet de Ramos Mejía, con su mujer Miriam, y trabajaba donde lo llamaran. Al final ya estaba cansado. Conversar con él era recuperar una porteñidad perdida, una ternura camuflada entre enojos, inseguridades. “El tango es un corcho. Lo quieren hundir, pero no pueden”, me decía. “Hay unos pibes que bailan bárbaro. Esto sigue. Yo estoy viejo, a lo sumo quiero enseñar. Hay que darle bola a la música argentina”.

   Los miles de cigarrillos que fumó los pagó fuerte. Le costaba respirar. El covid hizo el resto. Todo fue muy rápido, muy triste. ¿Cuál es el recuerdo que dejan los bailarines? No hay discos. Son añoranzas, anécdotas de sobremesa, imágenes, alguna película, testimonios. Como el de María Nieves, su enemiga íntima, que dijo con la mirada brillosa: “Si algo tengo que decir de Juan es que conmigo fue un hijo de puta. Pero no habrá bailarín como él”.

   Alguna vez estos tiempos van a ser recordados como los “años de la peste”. Mientras el siglo XX  apaga sus últimas luces, algunos tangos seguirán sonando como ecos de lo perdido. Me resulta grato pensar que cuando se restituya eso que llaman “normalidad” y vuelvan las milongas habrá un minuto de silencio en honor a Juan Carlos Copes. Y que después de ese silencio se escuchará Danzarín, de Julián Plaza, por la orquesta de Aníbal Troilo, y que todas las parejas se largarán a bailar pensando un instante en él, como un conjuro de lo irrecuperable.

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