Una de las manifestaciones de este sentimiento de inferioridad del argentino (que se complace en destruir lo que no se siente capaz de hacer) es la doctrina que desvaloriza la literatura de acento metafísico: dice que es ajena a nuestra realidad, que es importada y apócrifa y que, en fin, es característica de la decadencia europea.
Según esta singular doctrina, el "mal metafísico" sólo puede acometer a un habitante de París o de roma. Y, si se tiene presente que ese mal metafísico es consecuencia de la finitud del hombre, hay que concluir que para estos teóricos la gente sólo se muere en Europa.
Eernesto Sábato y Aníbal Troilo |
A estos críticos, que no sólo se niegan a considerar su miopía como una desventaja sino que, por el contrario, la usan como instrumento de sus investigaciones, hay que explicarles que si el mal metafísico atormenta a un europeo, a un argentino lo debe atormentar por partida doble, puesto que si el hombre es transitorio en Roma, aquuí lo es muchísimo más, ya que tenemos la sensación de vivir esta transitoria existencia en un campamento y en medio de un cataclismo universal, sin ese respaldo de la eternidad que allá es la tradición milenaria.
Cómo será verdad todo esto que hasta los autores de tango hacen metafísica sin saberlo.
Es que para los críticos mencionados la metafísica sólo se encuentra en vastos y ocuros tratados de profesores alemanes; cuando como decía Nietzsche, está en medio de la calle, en las tribulaciones del pequeño hombre de carne y hueso.
No es éste el lugar para que examinemos de qué manera la preocupación metafísica constituye la materia de nuestra mejor literatura. Aquí queremos señalarlo, simplemente, en este humilde suburbio de la literatura argentina que es el tango.
El crecimiento violento y tumultuoso de Buenos Aires, la llegada de millones de seres humanos esperanzados y su casi invariable frustración, la nostalgia de la patria lejana, el resentimiento de los nativos contra la invasión, la sensación de inseguridad y de fragilidad en un mundo que se transformaba vertiginosamente, en no encontrar un sentido seguro a la existencia, la falta de jerarquías absolutas, todo eso se manifiesta en la metafísica tanguística, Melancólicamente dice:
Borró el asfaltado de una manotada,
la vieja barriada que me vió nacer...
El progreso que a marcha-martillo impusieron los conductores de la nueva Argentina no deja piedra sobre piedra. Qué digo: no deja ladrillo sobre ladrillo, material éste técnicamente más deleznable y, como consecuencia, filosóficamente más angustioso..
Nada permanece en la ciudad fantasma.
Y el poeta popular canta su nostalgia del viejo Café de los Angelitos:
Yo te evoco, perdido en la vida,
y enredado en los hilos del humo...
Y, modesto Manrique suburbano, se pregunta:
¿Tras de que sueños volaron?...
¿En qué estrellas andarán?
Las voces que ayer llegaron
y pasaron y callaron,
¿donde están?
¿por qué calles volverán?
El porteño, como nadie en Europa, siente que el Tiempo pasa y que la frustración de todos sus sueños y la muerte final son sus inevitables epílogos. Y acodado sobre el mármol de la mesita, entre copas de semillón y cigarrillos negros, meditativo y amistoso, pregunta:
¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos?
O con cínica amargura dictamina:
Se va la vida, se va y no vuelve.
Lo mejor es gozarla y largar
las penas a rodar.
Discepolín, horaciano, ve vieja, fané y descangallada a la mujer que en otro tiempo amó. En la letra existencialista de sus tangos máximos, dice:
¡Cuando manyés que a tu lado
se pueban la ropa
que vas a dejar...
te acordarás de este otario
que un día cansado
se puso a ladrar!
El hombre del tango es un ser profundo que medita en el paso del tiempo y en lo que finalmente ese paso nos trae: la inexorable muerte.
Y así un letrista casi desconocido murmura sombríamente:
Esta noche para siempre
terminaron mis hazañas.
Un chamuyo misterioso
me acorrala el corazón...
Para terminar diciendo, con siniestra arrogancia de porteño solitario:
Yo quiero morir conmigo,
sin confesión y sin Dios,
crucificao en mis penas
como abrazao a un rencor.
ERNESTO SÁBATO