viernes, 23 de noviembre de 2012

La clase de Demare

Por pinta, por preparación, por gusto, Lucio Demare merece estar en el sitial de los elegidos. Era algo connatural en él desde siempre. Desde que debutó con 8 añitos tocando en el cine Bonpland, en el barrio de Palermo.

En esa época ya ganaba dinero tocando romanzas, trozos de óperas y Mozart o Beethoven. Claro que "hijo'etigre, overo tenía que ser", como reza la máxima gaucha. Porque su padre, Domingo,  había sido alumno de violín del maestro Galvagni, nada menos, y le pasó la posta al muchachito que terminaría en la escuela de Scaramuzza y nunca paró de crecer.

Fue de los músicos más dotados que tuvo el tango y por sobre todas las cosas mantuvo siempre ese halo romántico que lo distinguió entre sus pares, y que escarba en la huella de Delfino y Francisco de Caro.

Y se nota en la milonga cuando suenan los compases de cuatro tangos suyos. Es otra cosa que lo diferencia. Ese estilo que trae de arrastre, de nascita,  de acendrado lirismo, y que supo incorporarlo al tango, luego de haber transitado la música clásica y el jazz en el conjunto de Eleuterio Iribarren, con apenas 16 años y en un cabaret pomposo: El Ta ba ris.

Allí conocería a Francisco Canaro, que tocaba con su formación y tal vez recordando los sonidos del Abasto donde creció, le fue picando el bichito del tango que no lo tenía incorporado a su cuore. Y hasta se animó a pedirle a Pirincho que le dejara tocar con su orquesta, para sorpresa de éste que lo tenía como sapo de otro pozo.

Al fin de cuentas Lucio pensaría como el director Dimitri Mitrópulos: "La musica é come gli spaghetti. Se davvero le amate, li mangiate al matino, a mezzogiorno e a sera".

Y como Canaro siempre le estaba dando el pase a diversos instrumentistas y cantores, dos años más tarde, le recordó el pedido ante el entusiasmo del joven pianista. Y, debiendo enviar músicos a Europa, en el mismo cabarote de la calle Corrientes le dijo que tomara clases tangueras con su eximio pianista, Luis Riccardi. Aunque quizás le vino mejor a su cuerpo quedarse después de hora con Mano brava Minotto que desde su tremebundo instrumento enfueyaba tangos de todo calibre. Y sobre todo logró inculcarle los yeites que necesitaba incorporar a su bagaje. La contraseña del tango.

                              


Y entonces vinieron los viajes y la radicación en Europa, su alianza con Roberto Fugazot y Agustín Irusta, más los músicos de nivel que logró incorporar a la patriada; su relación con Gardel, los secretos palpitantes de la noche. Y los hermosos tangos arromanzados que fue pariendo en su piano tanguero: Mañanitas de Montmartre, Dandy, Dónde, el vals Rosa peregrina.

Después Cuba, Centroamérica y el retorno para que Buenos Aires pudiera admirar los modos contemporáneos y románticos de su música. En 1938 forma orquesta y su poderío estético recibe el aplauso de bienvenida de admiradores, radios, teatros y colegas. Con Homero Manzi enhebran una serie de temas que caminarán arirosamente por la historia futura; Mañana zarpa un  barco, Telón, Malena, Tal vez será su voz, Solamente ella, Luna y esa afromilonga : Negra María.



Lo vi tocar alguna noche en el boliche de Tania y realmente su estilo de diseur en el piano era deliciosamente nostálgico con esas sugerencias emocionales que lo distinguieron siempre.

Lo quiero recordar con un tema instrumental: Tinta verde, de Agustín Bardi y y otro cantado por el chansonnier de Chivilcoy, Juan Carlos Miranda: Din don, de Alberto Suárez Villanueva y Evaristo Fratantoni, que estrenó con gran éxito Libertad Lamarque.

Tinta verde

Din don

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