viernes, 6 de julio de 2018

El que baila esencialmente escucha

Me gusta este artículo escrito por la Profesora argentina de baile de tango, Andrea Uchitel, que además es doctora en biología, se ha especializado en ecología, y visita muchos países del mundo dando clases de baile. Tiene un intenso curriculum y creo que vale la pena echarle una mirada a la nota que escribió en la Revista argentina de Musicología, además del acierto que simboliza el título de la nota.



El que baila esencialmente escucha
Andrea Uchitel

En este texto exploro la relación de los bailarines de tango con la música y cuento
algunas intimidades de lo que sucede en las milongas. Quien baila, escucha; y lo que
escucha y cómo lo escucha es motor y sentido de su baile. Su encuentro en el abrazo,
sus movimientos y pasos tangueros son directamente influenciados por la particu-
laridad de cada orquesta, y eso lo/la identifica. Me gusta pensar que cada tango es
un paisaje musical que dura tres minutos. Las parejas lo recorren de forma siempre
renovada. En la milonga, lo que se escucha y lo que se mueve son parte de lo mismo.

Palabras clave
: tango, baile social, orquestas, bailarines, musicalidad.

                               
Andrea Uchitel en una clase de tango

Una manera simple e intuitiva de pensar los estilos musicales es permitirse
percibirlos como paisajes. Generalizando, habría paisajes homogéneos y calmos (interpretados por las orquesta de Di Sarli, Fresedo, De Angelis), regulares y rítmicos (Tanturi, Biagi, D’Arienzo, Canaro), irregulares, huracanados, suspendidos (Salgán, Troilo, Pugliese, Stampone). Los bailamos, los recorremos. En las milongas se bailan cuatro cuadros de un mismo estilo o época por tanda.
La música inunda todos los rincones, es una de sus propiedades expansivas.
Todo lo toca y a todo le confiere su vibración, su humor, su espíritu. Así, cada
orquesta con su particularidad despierta de inmediato en los bailarines (aún en los que siguen sentados) una forma de sonrisa interna, un tono muscular y una reactividad distintos. Con Di Sarli, hay algo de liviandad y de romanticismo, sobre todo en sus instrumentales, y es delicado y la pista toda es un mar manso de abrazos.
Con Canaro, la pisada se vuelve más a tierra, como si esa sonoridad cambiara
la densidad del cuerpo, su peso. Con Pugliese, en cambio, se ven islas en pausa, extensiones sigilosas, roces profundos y ataques repentinos. En cada paisaje, los movimientos del tango, que son los mismos, y los de cada bailarín y bailarina, adquieren otra picardía, dicen otras cosas.

La música inspira y facilita el encuentro entre el dúo, y también en la pista,
donde aúna el espacio entre las parejas y favorece cierta sincronía. La música compartida entre todos es la evidencia de lo social de esta danza, donde la identidad y singularidad con que cada uno escucha y baila compone el paisaje.
Poco a poco el que aprende a bailar va reconociendo estas diferencias y, con
el tiempo, algunos llegan a identificar orquestas por su nombre, su director, su
época y su cantor. Los “muy muy prendidos”, identifican versiones y grabaciones, incluso retienen el autor y el año de los temas.
Por supuesto que cada quién desarrolla sus preferencias. Entre los milongue-
ros y milongueras, se van dando empatías, encontrando afinidades. No es poco habitual que entre ellos se elijan para determinadas tandas. En un pacto tácito, ambos, saben que “la tanda de ___ es con vos”. Mientras se conversa con los compañeros en la mesa o en la barra durante la cortina (fragmento de otro tipo de música que separa las tandas), el oído está despierto esperando los primeros compases del próximo tango, y la mirada bien afilada para el cabeceo en cuanto comience la nueva tanda. Un mismo tango, viejo y conocido, siempre es nuevo para los que lo bailan, como una pintura que se vuelve a mirar una y mil veces, y siempre se la redescubre. Aún aquellos de apariencia más simple, más tradicionales, de ritmo regular, evidente, marcado, son cuadros de composiciones complejas, entramadas entre las líneas de la partitura de cada instrumento, o en la especial relación de la orquesta con la voz del cantor. Esta trama puede escucharse una y mil veces, y percibirse siempre diferente. El oído se reposiciona y se enfatizan partes que otras veces habían pasado desapercibidas. Cada escucha enriquece.

                                       


Indefectiblemente, en cada abrazo, cuando lo que uno y otro ofrecen se en-
cuentra, se renueva la escucha. En el contacto físico, la perspectiva del espacio musical se actualiza junto con su eco en el cuerpo de cada uno y en el vínculo. Complicidad de dos con la música. Comienza el baile.Algunos bailarines son arrastrados, como presos de lo que suena, pegados al tiempo fuerte, miméticos, sin dejar de pisar un compás. No reflexionan al respecto, no es una decisión: se sienten abrazados así, impulsados así. A veces está el riesgo de caer un poco en lo automático, ese estado solitario, que no escucha al otro, o permite pensar e incluso hablar de otra cosa, lo que equivale a no estar en el tango. Y cuando esto ocurre, se nota y, yo creo, es poco interesante.
Otra forma de relación con la música es posible, cuando el bailarín está en
cada nota y decide, en principio, moverse con ella o no hacerlo, para luego elaborar cómo (en la delicia de cada una de sus articulaciones, en el cuerpo todo, en relación con otro y con los otros en el espacio). Decisiones permanentes, que van armando contrastes o bien sumando potencia al tutti de la orquesta. Cuando los que bailan establecen un diálogo con las distintas profundidades de lo que suena, siguiendo a uno u otro instrumento o melodía, agregando otra voz, como otra línea (la del movimiento del cuerpo, de los cuerpos armando acordes) se potencia la complicidad en el dúo (y con los testigos que los miran o los rodean) y se enriquece la narrativa del cuadro (y del espacio todo de la pista).

Cuando veo a alguien bailar (y cuando bailo) veo la música de su movimiento,
la música dentro del cuerpo, en las articulaciones, en las velocidades, en los ataques o en las detenciones, en el avance de una rodilla, en el rodar de una pisada: su temporalidad y su densidad suenan. La música en la pisada, en los gestos, identifican al que baila. Identificarlo por cómo se mueve es también identificarlo por cómo escucha. Esa traducción de lo escuchado a lo bailado es totalmente personal, está en cada uno.
Los pasos del tango y la música con la que se los interpreta, son dimensiones
interdependientes, correlativas pero móviles, que van cambiando. Cuando están fijas y se baila el paso sin modularlo por la música, es nuevamente algo automático. Cuando se elige cuándo y cómo mover, la danza es un plano más de la complejidad, de la trama. El bailarín no es esclavo de lo que dicta la música, sino que conjuga con ella sus elecciones de movimiento. Carlos Gavito, referente milonguero, gran maestro y bailarín, solía decir: “Yo no sigo la música, la música me sigue a mí”. Creo entenderlo.

Y si por sobre esto, quien baila tiene noción de totalidad, de finitud, y com-
prende la narrativa musical, su lógica estructural de repeticiones y variaciones por partes, puede apoyarse en estas para construir el desarrollo del movimiento, cuidando el motivo (sin tirar todos los dardos en los primeros cuatro compases). Y si un detalle se reitera con el mismo estribillo, como un guiño, todos sonreímos, se arma sentido. Así como el que toca organiza sus recursos expresivos y no los toca todos en el mismo tema, los que bailan administrando sus movimientos logran componer instantes, frases, momentos espaciales de música encarnada. Por alguna razón, cuando la relación de los bailarines con la orquesta es directa, todos disfrutamos. Esta es una dimensión que se encuentra mucho en las coreografías y que es más difícil de integrar en la improvisación en la pista de baile.
En la milonga, cada tango compone un paisaje de tres minutos, donde lo que
se escucha y lo que se mueve son parte de lo mismo. Sinestesia compartida, elaborada colectivamente. 

Paisajes vivos del tango en Buenos Aires
Algo maravilloso anda pasando en Buenos Aires en los últimos tiempos. Se
abren espacios co-organizados por músicos y bailarines de tango. Se juntan para tocar y bailar. El vivo de los instrumentos modifica las formas de bailar y, viceversa, los músicos a veces respiran los tiempos de la pista para tocar.
Organización, responsabilidad y el deseo compartido entre músicos y bailari-
nes de los nuevos espacios de tango. Algunos de ellos son: Oliverio Girondo (Villa Crespo), Domingos de Tango en El Viejo Buzón (Caballito), La Maldita Milonga (San Telmo), La Ventanita de Arrabal (Almagro), La Orquesta Victoria en Café Vinilo (Palermo), etc.

3
Cuando veo a alguien tocar, lo veo bailar. ¿No bailan las manos de Troilo? ¿no baila D’Arienzo acompañando a Echagüe al lado del micrófono? La música está dentro del cuerpo de quien la interpreta tanto como dentro del cuerpo de quien baila. Es maravilloso cuando músicos y bailarines, ambos bailan, ambos tocan, juntos.


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