viernes, 2 de febrero de 2018

El ancla

                                                                              “Vengan todos a oír esta milonga, 
                                                                                la milonga de nuestra juventud”…
                                                                                               Juan Andrés Caruso

   Suena pertinaz la nota antigua y los estremecimientos de las viejas leyendas cobran de pronto vida en los meandros de la pista.
   La luna se adhirió a la fiesta, y el cielo iluminado por ella, intenta ofrendar sus estrellas para  que se desenfunden viejos bandoneones, delicados violines, el piano cadenero del largo magisterio, y un contrabajo que parece sostenerlo  el Negro Leopoldo Thompson.
  Las tramas infinitas de extinguidos milongueros, como raíces pródigas, se extienden en ramificaciones interminables por todas las pistas, devorando cada noche.
   Como una troupe vagabunda se exhiben en madrugadas interminables, en sesión continua, bajo el conjuro de cierta invocación.  

                          


    Bailarines y partituras vacunadas contra el óxido del tiempo y las distancias, conviven en un nudo interminable de cuerpos que se mueven empujados por el viento de aquellas melodías.                                    
    La enaltecida nostalgia embellece los febriles pasos y los sentimientos crepitan en una hoguera interminable.
   Sobreviviente de todos los naufragios, sometido a los vientos del mundo, el tango ciñe de presencia y plenitud  envolviendo en rítmicas cadencias a las obstinadas parejas.
  Poseídas por los compases, piernas espasmódicas entrecruzadas interminablemente, desarrollan la eterna ceremonia.
   Los torsos se abrochan como hiedras y retro transmiten el sístole-diástole que acompasa el ritmo estrófico, transustanciados por el arte.
   En el campo magnético de la pista se funde el microcosmos de la milonga. El aguantadero de los sueños. La modesta gloria de lo cotidiano.
   El ritual epicúreo. Abrazar y ser abrazado. Llevar y ser llevado.
   El azar convoca milagros, sentimientos, pasiones, entregas. Las contraseñas aseguran la clave de una eternidad feliz. 

                                


   El júbilo por el sesgo inesperado  o la ilación de tramas bordadas a dúo, perdurarán en el alma de los conjurados.
    La compleja magia de los sonidos eleva la temperatura, despierta voluptuosidades en el vaivén giratorio del racimo y logra que el perfume de los cuerpos obre a modo de persuasión en los inesperados y raudos  movimientos.
   Seguimos el hilo de un discurso en cuya melodía estamos inmersos desde siempre.
   Ondulaciones de valsecitos, traqueteos de milongas en fuga, destraban los esguinces de la cadena, dibujándose en el lienzo de la pista.
   La fermentación interna que van desarrollando nuestra mente y nuestro cuerpo, termina explotando en el  círculo o rectángulo de la pista. Arribamos al momento en que sentimos profundamente el tango y sus vericuetos, sus misterios, su magia.
   La iluminada noche abdica en la orilla donde el tango echa el cerrojo hasta la nueva ilusión, el nuevo encuentro, la peripecia inolvidable, los reiterados tics, la  nota antigua. La ceremonia continuará derramando esencias. Y después  de la música queda su resonancia fantasmal flotando en el aire y en los corazones de los bailarines…


El tango es puerto amigo donde ancla la ilusión.
Al ritmo de su danza se hamaca la emoción.
                                                 Homero Manzi

(De mi libro "Perfiles milongueros".  J.M.O.)





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