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María Nieves Rego se crió entre miseria, con una madre analfabeta y un padre golpeador. A los 9 años se empleó como sirvienta y a los 11 ya fumaba 50 cigarrillos diarios. En la milonga conoció a Juan Carlos Copes. Juntos bailaron la vida. Nos lo cuenta en su casa de Buenos Aires.
EN EL PRINCIPIO ES LA VOZ. Una voz en el teléfono que suena áspera, levantisca, que dice “Hola” como quien pregunta “¿Quién molesta?”, y que apenas después se lanza en una conversación encabritada.
Pero el día anterior a la entrevista, María Nieves Rego (82 años, la
bailarina de tango más emblemática de la Argentina que, junto a Juan Carlos
Copes –su pareja de baile durante más de cuatro décadas, su pareja de todo lo
demás durante periodos intermitentes nunca demasiado claros–, formó la dupla de
tango de escenario más reconocida de todos los tiempos, bailando en el programa
de Ed Sullivan y en la Casa Blanca, girando por medio mundo) no se ha olvidado.
Ese día el teléfono suena pocas veces.
–Ah, nena. Claro, te espero. Pero no sé qué vamos a hablar. Si ya tengo la
biografía, y la película.
La biografía se titula Soy tango, su autora es la periodista María Oliva y
fue publicada por Planeta en 2014. La película es Un tango más, su director es
el argentino residente en Alemania Germán Kral, tiene dirección ejecutiva de
Win Wenders y es de 2015. Ella considera que esas dos formas de exposición
pública son suficientes para que se conozcan su vida y su obra.
–No me vas a tener un día entero, eh. Ni dos.
–Hola, nena, pasá.
En el departamento hay una radio encendida a volumen discreto.
–Sentate.
RECOGE EL PLATO de la cena, va hasta la cocina, lo lava. Regresa a la pequeña mesa que está contra la pared en el recibidor y repasa las cajas con medicamentos por ver si se ha olvidado de tomar alguno (aunque ha perdido la fe en que los medicamentos sirvan para algo). Se sienta en el sofá de la sala, la espalda contra los almohadones impecables como están impecables el modular del televisor y el pequeño baño impecable y la impecable habitación en la que duerme y en la que, sobre una cómoda, hay retratos de ella misma, untuosa, arqueada, el pelo cortísimo, los ojos solares, fumando con boquilla; y como están impecables el cuarto impecable donde guarda los vestidos de baile de los últimos años –negros, con brillos y escotes magnos– y el pequeño patio impecable con la soga de tender la ropa que lava a mano porque no tiene lavadora. Quizás le dé algunas pitadas al cigarrillo electrónico. Quizás, ahora que ha apagado la radio que permanece encendida desde la mañana, mire un programa en NatGeo. Quizás repase las cosas que tiene que hacer al día siguiente: ir al supermercado, llamar a alguien. La persiana del departamento –una planta baja que da a la calle en un barrio de Buenos Aires cercano a Palermo– está baja, pero siempre está baja: de día, de noche. Son las ocho. En breve se irá a dormir. Esa es la vida ahora. ¿Esa es la vida ahora?
En el
recibidor, sobre una mesa pequeña, entre cajas con medicamentos, hay un paquete
de cigarrillos y un cigarrillo electrónico. El parqué del piso brilla como cada
adorno, como cada mueble. Todo está sumido en la luz de un foco de bajo
consumo, pero aun en esa semipenumbra puede verse que es una casa refractaria
al caos, un lugar donde las cosas están pulidas hasta los huesos, como si todo
–las paredes, el piso, los adornos– acabara de ser sumergido en un enorme
tanque de líquido limpiador.
–Ahora está
todo así nomás. Cuando yo estaba bien no sabés cómo limpiaba.
Tiene dedos
largos y uñas fuertes, que se lucían cuando posaba, hasta hace poco, en fotos
en las que se la ve fumando con boquilla, el tajo del vestido lamiéndole la
pierna hasta la ingle.
–Este cigarro
electrónico lo compré hace un año. Tengo que controlarme. Por las arterias.
Después de la película se me tapó, perdoname, hasta el culo.
Usa un
fraseo teatral, modulado, haciendo pausas dramáticas, con frases plagadas de
groserías leves y un slang reo (bacán, yeite, cajetilla) que ha viajado
con ella desde el siglo pasado, como tantas otras cosas han viajado con ella:
las piernas largas, el vicio por la lubricidad del tango, la mirada pícara que
ya tenía en fotos que la muestran, en los años cincuenta, autoconsciente de una
belleza vandálica, libidinal.
–Te vas a
asustar de lo maleducada que soy. Yo jamás me imaginé que era tanto trabajo una
película. Y el director quería la pelea con Copes. Yo no lo quiero ni nombrar a
Copes. Reconozco que fue el mejor bailarín de tango. Pero como tipo, no. Yo ya
quiero borrar mi historia. Y no quiero que me jodan más. No puedo hacer lo que
yo hice toda mi vida, que es bailar. Entonces, hablar a mí no me interesa.
Un manejo
excelso de las inflexiones de voz hace que, por momentos, parezca una mujer de
mansedumbre absoluta y, por momentos, un dragón sorprendido en cólera
deslumbrante.
–Bueno,
dale. Empecemos.
JOSÉ REGO Rico. Repartidor de leche. Gallego llegado a Argentina en un año indeterminado del siglo XX. Marido de Josefa Freire Pértega, gallega llegada a Argentina en un año indeterminado del siglo XX. Padres de cinco hijos. Dos mayores –Alfredo, Ñata– y dos menores: Cristina (Pirucha) y Cacho. En el medio, dividiendo las aguas, nueve años de diferencia con Cristina, María Nieves, venida al mundo el 6 de septiembre de 1934 en un hospital público y rápidamente trasladada al inquilinato del barrio de Saavedra en el que vivía la familia.
–Mi mamá, pobrecita, una sometida total. Ni hablaba. Mi papá un hijo de puta, un golpeador. No la dejaba hablar en la mesa. “Cállese la boca”, le decía, y le tiraba un cachetazo.
La vida de María Nieves parece, desde el principio, un tango ominoso: un padre brutal, una madre analfabeta y sumisa que inculcaba en sus hijos el pudor y la virtud del perdón, la vida en inquilinatos sin baño, la vida sin plata, la vida sin comida ni ropa.
–Yo no tenía juguetes, así que jugaba con un sifón de soda. En el pico le ponía un pañuelito y era la cabecita. Le daba besitos, le decía: “Te voy a llevar al doctor”. Al lado vivía mi madrina. Cuando ella me invitaba a comer me quería comer hasta la cacerola. El hambre es una cosa fea. Y el deseo. Querer tomar de esa botella y no poder y desearla. Es feo.
–¿Y cuándo terminó todo eso?
–Cuando empecé a trabajar de sierva. De sirvienta.
La familia se mudó muchas veces. Para 1943 vivían en un inquilinato de la calle de Pinto con tres familias más y un solo baño. Pocos meses después de haber llegado allí, su padre murió de tuberculosis y su madre quedó, a los 45 años, viuda y con cinco hijos.
–Cuando se murió mi papá, yo lloraba porque veía llorar a mi mamá. Pero después me puse contenta. Me preocupaba, porque pensaba: “Ahora nos van a echar de acá, porque no hay plata”. Así que los más grandes nos fuimos a trabajar.
Su madre empezó a limpiar casas. Su hermana Ñata y ella, que abandonó el colegio, hicieron lo mismo. Tenía nueve años y la tomaron en un chalet de dos plantas en San Isidro, una zona elegante en las afueras de Buenos Aires. La dueña de la casa la golpeaba porque no sabía limpiar, porque le daba vergüenza salir a la calle con el delantal de mucama.
–Igual yo quisiera volver a esa miseria. Porque era libre. Lo nuestro fue duro pero al mismo tiempo hermoso, porque te enseña a vivir en la buena y en la mala. Por eso vivo humildemente. Ahora tengo la luz prendida porque estás vos. Si no, estoy a oscuras. ¿Sabés cuánto ganaba yo en la primera gira que hicimos con Copes por Estados Unidos? Cincuenta dólares por mes. Iban directo a Pinto y Núñez, al conventillo donde vivía mi mamá. Porque quería que no fuera más sirvienta. Y lo logré.
A los 11 años era una mucama cerril que quería casarse, tener hijos y una casa. Entonces empezó a ir a la milonga.
LA MILONGA es un ritmo musical, pero es también el nombre que designa a los sitios donde se baila el tango en Buenos Aires. En los años cuarenta, el tango atravesaba un momento dorado aunque no había nada parecido al baile de escenario, sino milongas que funcionaban en clubes o asociaciones barriales a las que acudían los sectores más populares, mujeres y hombres que se toreaban por una mirada, una traición o un paso mal dado en pistas en las que se bailaba sin adornos. La Ñata iba a una milonga en el club Atlanta. María Nieves, que trabajaba limpiando una casa en el otro extremo de la ciudad, en La Boca, empezó a rogarle a su hermana que la llevara con ella. La Ñata aceptó, aunque al principio no le permitió bailar. Apenas le alcanzaba el dinero para pagar la entrada, pero iba todos los fines de semana con su falda única, con sus únicos zapatos agujerados rellenos de papel. Cuando el papel se rompía, se pintaba el pie para que el agujero no se notara. En 1947, cuando en una milonga llamada Estrella de Maldonado vio entrar a un morocho que le clavó los ojos, tenía 13 y aún no había bailado ni una sola vez.
–Tenía pinta. Pero era un carrito, como les decíamos a los que bailaban mal.
Él se llamaba Juan Carlos Copes y la invitó a la pista con una leve inclinación de la cabeza. Ella bajó la mirada, en señal de “no, gracias”, pero pensó en él esa noche, y muchas de las que siguieron, aun cuando no volvió a verlo.
–Desapareció un año y después reapareció en Atlanta. Ahí ya sabía caminar, abrazar bien.
Copes se había transformado en un bailarín de respeto. Ella ya se había fogueado en la pista y le había bajado al cuerpo todo lo que sería después: los ojos cargados de vivacidad, los pechos altivos ondeando sobre caderas suaves. Cuando Copes la vio se le fue encima y, esta vez, ella aceptó. En el libro Soy tango, María Nieves dice que, cuando estaban bailando, “él acercó su boca a mi oreja y me susurró unas palabras que me hicieron vibrar: ‘Cómo nos vamos a querer”. Ahora se encoge de hombros.
–Muchos te
decían frases así. Era un yeite, un truco de la milonga.
–Entonces a
usted nunca le importó esa frase.
–No.
Después de
algunos meses, Copes le pidió permiso a la Ñata para noviar con María Nieves.
Un año más tarde se acostaron por primera vez.
Juan Carlos
Copes no solo resultó ser un bailarín excepcional, sino el dueño de una
ambición sin prudencia: en una época en la que nadie imaginaba que podía llevarse el tango
bailado a un teatro, él ya
tenía intención de hacerlo. María Nieves fue una cómplice perfecta: tenía
talento, belleza y capas de devoción por él. Además de bailar en la milonga,
empezaron a presentarse en concursos y competencias. Copes convocó a otros
bailarines, empeñado en montar un espectáculo en la avenida Corrientes, donde
están los teatros más importantes de la ciudad. Un día fue al Nacional, cuyo
dueño, Carlos A. Petit, era dueño también de un cabaret histórico, el Tabarís.
Copes le habló de su proyecto. Petit se interesó y así fue como, en 1955,
debutaron en el Nacional y el Tabarís. Hacían un número de tango entre vedettes
y algunos cómicos, y aunque ganaban apenas para pagarse el viaje, y ella seguía
limpiando casas, fue el arranque de algo que ya no se detuvo.
–Copes
empezó a decir: “Hasta Nueva York no paro”. Yo, por mí, no hubiera hecho nada.
¿Cuál es el sueño de una mujer?
Tener un
hijo. Tener marido. Te hablo de mi época. Ahora es distinto.
–Usted no
quería vivir del tango.
–No. No fue
una vocación propia. Mi sueño era tener una familia. Y salió pa la
mierda.
Viajaron por
Puerto Rico, por Cuba, por México. En 1959, finalmente, llegaron a Nueva York e
hicieron, en el Waldorf Astoria, un show llamado Evening in Buenos
Aires.
–¿Usted
cuándo dejó de trabajar como…?
–¿Como
sierva? No sé. Tendría 18 años.
En la pared
del pasillo que divide los cuartos de la sala hay un espejo ovalado, antiguo.
–Qué lindo
espejo.
–Me lo
rayaron todo con la cámara cuando vinieron a filmar.
– ¿Le parece
que la película quedó bien?
–No, como el
orto. Yo me comí un año de frío, de madrugadas. Cuando terminó la película
dije: “Bueno, voy a descansar un poco”. Y cuando quise volver a bailar noté un
dolor en la cadera. Me dijeron que tengo las arterias tapadas y que no se puede
hacer nada. Eso me tiene con una depresión tremenda. Por qué mierrrda,
digo yo, no me cagué las manos. En vez de las piernas. Entonces no salgo. Para
ir por la calle caminando como una viejita, no. Yo tengo 82 años, pero no me
siento una viejita. Porque yo, cuando Copes me sacó del ballet, me dije: “Soy
una vieja”. Y me lo creí.
–Yo soy felina, viste. Pero eso es porque vos sentís el aplauso del público y empezás a caminar y mirás al hombre y es una sensación que te transporta. Yo ahí ya no soy María Nieves. Soy otra cosa. Me ponen lo que sea adelante y me lo como. El tango es como un acto de amor. Porque empezás caminando, haciendo firuletitos con las piernas del hombre, y terminás con los ganchos, nena, que es un polvo.
Le gustó verlo ahí?
En una escena de la película de Kral, mientras ella habla sobre Copes, se
detiene y le dice al director: “No tengo por qué hablar de eso. Te dije que no
quiero hablar más (…). No hablo más. Y no hablo más. Y ya me lo hiciste
nombrar”. Hace un silencio, como una ola bestial que retrocede para tomar
envión: “¡Copes, Copes, Copes! ¡Ya me tenés podrida con Copes!”. Y, como un
cóndor que se lanza a destrozar su presa, grita, con ira cerval: “¡Quién
carajos es Copes!”.
–ELLA TENÍA que contarme su historia con Juan Carlos –dice Germán Kral, el
director de Un tango más, desde Múnich–. Y en un momento explotó y me mandó al
carajo. Pero nunca dijo: “Se van de mi casa”. Eso es parte de su
profesionalismo. Yo creo que es completamente contradictoria, y eso es lo
fascinante. Ellos no se hablaban, y bailaban como los dioses. Se querían matar
sobre el escenario. Y de ese odio surgió una belleza que transformaba el baile
en puro arte. Mi sensación es que ellos amaban más al tango que al otro. Y eso
fue lo que les permitió seguir bailando cuando ya no eran pareja.
En la primera escena de la película, María Nieves y Copes se encuentran
sobre un escenario. Se miran a los ojos. Él levanta el brazo izquierdo. Ella
posa su mano en la de él. Copes hace un movimiento apenas perceptible con la
mandíbula, como si mordiera.
Aquella presentación en el Waldorf Astoria tuvo consecuencias. Los
convocaron del Arthur Murray Show, un programa de la CBS, y eso hizo que los
contrataran en el teatro Chateau Madrid, de Nueva York, y eso hizo que en 1961
les propusieran presentarse en New Faces, un programa de televisión que buscaba
nuevos talentos, y eso hizo que los llevaran al show de Ed Sullivan. Pero la
relación entre ellos no era fácil: él estaba rodeado de mujeres y quería seguir
creciendo; ella solo quería volver a Buenos Aires y estar con su mamá. Así y
todo, en 1965, en Las Vegas, se casaron. Cuando regresaron al país, compraron
una casa y ella llevó a su madre a vivir con ellos. “Le dije: ‘Acá tenés’ –dice
Copes en Quién me quita lo bailado (Corregidor, 2010), la biografía que sobre
él escribieron Mariano del Mazo y Adrián D’Amore–, tu barrio, tu casa, tu
madre, tu libreta de casamiento. Ahora no me jodas más. Yo sigo solo”. Se fue
de gira un año. Ella conoció a José, un hombre que vendía ropa a domicilio. Él
quería casarse, tener hijos, pero cuando Copes volvió, ella volvió con él.
–Dije: “Lo único que sé hacer es bailar tango”. Pensé que si
no estaba Copes no podía bailar con otro. Tonta de mí. Entre uno y otro, elegí
el tango. Me quedé con Copes.
Se mudaron a un chalet en Olivos, una zona acomodada en las afueras. Aunque
bailaban juntos y compartían casa (ella y su madre vivían en el piso de abajo,
él en el de arriba), se peleaban por todo: por una mujer, por un paso de baile.
Los contrataron en Caño 14, un club nocturno al que iban empresarios,
políticos, y donde se montaba un espectáculo con lo mejor del tango de
entonces: Osvaldo Pugliese, el Polaco Goyeneche. Bailaban también en sitios
como Karim, donde mujeres de categoría cobraban por copas de categoría, y por
todo lo demás. Debajo del escenario no se hablaban, pero en el escenario
transformaban la ira en precisión, el encono en virtuosismo. En 1971 comenzaron
a trabajar en Karina, otro club nocturno. En 1972 una muchacha de 18 años
llamada Myriam Albuernez fue a ver el espectáculo. Copes la vio y quedó
prendado. Siguió un romance sin mucho plan, y él decidió dejar la casa que
compartía con María Nieves para mudarse a un departamento del centro. Unos años
después Myriam quedó embarazada y, en 1976, nació la primera hija de ambos,
Geraldine. María Nieves dice que, durante todo ese tiempo, ella no supo de esa
relación.
–Me enteré de la hija porque alguien me dijo: “María, sabías que fulana…”.
Eso también lo superé. Fue el orgullo lo que sufrió.
–Pero ustedes ya no eran pareja.
–Yo ya no lo quería a él. Y empecé a vivir la vida que no viví de
jovencita. No dejé títere con cabeza. Entraba a la milonga y era la reina. Pero
basta. No quiero contar esto. No. Estamos hablando de mi historia de amor. No
hablo más.
–Siguieron bailando juntos.
–Te diría que fue nuestro mejor momento.
En los años ochenta, el director Claudio Segovia montó un espectáculo
llamado Tango argentino. Junto a músicos y cantantes, convocó a las mejores
parejas de tango bailado, entre las que estaban María Nieves y Juan Carlos
Copes. El espectáculo le dio al tango, desde su estreno el 10 de noviembre de
1983 en el teatro Châtelet de París, una relevancia internacional que jamás
había tenido. En 1984 desembarcaron en el City Center, de Nueva York, y en 1985
debutaron en el teatro Mark Hellinger, de Broadway. Tenían planeado permanecer
cinco semanas y se quedaron seis meses. A fin de año, el New York Times destacó
a Copes y María Nieves como los mejores en el rubro danza, y él estuvo a punto
de ganar un Premio Tony, pero lo perdió en manos de Bob Fosse. En 1986, ambos
fueron invitados a bailar en la Casa Blanca, para Ronald Reagan, y la hija de
Gene Kelly fue a verlos durante una presentación en Los Ángeles para llevarlos
a casa de su padre, que quería conocerlos.
–Le pedimos sacarnos una foto y no aceptó. Nos dio una foto autografiada.
Me parece muy bien. Como si vos ahora me decís que me querés sacar una foto, te
digo que no.
En 1987, por desavenencias con el elenco, renunciaron a Tango argentino y
regresaron al país. Siguieron bailando en clubes nocturnos y teatros, con
épocas buenas y malas. En 1993, con 92 años, la madre de María Nieves murió.
–Murió antes de todo lo que pasó después. Por suerte. Así no vio nada.
En 1996, ella y Copes hicieron una gira por Japón y los organizadores de
una de las presentaciones les pidieron que, al terminar, ambos dijeran unas
palabras. Bailaron y, después, se acercaron al micrófono. Mientras él se secaba
el sudor de la frente con un pañuelo, ella dijo: “El tango danza tiene algo muy
especial, que es la comunicación en la pareja. Por eso es que al bailarlo
sentimos un sinfín de emociones. Como podría ser el amor, pero también el
odio”. En el vídeo que registra el momento puede verse que, cuando ella dice
“pero también el odio”, Copes la mira, casi sorprendido.
–Pero no lo dije con rencor. Y me fui caminando. Esa caminada mía…
Se levanta y recorre la sala, las piernas como dos jaguares que saben lo
que tienen que hacer.
–Yo soy felina, viste. Pero eso es porque vos sentís el aplauso del público y empezás a caminar y mirás al hombre y es una sensación que te transporta. Yo ahí ya no soy María Nieves. Soy otra cosa. Me ponen lo que sea adelante y me lo como. El tango es como un acto de amor. Porque empezás caminando, haciendo firuletitos con las piernas del hombre, y terminás con los ganchos, nena, que es un polvo.
Antes de aquella gira por Japón, Myriam Albuernez le había dado un
ultimátum a su marido: “Le dije a Juan –dice Myriam Albuernez en la película de
Kral–: ‘Yo creo que la etapa con Nieves está cumplida. Pensalo. Si vos volvés a
casa, no existe más Nieves como compañera de baile. Si seguís bailando con
Nieves, ni vuelvas a casa’. Y él volvió a casa”. Así, un día de 1996 María
Nieves recibió la visita del director Manuel González Gil que le comunicó que
estaba preparando con Copes un espectáculo llamado Entre Borges y Piazzolla. Y
que ella no estaba en el elenco.
–Sentí que me clavaban un puñal en el corazón. Por qué mierda no me echó
antes, cuando yo tenía 50 años. Pero yo tenía 62. Y pensé que el tango se había
acabado para mí.
–¿Qué hizo?
–Nada. Me quedé en mi casa.
Fueron casi dos años de encierro, de no saber qué hacer. Hasta que en 1998
Luis Pereyra, un bailarín que había formado parte del ballet de Copes, le
ofreció incorporarse al elenco de Tango, la danza del fuego. El día del estreno
salió al escenario temerosa. Pero, antes de que pudiera dar un paso, la gente
estalló en una ovación. Pensó, incrédula: “¿Me aplaudirán porque me tienen
lástima?”.
–Es que yo siempre pensé que él era el importante de la pareja. Nunca me
habían aplaudido así.
En 1999, Claudio Segovia repuso Tango argentino en Broadway y la convocó
para que bailara, una vez más, con Copes. Ella aceptó, dice, por dinero.
Estuvieron 10 semanas bailando como dos espadas, sin dirigirse la palabra.
–Yo bailé con bronca. Pero soy una profesional.
En 2001 la invitaron a participar en Tanguera, una puesta de la bailarina
Mora Godoy, y volvió a las giras por Europa, Asia, Estados Unidos. A los 65, a
los 79 años, María Nieves bailaba con compañeros a los que les llevaba décadas
–Pancho Martínez Pey, Junior Cervila–, recibía homenajes, arrancaba ovaciones,
se ofrecía al frenesí de un público que no había imaginado. Y entonces, una vez
más, todo terminó.
–Porque se me taparon las arterias.
–¿Cuándo fue la última vez que vio a Copes?
–El día que terminó la película. El director quería que bailáramos, pero
yo le dije: “¡No! Yo con Copes no bailo más”.
Le gustó verlo ahí?
–No, no me
gustó para nada.
–¿Y con él
nunca pensó en tener hijos, en…?
–Sin
palabras. Sin palabras. Bueno, ya me estoy cansando, nena. Me aburre hablar. Y
me quedo como cargada de bronca. Porque no quiero hablar más de mi vida. Me da
bronca porque en mi interior me estoy diciendo: “¿Por qué lo aceptaste?”.
En la puerta
de calle, al despedirse, sonríe y dice:
–Gracias. Y
no le digas a nadie dónde vivo.
–HOLA,
¿MARÍA?
–¿Quién
habla?
–La
periodista. Quería combinar con usted para que la fotógrafa fuera a su casa a
hacer reproducciones de las fotos de su álbum.
Primero dice
que esa semana no puede, después que puede el jueves, después que el jueves a
la mañana no puede, después que sí.
–Ya le avisé
que usted no quiere retratos actuales.
–¿Yo? ¡No!
¡Yo retratos no! ¡Que se hubieran acordado antes! ¿¡Sabés para qué quieren
hacerme retratos ahora!? Para decir: “Mirá la vieja”. ¡Que se hubieran acordado
antes!
EL
JUEVES a las dos de la tarde, María Nieves cruza el hall de su
edificio vestida con una blusa floreada que deja descubiertos el cuello y los
hombros.
–Hola, nena,
pasá.
La casa está
igual que dos semanas atrás: impecable, casi a oscuras, la radio prendida.
–Esta mañana
vino la fotógrafa.
–Sí. Me dijo
que le permitió hacer unos retratos.
–¿Sabés qué
pasa? Tenía en mente que no me iban a sacar fotos. Y después me dije: “Puta,
parecés una aficionada”. Yo tendría que haber cuidado toda mi vida artística
como pretendo cuidarla ahora. Ahora ya no vale la pena.
Va a la
cocina y calienta la pava. Cuando regresa, dice:
–¿Sabés que
quería adoptar un perro? Pero no me quieren dar, porque soy jovata y tienen
miedo que el perro se quede solo.
Yo me llevo
bien con mi edad. Y siempre digo: “Si vuelvo a vivir haría lo mismo”. La
miseria, todo. Menos Copes.
–¿Pero qué le dio la miseria?
–Felicidad. Nacimos con la miseria y para nosotros era
una cosa normal. Gracias a Dios saqué de mi mamá no ser mentirosa, no tener
envidia y saber perdonar.
–¿Ella lo pudo perdonar a su padre?
–Seguro. Si no, no lo hubiera llorado.
–¿Y usted?
–No. Nunca.
–¿Y a Juan?
–Ah, sí. Yo a Juan lo perdoné. Me gustaría ser amiga
de él. Yo era sirvienta y podría haber seguido de sirvienta, pero el tango me
dio mucho. Siempre les digo a las bailarinas jóvenes que, si van a tener un
hijo, no dejen pasar el tiempo. El tango puede esperar.
–¿Hubiera dejado el tango por una familia, por…?
–Sí. Sin duda. Sí, sí.
De pronto se queda callada. Tiene una expresión
temible, la mueca de alguien que va a arrojarse en picado sobre su carga más
oculta para ponerle fin.
–¿Está apagado eso? –pregunta, mirando el grabador.
–No.
–Apágalo.
–¿Por qué?
–Porque te voy a decir un secreto.
Cae la tarde cuando acompaña hasta la puerta y, con
una sonrisa humilde, dice:
–Gracias por interesarte en mí, nena
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ResponderEliminarMARIA NIEVES una grande! una mujer que debió someterse al machismo de aquella época, porque el tango es machista. Eso no opaca su estilo de danza, su baile expresivo, su disciplina, sus coreografías artisticas. Copes sin ella no hubiese sido quien fue. Mala persona , y mal agradecido. Ella le dio su vida, como le dio su vida al tango. No debe ser olvidada. Una grande que conservó la humildad de aquellos que fueron pobres pero felices. Es una bailarina genial y una mujer muy digna!!!!
ResponderEliminarQué lindo bailaba María Nieves y cuando era joven qué bellas piernas lucía !
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