viernes, 16 de junio de 2023

Malena

                                 

Malena canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón.

   Mientras ella se desgarra en la homilía ortofónica, las siluetas umbrátiles echan a volar los pájaros y se transforman en acróbatas del gozo. Tal vez allá en la infancia su voz de alondra tomó ese tono oscuro de callejón. Y canta una historia que nunca ha sucedido pero existe siempre, como sospechaba Salustio.

   Mientras se anudan serpentinos los cuerpos, la cantante, el Milton del paraíso perdido, recala en el sitio donde alguna vez debió morar un amor inolvidable. Se amohína en el recuerdo y va regando sus plumas de pájaro herido. Obseden su pensamiento esas sombras que buscan un cuerpo para aparearse, guiados por la música.

   Una canción es como una destilación, igual que al hervir algo, se evapora el agua y queda la esencia.

   O acaso aquel romance que solo nombra cuando se pone triste con el alcohol.

   La barahúnda de palabras, la ambición metafórica que encierran, la llevan a estar más atenta a las leyes de la sintaxis que a los efectos sonoros. Pero no despista a las sargas anónimas, atentas a la infinita vitalidad rítmica y la metamorfosis tímbrica de los instrumentos que a ella también la empujan, y en el sustrato emocional la instalan en el alma itinerante de los bailarines, adensando la relación de la pareja.

   Tu canción tiene el frío del último encuentro.


   Gardel inventó la manera de cantar el tango, con un cincuenta por ciento de gola y otro tanto de sentimiento, y una vasta legión de cantantes hembras siguieron su huella feraz. Algunas utilizando su voz cristalina y su registro melodramático, como Libertad Lamarque. Otras travistiéndose en varón para descargar su torrente pasional, el caso de Azucena Maizani. O manejando unos recursos de dicción y emotividad impecables tras su espléndida figura morocha, como Mercedes Simone. En cambio Rosita Quiroga, Sofía Bozán o Tita Merello jamás necesitaron realizar un acarreo de voz que no tenían y que no les hizo falta porque eran diseuses que usaban la jerga proletaria del arrabal y por eso pocas grisetas como ellas llegaron al alma de los porteños, escalando con astucia los muros que los cantores machos habían levantado para evitar abordajes.

Tus ojos son oscuros como el olvido;
Tus labios, apretados como el rencor;
Tus manos, dos palomas que sienten frío;
Tus venas tienen sangre de bandoneón.

   La música compacta, cálida, está fermentada en la levadura de los ancestros y las parejas ya se perdieron en los giros del baile dentro de una dulce travesía. El sermón caliente anuda la intención de las palabras en estado de mudanza y conduce el hilo emotivo de los volatineros, entregados al avatar de las fricciones cálidas, enroscándose como hidra encadenada. En un éxtasis asexuado, penden de los remolinos.

   El afán de unos ojos. El temblor de unas manos. La inmensidad del gesto. La melancolía del verso. La brevedad del amor. La altivez de los pechos. El corazón cercado.

   No habrá ninguna igual. No habrá ninguna.   

                                   




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